Otros Mundos de Tinieblas

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Sebastian_Leroux
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#11

Mensaje por Sebastian_Leroux » 04 Abr 2019, 17:55

La representante:
- Where are we going, exactly?
- To the end of the rainbow.
Imagen

Desde la primera vez que la ví, cuando se presentó como Kathy Robertson, estrechándome la mano mientras me enseñaba su tarjeta de médico colegiada, no creí ni una sola de las palabras que salieron por su boca. Veintipocos, pelo recogido, un poco pálida, traje discreto y recién estrenado. No mentía mal, tal vez le faltaba algo de práctica y le sobraba un poco de entusiasmo, pero yo siempre he sido muy buena detectando la falsedad. Había sido un turno duro, con mucha carga de trabajo, y los gritos de Parker no habían ayudado a hacerlo más llevadero. Así que cuando me invitó a tomar un café y un trozo de tarta en la cafetería de enfrente del hospital, no me lo pensé dos veces. Y no por las 10 horas de trabajo que dejaba atrás, si no por las que me esperaban en casa.

Pensé que sería una representante farmacéutica, o algo así, y que querría vender al hospital algún nuevo kit de análisis clínico de dudosa eficacia y/o hinchado precio. O tal vez venía de parte de una de esas nuevas mafias que se lucraban en el mercado negro vendiendo productos hospitalarios robados; conocía a un par de compañeros, buenos tíos, que se habían cambiado el coche escamoteando medicamentos. Yo nunca había hecho nada similar, pero aquella noche estaba tan cansada que puede incluso que hubiera considerado cerrar un trato así, más por retrasar unos minutos la llegada a casa que por el dinero, aunque sabe Dios que no me sobraba. Por eso me sorprendió cuando, nada más coger la taza caliente de café que acababan de servirnos, ella me preguntó directamente por Frank:

- No sé de dónde habrá obtenido esa información, señorita Robertson – mi taza impactó con tanta fuerza sobre la mesa que varios clientes se giraron hacia nosotros – pero le aseguro que con una aproximación tan directa y grosera a la salud de mi marido no va a obtener usted nada de mí. Ni todo el dinero que pudiera darme nos sirve ya de nada - me temblaba la voz y era consciente de que el tic del ojo se me había descontrolado - así que sepa que dónde usted creía ver una debilidad no va a encontrar otra cosa que sea

- Siéntese, señorita Clark – las rodillas me fallaron, sin duda por la tensión acumulada y volví a acomodarme en la bancada acolchada que no recordaba haber abandonado – soy consciente de la desafortunadamente mala prognosis de su marido. Grado cuatro, nódulos afectados, metástasis en hueso y ambos riñones. No, cállese usted y escúcheme por un minuto, arrogante mujer. No importa lo que crea, no menciono a su marido para chantajearles o por crueldad, lo que quiero es ofrecerle de nuevo esperanza. Usted piensa que el sistema médico al que ha dedicado toda su vida le ha fallado, pero se equivoca. La realidad es mucho peor. No le falló, le traicionó. Existen soluciones para más enfermedades de las que nos enseñan en nuestras carreras, Alice – su tono era más dulce, pero igual de falso – o al menos las habría de no ser por ciertas personas y poderes de nuestra sociedad. Su marido, usted, no tienen porqué pagar por el egoísmo de otros

Incapaz de levantarme e incapaz de replicar a la lunática que tenía enfrete (¿tan cansada estaba?) empecé a llorar en silencio. Lloraba por el imbécil de Parker, que no sabía distinguir una pipeta de un matraz; lloraba por la pérdida de intimidad, por la falta de descanso, por no poder dormir más de tres horas seguidas, porque el mayor éxito del día sólo pudiera ser que Frank no cediera a la enfermedad otro reducto más de dignidad, otra isla del menguante archipiélago de autosuficiencia. Pero sobre todo lloraba porque si estaba delante de esta niñata en uno de los locales que servían peor café en todo el barrio no era por mi cansancio ni por mi avaricia, si no por mi egoísmo. Por querer retrasar diez miserables minutos más lo inevitable. La llave en la puerta. La mirada vacía. La constatación.

- Es usted una mujer lista, Alice, así que ambas sabemos lo que mañana hará cuando vuelva al hospital, no merece la pena pararse en ello – me estaba abrazando, en un gesto totalmente frío y carente de intención, sólo para poder despedirse susurrando unas últimas frases al oído - Voy a decirle lo que va a encontrar y lo que no. Encontrará que hasta hace un año yo trabajaba en el departamento de hematología del Eastern, que era una médico prometedora, pero que renuncié hace un par de meses sin motivo aparente. No encontrará que tuve que abandonar mi puesto por presiones, porque había más gente interesada en parar mis investigaciones que en que progresaran. Tampoco logrará encontrarme, pero no se preocupe por eso. Yo la encontraré.




Me zafé de su abrazo trastabillando hacia atrás. No podía creer la arrogancia de esta mujer. Me giré sin despedirme y salí bufando a la calle, maldiciendo mi debilidad. Conseguí bloquear sus palabras finales durante un par de horas, pero la primera grieta en mi voluntad apareció mientras le curaba las llagas de la espalda a Frank: es increíble como un cuerpo casi inerte por la pérdida de masa muscular puede aún contraerse violentamente a causa del dolor. Fue la primera de muchas durante aquella noche. Mentiría si dijera que cuando salí del hospital la noche posterior casi me decepcioné al no distinguir entre las cabezas de la gente el pelo recogido de la señorita Robertson. Me decepcioné totalmente. Sin embargo, la sensación de boca seca me duró el trayecto hasta casa: cuando doblé la última esquina, apoyada en el portal, estaba su virgílica figura, vestida con la misma ropa de ayer, con la misma sonrisa falsa. Las preguntas discretas que había realizado durante mi turno habían confirmado palabra por palabra la hisotria que me había contado ayer. Sin mirarle a la cara abrí el portal y me dirigí al ascensor mientras ella entraba tras de mí.



- ¿Por qué nosotros?– le pregunté, en voz muy baja, mientras pulsaba el botón de llamada.

- Porque me resulta usted útil– admitió, esta vez sí, con toda la sinceridad del mundo – El principio terapéutico que estudio se obtiene a partir de la sangre humana, de cualquier sangre humana, pero la cantidad de sangre que puedo obtener por mi misma es limitada y ellos vigilan las unidades de donación y hematológicas, como en la que yo trabajaba. Y necesito mucho volumen –un escalofrío recorrió mi espalda- Sin embargo, las unidades de análisis clínico como al que usted pertenece no se encuentran ni tan limitadas ni tan vigiladas. Dígame ¿cuántas muestras de sangre llegan a su laboratorio al día, doctora? ¿Quinientas? ¿Ochocientas? ¿Y qué cantidad de sangre por muestra no se llega a usar nunca para el análisis?.




- Dado que somos el centro de referencia de la zona procesamos unas mil doscientas muestras hematológicas diarias de media, de las que después hay que destruir más de dos terceras partes de cada muestra, unos 10 mililitros, que no se llegan a emplear – mis palabras salían vacías, huecas; entramos en el ascensor.

- Ahora le pregunto, doctora, y piense la respuesta porque de ella depende que yo, hoy, entre en su casa y trate a su marido. ¿Qué cantidad de sangre mensual piensa que podría conseguir escamotear de esas proporción no usada sin levantar sospechas en su laboratorio?

Hice un rápido cálculo mental y ahora sí, le miré a los ojos por primera vez esa noche. Brillaban, y eran lo más terrorífico que había visto en mi vida.

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