[Relato] La primogenitura de Praga

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[Relato] La primogenitura de Praga

#1

Mensaje por Theazlin » 05 Dic 2019, 11:22

Imagen Los gritos resonaban entre los abombados muros de piedra de las alcantarillas. No eran gritos de rabia, surgidos de las entrañas y enérgicos; tampoco eran gritos de dolor, arrancados como se arranca de la carne un pedazo de un mordisco; eran gritos lastimeros, usurpados del alma misma vencida y desesperada. Gritos entrecortados, aderezados con intermitentes sollozos casi inarticulados, compañeros de cama de la angustia y el tormento que se habían apoderado del hombre que, arrinconado y encogido, tan solo sobrevivía minuto a minuto, mientras los excrementos de los habitantes de Praga discurrían a su alrededor arrastrados por la corriente.
En frente, una mujer se hallaba sentada en el suelo. Su otrora elegantes ropas habían perdido su color marfil para ser una amalgama de marrones y negros, y su pelo, que unas horas antes era lacio y rubio, le caía pringoso sobre su rostro. Eran sus ojos los que demostraban al mundo que era un cuerpo casi vacío, privado de su voluntad, de su ardor interior, de su esencia de rebeldía humana.
Y entre ambos humanos se hallaba una mujer. Parecía que se encontrara en medio de una celebración o una fiesta de bien, a juzgar por su actitud y porte. Incluso uno corría el peligro de obviar la podredumbre de su alrededor y el transcurrir de los desechos rodeando sus piernas.
- Dime, Alice -dijo la mujer mientras se acuclillaba delante de la joven hueca-. Soy tan hermosa como hace unos años, ¿verdad? -y mientras decía estas palabras, acarició con el dorso de su mano derecha la mejilla izquierda de Alice, dejando un fino reguero de desechos en su rostro- Como cuando tú y yo retozábamos en la cama como adolescentes que están descubriendo su sexualidad. Recuerdo cómo te ruborizaste cuando te enseñé, por primera vez, los placeres que una mujer puede ofrecerle a otra mujer.
Alice no contestó. Su alma hacía horas que se había roto en pedazos. Lo había hecho exactamente en el instante en el que había visto a la que había sido su primer amor, muerta hacía casi quince años, cortar el cuello de su hijo Max lentamente, con un cuchillo, dejando que la sangre de su retoño se vertiera lentamente por el cuello y manchara el pijama de Tom y Jerry que le habían traído los reyes magos la última Navidad. Había visto como los ojos de su hijo, aterrorizados, se apagaban lentamente entre gorgoteos de sangre. Y entonces Alice había dejado de vivir aunque no había muerto mientras Sarah, la dulce y hermosa Sarah, dejaba el cadáver de su hijo sobre la alfombra del salón y se llevaba a Anthon, su marido, y a sí misma por la puerta de atrás hasta llegar a donde se encontraban ahora mismo.
- Te he hecho una pregunta, cariño -dijo Sarah mientras arrancaba de una sacudida una barra metálica que sobresalía de la pared, parte de los cimientos caídos de algún edificio antiguo- ¿Acaso no he mantenido la belleza de entonces?
Alice intuía que debería estar arrancándole los ojos a la mujer que se alzaba ante ella; o al menos el ojo que le quedaba pues el otro, el izquierdo, era una masa informe y blanca que se entremezclaba con la carne que, en su día, había sido el párpado; pero lo cierto es que no había atisbo de ira o rabia, o ya puestos, de cualquier otro tipo de emoción. No sentía nada desde el preciso instante en que aquella mujer había posado su mano en su frente justo antes de matar a Max.
- Querida, ¿esto de volverte heterosexual -dijo mientras echaba una fugaz mirada por encima de su hombro hacia el hombre que se encogía en una esquina del alcantarillado- te ha dejado sorda? -Y con toda la parsimonia posible, Sarah alzó la barra de metal y la hundió, lentamente, en el pie derecho de Alice, desgarrando carne y músculo; destrozando hueso y, finalmente, clavándose en el suelo. Alice, no obstante, vivía todo aquello como si estuviera fuera de su cuerpo, fuera de su vida, fuera de ese mundo. No gritó porque el dolor no era suyo y la pena tampoco.
- Solo quería sentirme guapa de nuevo. Por eso te busqué -dijo suavemente Sarah mientras se acercaba al rostro de su antigua novia-. Quería sentir que no era lo que soy realmente: un horrendo monstruo incapaz casi de mirarse al espejo. Pero ni eso me has dado, Alice -Y, mientras casi le susurraba estas últimas palabras, cogió las muñecas de la joven y las ató con unos grilletes que pendían del techo-. Adiós, mi amor.
Sarah acercó sus labios descarnados y supurantes, guardianes de una dentadura que desprendía el hedor de la podredumbre, a los de la joven y la besó. La besó con el recuerdo de una pasión juvenil desbocada. El pus que supuraban las heridas abiertas de Sarah se entremezclaba con la sangre fresca de las heridas que el propio beso le provocaba a Alice. Y fue en el último contacto, al despegarse sus labios, que Sarah dejó de amansar la esencia interior de Alice. Los sentimientos, el dolor y la desesperación llegaron de golpe, como una ola demasiado grande que te arrolla al impactarte.

