I.
La carcajada se extendió por el grupo de adolescentes de manera salvaje e histérica.
- Que bruta eres María.
- Lo que quieras, pero te juro que es cierto, palabra por palabra.
- ¿Hasta lo del calcetín?
- Especialmente lo del calcetín, Marcos.
- Joder, parad ya, que se me corre la máscara.
Los cinco chicos, casi mayores de edad, estaban de botellón de madrugada en pleno centro de Barcelona, en el paseo que transcurría paralelo al puerto viejo, a unos metros del Monumento a Colón. Aunque la zona era turística y comercial, la hora, casi las 6 de la mañana, permitía a la cuadrilla disfrutar de manera discreta de los restos de alcohol de la jornada y hacer tiempo hasta que se abriera el after en el que curraba uno de ellos. La noche moribunda auguraba ya un caluroso día de junio en la ciudad mediterránea, y la humedad portuaria completaba la receta olfativa de la escena: alcohol, sudor adolescente y salitre marino.
De repente, un viandante. Marcos y Xavi le había visto por el rabillo del ojo ya hacía un buen rato, tambaleándose, sin duda por los efectos del alcohol, en su dirección; pero la historia de María les había hecho olvidarse del hombre el tiempo suficiente para que el tipo se acercase hasta que era posible distinguir sus rasgos faciales. Era un hombre negro de unos 30 años, con una cicatriz en su mejilla derecha, y una cara de haber consumido algo más que whisky cola y chupitos. Había algo en su rostro, en concreto en sus ojos, inyectados en sangre, que no gustó nada a los chavales.
- María, María, tía ambos amigos obligaron a la protagonista, aun carcajeante por su propia anécdota, a apartarse de los brazos que el desconocido había alzado con cierta torpeza hacia ella.
- ¿Qué cojones haces, cabrón? le dijo la chica, en seguida, encarándose con él.
- Déjalo, déjalo, María Anna corrió hacia su amiga para apartarla del tipo, que había empezado a forcejear con Albert, el más grande del grupo, y también el de menos reflejos.
- ¡Suélteme, suélteme!
María y Xavi empezaron a forcejear con el hombre y a golpearle para que soltara a su amigo, pero lo que se había metido el desgraciado no mermaba su fuerza, con la que apresaba con un punto de desesperación los brazos del chaval. Algo febril y vidrioso en el fondo de las pupilas del atacante aterrorizaba a Albert mucho más que el contacto físico.
Al fin, una patada bien dirigida de María desequilibró al hombre, que cayó de rodillas al suelo, desorientado. Arropando a Albert, el grupo de amigos en seguida se alejó del apestado, mientras le insultaban con todo lo que se les ocurría. Xavi llego incluso a arrojarle uno de los botellines de cerveza, que se hizo añicos en el suelo a medio metro de la cabeza de aquel borrracho.
La última vez que uno de los muchachos se giró, ya en la distancia, pudo ver como el hombre había reemprendido la marcha, aún tambalente, por la orilla del puerto, hacia el norte.
Si hubieran girado la esquina unos segundo más tarde, apenas los que los primeros rayos de la mañana tardaron en asomar por detrás de la mole de Montjuic, tal vez habrían oído el golpe seco sobre el agua. Y después el silencio.