"Not all those who wander are lost"
(No todos los que vagan, andan perdidos) -J.R.R Tolkien, All that is gold does not glitter (LOTR)
Aymar había dejado a Quebranto en el establo de aquella tan curiosa edificación. Era un edificio rectángular de piedra blanca con un techo piramidal de teja gris, casi negra, que era coronada por una vistosa y florenzada cruz. Su planta, que no era ni grande ni pequeña, estaba rodeada en si por una arcada, de bóveda de medio cañón de mampostería, y unidos entre sí por una forja de metal negro, enclaustrando el recinto.
En el fronte, una escalinata gastada de no de más de una zancada y rodeada de musgo allá donde los pasos no posaban, y unos travesaños de madera ataviados con parras que daban agradable sombra, que se extendían desde la puerta hasta el pozo. Contaba el dintel de la puerta con un curioso crismón con letra serigrafiadas, que el aspirante hermético, se había convocado a examinar más tarde. En la parte posterior del complejo, existía un acceso al osario, donde un muro fresco de adobe recordaba los nombres de quienes entre aquellas arenas reposaban.
Habían otros animales allí dispuestos, tales como cabras, otra mula y una vaca, y le sorprendió en demasía, la ausencia de criados o personal, máxime cuando lo comparaba con la alianza de donde él mismo provenía.
El templo hacía a las veces de hospedería, aunque ahora andaba vacío, y a la bancada para el descanso, bajo las vides, se le unía la existencia de varios dormitorios comunes, con colchones de paja sobre el suelo. Pasaron hasta sus aposentos, un dormitorio más acomodado, y Garcés vio un taller con los utensilios propios de un droguero, una pequeña capilla, y una enorme cocina, sin duda la sala más grande de todas, con enormes tinajas, donde olía a leña, cenizas, chacina y a restos de la matanza. El mensajero dio allí, buena cuenta de una hogaza de pan con leche, y mientras departía con el señor Elizalde, sonó la puerta. Nueves veces, lo que hizo arquear las cejas del dueño del hostal.
Juan descendía el enterragado camino de la colina aún en lomos del caballo prestado, y con la tristeza como sombra. Iba sin rumbo y el hambre le apretaba ya el estómago, con la fuerza de mil agujas. Había osado preguntar por el tal Sancho a algún vecino que se había encontrado en las diseminadas casas del lugar, sin encontrar respuesta que le agradara.
Cuando los olores de las chimeneas de las tabernas llegaron a sus fauces, no pudo evitar el deseo de parar y saciarse. Al fin y al cabo era peor morir de hambre que insertado por cinco espadas. Darse un buen festín, bien merecía el riesgo, y hacía varios días que no comía en condiciones, así que no lo dudó cuando se agitó al bolsa y sintió el peso de las monedas. Y si no poseyera de cuartos, bien que podría encasquetar alguna de aquellas piedras que solo maldición le habian traido.
Pero entonces, casi a punto de desmontar, vio el fronte de un templo, donde un crismón era rodeado de dos leones, y un súbito escalofrío recorrió su cuerpo. Había visto antes aquellas dos figuras, enfrentadas, sin el cristograma en medio. Cerró los ojos, imbuyéndose en los recuerdos, y la pena volvió a invadirle, pues descubrió claramente, casi como si pudiera palparlo, la portada del libro de su maestro. Allí donde anotaba sus quehaceres y aventuras, como hubiera dado fe en tinta, de como había encontrado gemas del manto del Apóstol Santiago, y se las había entregado en sacrificio a su alumno favorito para que por fin entrara en la selecta sociedad de las artes elevadas. El joven Jaime había dado descanso al burro, y caminaba junto a él en el último tramo del camino. Descansaba su mano sobre el cuello, mientras disfrutaba el glotón animal de una manzana que le iba dando su dueño a modo de golosina, y también por que no decirlo, para que aligerara su marcha y no se pusiera perezoso y despistado en aquel vergel de hierba que eran las orillas del camino.
Rememoraba las primeras noches en soledad que había pasado, donde su fe le había protegido del miedo, sobre todo cuando escuchó los aullidos de los lobos, y pensó en las ganas que tenía de encontrar charla y compañía, pues Noir, por muy fiel y amigable que fuera, devolvía el cariño pero no las palabras, y había valido aquel poco tiempo para darse cuenta que podría enloquecer de seguir compartiendo soliloquios con tan noble animal.
Supo donde acercarse. Ya había diferenciado su manto blanco de ladrillo coronado en gris oscuro, desde la última de las lomas por las que había pasado, y había adivinado que allí correría su suerte. Se acercó con cautela medida, pues si bien su mentor le había dicho que el tal Elizalde no juzgaría su fé, no dejaba e entrar en otro templo cristiano, y así se lo indicaba el crispón que afloraba perfecto en el tímpano del dintel de entrada.
Vivere si qveris qvi mortis lege teneris: Hvc svplicando veni. renvens fomenta veneni. Cor viciis mvnda. pereas ne morte secvnda.*1
Habían más textos en lengua muerta, y más misterios por adivinar en aquel mutus liber que ofrecía el portico, pero le pareció descortés, y sobre todo bochornoso, que lo encontraran husmeando por el lugar, sin haber presentado sus respetos ante el tal Sancho Elizalde. Así que alzó su puñó y lo hizo sonar contra la gruesa madera de su puerta. Nueve veces, como le había dicho su maestro.
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