Mientras Sarah abandonaba la encrucijada del alcantarillado en la que se desmoronaba Alice y se rompía lo poco que quedaba de Anthon, los gritos desgarrados de su amor juvenil resonaban en sus oídos y le dibujaban una sonrisa en el rostro. Le habría encantado quedarse un rato más para recordar viejos tiempos pero era una puta Noche de Proclamación y tocaba presenciar la entrega del cargo de Sheriff.

Media hora después, Sarah Rishan, primogénita nosferatu, bajo la apariencia de una joven salpicada por las cicatrices del sarampión y abrigada más allá del frío del invierno, salía de uno de los callejones circundantes a la plaza del castillo de Praga justo cuando Tomik Musil despedía a su chófer y se encaminaba al elíseo. Unos instantes después ella hacía lo propio, con paso cansino, como si arrastrara una leve cojera, cruzando la plaza unos cuantos metros por detrás de su homónimo del clan de la luna.
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Re: [Relato] La primogenitura de Praga

#2

Mensaje por Theazlin » 05 Dic 2019, 11:26

Imagen - Querida mía, no eres consciente de cuan perfecta eres -dijo Charles Lidan mientras acariciaba el pelo azabache de la joven que, sentada ante un viejo tocador isabelino de increíble manufactura, observaba con admiración y devoción al primogénito Tremere al tiempo que le dedicaba una sonrisa rebosante de algo similar al amor. En realidad era algo más profundo que el amor, ciertamente; era la dependencia de una joven que había descubierto en Charles el faro de su nueva vida, el trato amable y cariñoso que jamás había recibido. A su lado se sentía especial, sentía que era diferente y que podía llegar a tener un propósito para su existencia, un propósito mayor que ella misma. Desde su abrazo, él había cuidado de ella, la había instruido y le había mostrado parte de lo que él llamaba "el Designio". Ella sabía lo que tenía que hacer llegado el caso y eso complacía enormemente al señor Lidan, por lo que dedicaba parte de sus noches a repasar el plan a pesar de saber de memoria cada fecha, cada dato y cada detalle del supuesto abrazo.

