
La verdadera generosidad desconoce cualquier límite.
Es la última frase que alcanza a decir, porque la avalancha familiar comienza a organizar la mesa. Antes que des cuenta, ya está todo servido y estás sentada ¡al lado de Perséfone! La muestra máxima de entrega, moverte al costado de la matriarca.
Además, te sirven primero… incluso antes que a ella. Mejor será que vayas comiendo, la mesa está desbordante y todo luce delicioso. Ya ha pasado la mala impresión y todo el mundo te saluda por tu nombre. Los platos y las bandejas danzan sin parar. El postre llega y agradeces que Perséfone haya reparado tu vestido, porque los botones están por reventar.
Otro destello en el tiempo, te despides y subes a la carreta de Angelino. Por supuesto que no lo has desviado, es la misma ruta que haría cualquier día. Aquélla que permitió que te encontrara. Llegan a la ciudad y la diligencia que está por salir justo tiene un asiento disponible. Entregas las monedas al cochero y dices adiós al buen lirista, asegurándole que vendrás de visita algún día.
Ya poco te importa si te lo permite tu madre. Sabes que volverás y que ni ella podrá impedirlo. La otras 3 personas con las que compartes el transporte parecen saber quién te ha venido a dejar y respingando sus narices te dejan en un rincón sin hablarte en todo el viaje. Conversan descortésmente de cosas de la burguesía, del tráfico de especias y telas. Nada muy trascendente, pero piensan que jamás entenderías lo que dicen.
Hablan en florentino, por lo que sabes exactamente que te está despreciando. Así que el viaje se te hace extrañamente divertido. Llegando a destino, hay una góndola esperándote. Tu padre está a bordo y las tres personas se dan cuenta quién eres en realidad. Se escabullen rápidamente sin decir palabra.