


Era noche cerrada y Montreal se mostraba en calma. El frío punzante del invierno parecía limpiar aquella noche las calles de transeúntes y abocar al silencio La ciudad de los cien campanarios que, en letargo, aguardaba el regreso del día para despertar y regresar a sus calles el bullicio de la nueva semana. En poco más de seis horas las vías se llenarían de hombres de negocios, repartidores, trabajadores y algún ocioso madrugador que esquivarían, sutilmente, a los encargados de salar la nieve y el hielo de las carreteras y aceras; las conversaciones invadirían las esquinas y las cristaleras de los bares, abiertas al fin, mostrarían a la clientela, café en mano, prepararse para una larga jornada de trabajo.
Pero en ese momento, la ciudad dormía. Y las campanas empezaron a sonar anunciando, a quien quisiera escuchar, que eran las dos de la madrugada. El viento y el mutismo en el que estaba sumido Montreal se encargaron de que el redoblar de las diferentes basílicas se entremezclase conformando un todo acústico que rozaba lo místico y se extendía, rápidamente.
Aquella noche los cainitas de la ciudad estaban citados en el local "Zarpas y cuchillos" para formar parte de un ritual de concordia organizado por Los Relojeros. A nadie había dejado indiferente la invitación, especialmente tras el anuncio de la Arzobispo Valez, unas noches antes, de retirar a la cofradía organizadora del evento parte de su dominio. Algunos, la mayoría, interpretaron ese gesto por parte del Ductus Víctor y sus hermanos de manada como una aceptación sumisa de la hostia política que acababan de recibir, algo que no había mejorado en demasía la opinión que sobre ellos podían tener. ¿Qué clase de Sabbat recibe un golpe y, sumisamente, se arrodilla para agradecerlo? Más de uno habría escupido al suelo en un claro símbolo de rechazo y desprecio por un acto que podría llegar a recordar a los miserables Camarilla... pero, lo cierto es que habían organizado un ritual de concordia con el fin de apaciguar la escalada de tensión que había sufrido la ciudad con el velado enfrentamiento entre Valez, Benezri y Ezekiel y estando avalado por la Arzobispo era casi de obligada asistencia para, al menos, los ductus del resto de cofradías.
¡Qué altiva iba a mostrarse Valez! Abofetear a alguien para que, a continuación, te extiendan la alfombra roja y le pongan la otra mejilla.



El local de Los Relojeros, un pub clandestino que era parco en su apariencia exterior pero que descubría un mundo de sangre y espectáculo, especialmente cuando se descendía a los sótanos, no se había engalanado especialmente para la ocasión. Sobrio, bien cuidado y ordenado. Tal vez, en parte, un fiel reflejo del carácter de la Cofradía que lo regentaba. En la entrada un hombre alto y fornido dejaba pasar solo a aquellos que mostraban la invitación que les había llegado y en su interior les recibían dos camareros que, elegante y educadamente, les invitaban a cruzar el local y descender a los sótanos, lugar donde acontecería el ritual que congregaba a los cainitas de la ciudad.
Tras recorrer una ancha escalera metálica poco iluminada el pasillo se ensanchaba para mostrar un lugar completamente distinto. Abrazado por el hormigón y la piedra desnuda y acompañado por un profundo y denso olor a cerrado que parecía haber impregnado hasta la esencia misma del lugar se abría ante los ojos de los recién llegados un altar a la lucha. Desde los palcos abiertos los invitados podían asomarse para ver un cuadrilátero en el que se vertía sangre y sudor y en el que los combatientes, cuando los hubiera, solían ofrecer gratos espectáculos de dolor y a veces muerte a los adinerados que pudiesen permitirse un acceso a los Sótanos de Zarpas y cuchillos.



Aquella noche, no obstante, nadie pagaría dinero alguno por la entrada. Aquella noche los asistentes no contendrían la respiración ante el golpe de gracia de uno de los combatientes. Aquella noche es posible que los mayores monstruos de todos no estuvieran abajo luchando...