Charles acabó de acariciar el cabello de la joven y miró el reloj de cuco que pendía de una de las paredes del dormitorio de la chica. Casi eran las nueve y media así que no disponía de mucho tiempo. Era Noche de Proclamación y el equilibrio que vivían dentro de las esferas políticas vampíricas era muy precario. Le convenía estar presente cuando la burbuja de cristal estallara y eso podía ser esa misma noche... o dentro de unos cuantos años. Fuese cuando fuese, él la tenía a ella y eso sería su salvaguarda para conseguir lo que quería. Mientras tanto solo tenía que... soportarla. Charles recogió los guantes de cuero que había dejado sobre el tocador, se giró mientras se los ponía y agarró delicadamente el pañuelo de cuello que descansaba sobre la enorme cama vestida con sedas de la joven. El rictus de su cara se tornó serio fuera del alcance de la mirada de la chica. Cuánto habría deseado hacer uso del poder de su sangre para controlar a la joven sin nombre, pero no quería correr ningún riesgo con aquello así que prefería que la base de su lealtad fuera real, fuera genuina, nacida del alma.

- Nos vemos mañana -comentó Charles mientras se ataviaba con un elegante abrigo negro de cuero de corte anglosajón bien cuidado pero partícipe de los muchos años que habían pasado desde que las manos de unos niños lo cosieran durante la revolución industrial del Londres del siglo XIX. Era un capricho que le había costado una buena cantidad de dinero pues solo quedaban en colecciones privadas y pocos de sus dueños querían desprenderse de tan estimadas prendas de vestir. Ese, sin ir más lejos, había formado parte de una exposición en el National Gallery de Londres durante los años 80 y 90.

- Espero que tenga una buena noche, señor Lidan -dijo amablemente la joven sin nombre sin apartar la mirada del espejo para ver como Charles se perdía más allá del umbral. Si pudiera haber visto su rostro se habría sorprendido con la formación de una mueca que entremezclaba el hastío y el asco. Cuánto voy a disfrutar matándola cuando todo esto termine. Ese fue el último pensamiento del primogénito Tremere antes de abandonar la habitación y perderse por los pasillos de la vieja bodega.

Un rato más tarde, cuando Sarah Rishan se encaminaba hacia el Elíseo tras los pasos de Tomik Musil, un elegante coche de color gris metalizado se detuvo al borde de la plaza. De él se apeó Charles Lidan, apoyando el peso de su pierna izquierda en un viejo bastón de gran tallado. Lentamente se dirigió hacia el Primer Elíseo de Praga. A lo lejos pudo ver como el que iba a ser el nuevo Sheriff de la ciudad aguardaba en la entrada para dar la bienvenida a los miembros de la primogenitura.
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Re: [Relato] La primogenitura de Praga

#3

Mensaje por Theazlin » 05 Dic 2019, 11:33

Imagen El secreto estaba en la nariz de aquel hombre. Controlaba muy bien los parpadeos, la dirección de la mirada y los gestos de la boca. Mantenía las manos quietas y apenas sí se movía de la silla; se notaba que había practicado durante mucho tiempo y que le había costado más dinero del que intentaba recuperar esa noche. Pero su nariz era un mundo aparte; esa nariz, algo torcida debido a alguna pelea callejera hacía ya años y salpicada por un acné juvenil mal tratado, parecía hablar con voz propia y, para Edward, lo hacía a voz en grito. Los orificios se le ensanchaban cuando iba de farol. Era una defensa innata del cuerpo que, ante la idea de mentir, intentaba oxigenar más el cerebro a fin de activar todas las conexiones neuronales ante la eventualidad de tener que inventar excusas o pensar en cómo reaccionar ante una determinada situación. Ante una mente entrenada en buscar patrones, aquel hombre era como un libro abierto.
Los otros dos jugadores, una mujer recién separada que buscaba recuperar las emociones que había perdido con su exmarido y un joven con aspiraciones demasiado elevadas, se habían retirado de la mano y apenas eran relevantes para el devenir de la partida ya que ni sabían jugar ni tenían el fondo necesario para afrontar los envites de Edward.
El crupier de la mesa se disponía a girar la última carta y mientras el hombre de la prominente nariz fijaba con intensidad su mirada en el dorso del naipe, Edward no podía apartar la mirada de su napia.
Ahí viene. Pensó Edward mientras observaba los pelos que salían de aquellos enormes orificios. El crupier extendió la mano y sujetó la carta por una de las esquinas. Ya está aquí... El crupier dio la vuelta a la carta dejando al descubierto un nueve de diamantes.
En ese momento todo fue muy rápido, casi instantáneo. Los ojos del hombre se abrieron de alegría, la comisura de sus labios se inclinó dejando entrever una sonrisa de éxtasis pero controlada lo suficiente para no delatar sus intenciones, las manos se quedaron inmóviles aunque se tensaron en un casi imperceptible gesto de celebración contenida, no parpadeó lo más mínimo... pero sus orificios nasales se dilataron dejando a la vista más cantidad de aquellos pelos que denotan que la vida pasa y todos envejecen. Todo lo anterior era actuado, aquello era real.
- Voy con todo -ajustició el hombre. Y, tras hacer un ademán con la mano para dispersar un poco el humo del tabaco que parecía condensarse especialmente aquella noche, empujó sus fichas al centro de la mesa, deslizándolas suavemente sobre el tapete verde.
Qué placentero es el momento antes de la victoria y qué efímero al mismo tiempo. Siempre intento dilatarlo para saborearlo lo mejor posible Pensó Edward mientras ponía en juego una secuencia de expresiones faciales que no hacían si no reforzar la impresión del hombre de la enorme nariz que el mundo, por primera vez en mucho tiempo, le sonreía.
- ¡Qué narices! -espetó Edward haciendo un esfuerzo por no reírse él mismo de la broma privada que acababa de decir en voz alta- Lo veo y... y añado mi local de la calle Gradhäl -Edward intercaló un breve suspiro, una contracción de boca y un movimiento de mano que rápidamente cortó- No, no... perdón; me retiro. -añadió apresuradamente mientras cerraba sus brazos sobre el torso.
- Ah, no, caballero -dijo su contrincante, ahora sí, seguro de que esa noche brindaría con una botella de Moët Chandon mientras un par de mujeres de la noche se desnudaban al son de cualquier canción que sonara en la radio de un lujoso hotel- Siento decirle que debe aprender a controlar su lengua. Lo dicho en la mesa, pesa; ¿No es así, crupier? -añadió mientras le dedicaba una enorme sonrisa al encargado de la mesa.
- Así es, caballero -terció el crupier, mirando a Edward. Seguidamente miró al otro hombre- Y si usted quiere seguir jugando, debe subir su apuesta con algo que iguale la aportación del señor Pholl. De no ser así, la mano quedará invalidada.
- Ah, no, ni hablar -espetó. Y ahí estaba el hombre cayendo en la trampa como una gacela que se acerca a un conejo muerto sin saber que en realidad es un cebo-. Apuesto mi piso. Es un bajos de considerable tamaño situado en...
- No se moleste, hombre. Sé muy bien dónde se encuentra su piso. Y lo acepto de buena gana. -dijo Edward mostrando su trío de ases al tiempo que la cara del hombre se desencajaba hasta límites insospechados. Solo se mantuvo en su sitio aquella prominente nariz que, ahora más que nunca, dilataba sus orificios en busca de oxígeno extra para entender qué había pasado y cómo podía escapar de aquel agujero negro que acababa de succionarle la vida.

Lo que siguió a continuación fue una mezcolanza de emociones mal digeridas que llevaron a Jack, así se llamaba el hombre tras la nariz, a pasar por todas las fases de la aceptación de la muerte; desde la negación hasta la ira, pasando por la depresión. Hubo arrebatos violentos contundentemente sesgados por la seguridad del local clandestino. También hubo lágrimas y, de nuevo, un intento desesperado de matar a Edward seguido por un atentado frustrado de huída. Todo ello con unas fosas nasales enormes, tal y como Edward no paraba de observar.

- Jack, cálmate. ¿Quieres que hagamos un trato? Puedes quedarte tu piso si quieres pero, a cambio, querré un par de favores. Si estás dispuesto a hablar y a ver más allá de tus propias narices, esta puede ser una gran oportunidad para ti. Vayamos a una mesa privada y discutámoslo con una cerveza. Yo invito. Además, aquí las cervezas de importación están de narices. -apuntilló Edward mientras no podía evitar soltar un chasquillo de risa.

Casi una hora más tarde, Edward Pholl abandonaba el local por la puerta de atrás mientras se colocaba la chaqueta y sonreía. La verdad es que todo ha salido de narices. Pensó para sí mismo mientras se encaminaba hacia el Castillo de Praga. Llegaría con unos cuantos minutos de tiempo y no pensaba llegar tarde a la Noche de Proclamación de Josef. Siempre se había llevado bien con ese cabrón. Era un tipo digno de confianza. Más allá de la desgracia que había precipitado la ausencia de Milenko, se alegraba de que Josef fuera a ser el nuevo Sheriff. Con él se podían hablar las cosas de forma clara y directa... y, además, siempre sabía cuando mentía.
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Re: [Relato] La primogenitura de Praga

#4

Mensaje por Theazlin » 05 Dic 2019, 11:38

Imagen Sus pasos resonaban en las enormes estancias vacías del museo Mucha. Los suelos de parqué eran incapaces de absorber los impactos de aquellos tacones de aguja fina de sus zapatos Stuart Weitzman de ante negro mientras caminaba, absorta, degustando con la mirada los placeres de aquellas láminas Art Nouveau de Alfons Mucha. Sus bajorelieves, sus mezclas de color, sus enmarcados decorativos, los trazos finos con los que el autor daba forma a esas mujeres que ya eran eternas sobre los lienzos...

Liza Dralan disfrutaba de cada instante, dilatando el tiempo en ese excitante espectáculo para su alma. Muchos no entendían que la verdadera grandeza del arte es como de algo tan frágil como un humano, tan repleto de imperfecciones, de defectos, de inseguridades y de debilidades; de algo tan efímero como la vida de un mortal podía surgir tanta belleza, tanta verdad. Es, precisamente, por su falta de tiempo. Eso les impulsa a crear y a vaciarse en cada creación, a pretender un pedazo de inmortalidad que se relacione con su nombre, con su recuerdo. Es la urgencia de la vida, la presencia del fin y las inconscientes ganas de vencer a la muerte las que hacen que los artistas se rompan y viertan algo de ellos mismos en cada obra, incluso en cada acto.
Liza se detuvo ante una lámina que mostraba las cuatro estaciones en forma de cuatro mujeres enmarcadas con espléndidos marcos pintados que mostraban las virtudes de cada época del año. Extendió la mano y acarició la obra de arte. Solo ella tenía ese derecho, solo ella podía disfrutar de ese acto blasfemo que, poco a poco, consumía algo del color de la obra, algo de su brillo o de su trazo. Y es que todo el museo era suyo y suyas todas las obras que en él se exponían.

Durante años había querido tener a su cargo artistas que crearan para ella pero con el tiempo se había dado cuenta de que cuando un hombre recibía un pago por su arte, su arte dejaba de ser arte y pasaba a ser un producto, una mercancía y, como tal, estaba hueca de esencia, vacía de alma. Ella quería poder tocar el alma de los autores tal y como hacía ahora mismo con la primavera de la lámina que colgaba, bien iluminada, en una de las paredes blancas del museo. Frustrada por la falta de realidad en las obras que le entregaban había acabado matando a todos y cada uno de los "artistas" a los que había hecho de mecenas. Una lástima que, además, la hacía sentir culpable. Si no hubiera llegado ella para ofrecerles dinero a cambio de sus creaciones y los hubiera dejado en la pobreza o en la mediocridad podrían haber nacido un sinfín de obras puras... pero eso ya nunca pasaría porque ella había pervertido su alma con el dinero y los bienes; le había negado al mundo la posibilidad de esos legados maravillosos. Ahora se dedicaba a adquirir las obras de otras personas y poseerlas, tenerlas para sí. Lo único que hace grande al hombre.

La puerta de la enorme estancia se abrió y tras ella surgió una joven de modernos atuendos que portaba una tablet en la mano. Era Cristine, su secretaria y asesora.

- Miss Dralan, le recuerdo que la esperan en el Castillo de Praga para la Proclamación del nuevo Sheriff. Debe estar allí a las 22:00 por lo que debería empezar a prepararse -dijo, respetuosamente, la chica.

- De acuerdo -dijo Liza sin apartar ni la mirada ni la mano de la obra de arte que tenía ante ella- Que el coche esté preparado dentro de cinco minutos -concluyó la primogénita Toreador dando por zanjada la conversación al tiempo que Cristine cerraba la puerta tras de sí mientras asentía con la cabeza. Liza se quedó quieta un segundo y luego, como atravesada por un escalofrío, apoyó la uña de su dedo índice sobre una de las esquinas del invierno y, con taimado cálculo, rasgó un milímetro de la lámina arrancando madera y pintura por igual. Una leve muesca, una leve ruptura del alma que allí se hallaba encerrada. Y como si se tratase de un orgasmo, Liza disfrutó del instante con una mezcla de culpabilidad, rebeldía y éxtasis. Luego, se recolocó bien el vestido de ante también negro y abandonó la estancia, apagando las luces a su marcha.

Media hora después, Liza Dralan llegaba a la entrada del Castillo de Praga justo en el momento en el que Edward Pholl, primogénito Brujah, acababa de hablar con Josef Bauer.

- Caballeros -dijo Liza al tiempo que hacía una breve inclinación de cabeza en una dirección intermedia entre los dos de tal manera que sirviera como saludo para ambos. Y, seguidamente, entró. Pocas veces había visto Josef a una mujer tan extraordinariamente bella como aquella y aunque no era la primera vez que la veía, siempre le impactaba de la misma manera. La belleza, aupada por el poder de la sangre, puede incluso llegar a ser dolorosa.
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Re: [Relato] La primogenitura de Praga

#5

Mensaje por Theazlin » 05 Dic 2019, 11:46

Imagen La noche había tomado posesión, lenta pero inexorablemente, de las calles de Praga, extendiendo sus fríos dedos invernales para apresar cada rincón de cada callejón y atenazarlos con la oscuridad gélida propia del primer mes del año. Los hombres empezaban a abandonar las calles para resguardarse en sus hogares o en los viejos pubs obsequiando a la ciudad un aspecto hermoso, despojado de la muchedumbre que la habita durante las horas diurnas. Era, precisamente en las horas más oscuras, cuando Praga aún le recordaba a la ciudad de la que se había enamorado tantos años atrás, pensó Tomik Musil mientras, situado en el umbral de su mansión, miraba su reloj de bolsillo, lo guardaba y, seguidamente, miraba el reloj de pulsera que llevaba en su muñeca derecha. En frente, a pocos metros de él, le aguardaba, un hermoso Mercedes negro de aspecto antiguo cuyo motor parecía tan solo susurrar un continuo pero sutil murmullo grave.

Era Noche de Proclamación y él, como el resto de la primogenitura, había sido convocado en el Primer Elíseo de la ciudad, el Castillo de Praga, para formar parte de la restitución del cargo de Sheriff tal y como mandaban las Tradiciones. Quedaban tan solo poco más de treinta minutos para las 22:00, hora en la que su excelentísima les había convocado, y sin embargo allí se encontraba él; en silencio, esperando. El cielo tronó, a lo lejos se preparaba una tormenta. Tomik cerró los ojos y su corazón, exigido por su voluntad, bombeó. La sangre, espesa por la falta de riego, circuló de nuevo por su cuerpo y una punzada efímera de dolor le atravesó el pecho cuando las venas, contraídas por la inoperancia, se dilataron para dejar paso al fluído de la vida. Un matiz de color tintó su rostro. Antes del abrazo, el primogénito Malkavian había sido un hombre de tez relativamente morena, bruñida por las horas de duro trabajo bajo el sol.
Inspiró y apreció los matices del olor que impregnaban el aire, degustando la gama de aromas que tan comúnmente pasaban inadvertidos al mundo: hierba húmeda mezclada con algo de salitre, una pizca de rosa se entremezclaba con el hedor del caucho y el metal caliente, y un suspiro de levadura fermentada proveniente de algunos viandantes que ya habían dado buena cuenta de algunas cervezas. Entre todo ello atisbó el despunte de un olor característico, el de la sequedad. No iba a llover esa noche y mientras era consciente de esa realidad, su corazón dejó de latir y su rostro perdió el poco color que había adquirido. Fue entonces cuando las campanas de una iglesia cercana resonaron tímidamente para anunciar que eran las nueve y media. Con el primer tañido Tomik se encaminó hacia el coche, con un andar presuroso, repicando la suela de sus zapatos contra los adoquines. No iba a llegar tarde, no cuando era Noche de proclamación y todos estarían allí reunidos. Eso nunca.

Mientras el coche recorría las viejas calles de Praga en dirección a su destino, Tomik miraba por la ventanilla del automóvil y observaba. No se fijaba en la gente, pues eran fugaces destellos de la vida, que cual flor, se abren para desaparecer antes de poder hacer algo de provecho con ella; miraba los edificios, observaba el suelo, la tierra; contemplaba la ciudad... y recordaba. Recordaba el hedor de la mierda de caballo, el repicar de las herraduras en el suelo de piedra, le pestilencia de la muerte desatendida, de la enfermedad. Y como la lluvia era el deseado agente de limpieza que purgaba la ciudad, momentáneamente, de toda esa inmundicia. Se recordaba a él mismo, alegre y sonriente, desnudo, con los brazos extendidos, dejando que cada una de las gotas le limpiaran y se llevaran la mugre que acumulaba de tormenta en tormenta. Atesoraba esos momentos de felicidad como pepitas de oro y cuando se quiso dar cuenta su corazón latía de nuevo en un fútil intento por inspirar y, de nuevo, sentir ese olor. Pero claro, todo eso ya había pasado y de aquel joven atenazado por el hambre y la pobreza solo quedaba la cáscara. La dicha de vivir también se había esfumado, se había vertido entre las heces de caballo y el orín de los hombres cuando su sire había dejado que se desangrase en el puente Karlův una noche de primavera.
Furioso, en parte por el recuerdo y en parte porque su cuerpo había decidido inútilmente, al margen de su voluntad, pugnar por volver a la vida, Tomik cerró su puño derecho y dio un fuerte golpe contra el cristal del coche, el cual reventó en mil fragmentos, sembrando la calle de punzantes trozos de vidrio. Gregor, el conductor, dio un sutil volantazo fruto del sobresalto pero recondujo rápidamente el coche y prosiguió el camino sin mediar palabra, tal y como sabía que deseaba el señor Musil.

No fue hasta casi y cuarenta y cinco, un cuarto de hora más tarde, cuando faltaban quince minutos para las diez de la noche, que el coche no llegó hasta la plaza del castillo de Praga. Las farola habían mitigado su potencia, tal y como hacían siempre que se reunía la primogenitura, brindando a los vástagos un poco más de intimidad.
Tomik Musil, primogénito Malkavian, bajó del coche. Al cerrar la puerta, algunos trozos de cristal que aún no se habían desprendido, cayeron en el asiento del copiloto. Se colocó bien la americana, dio dos golpes sobre el capó del coche, una reminiscencia de los viajes en carruaje, y se giró para encaminarse al primer Elíseo.

Era Noche de Proclamación y eso siempre le ponía de buen humor.
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