Mientras, Ness, en la arena, observaba a los presentes como los gladiadores de antaño miraban a la plebe reunida en el Coliseo, su contrincante recuperó el sentido. Ness lo supo por el profundo gruñido animal que emitió antes de ponerse en pie, tambaleante. Se quedó unos segundos allí, de pie, inmóvil hasta que de nuevo, con un rugido de dolor, cayó de rodillas mientras su piel reabsorbía los huesos fracturados que sobresalían de sus articulaciones. Sus pétreas capas de exoesqueleto negruzco parecían deshacerse hasta convertirse en una sustancia gelatinosa de color verdoso que se desprendía lentamente de su cuerpo hasta caer al suelo. Durante el proceso de liberación se podía ver como la piel, tirante, sufría pequeñas heridas que, gracias a los dones de Caín, se curaban pero no por ello debían de doler menos cuando se producían. Su rostro, una masa apenas reconocible como tal, mutaba de forma al son de los crujidos óseos de su mandíbula y estructura craneal. Muchas veces la vicisitud se cobraba un alto precio en dolor y aquella era, sin duda, una de esas veces.
Finalmente, y tras un rato de agonía, la mujer volvió a ser relativamente reconocible. Sus facciones no habían retornado exactamente a su estado natural y aún restaban resquicios de sustancia verde y escamas negras en su piel que, por otra parte, se mostraba sin tapujos pues la ropa que había llevado había quedado hecha jirones. La mujer dedicó una fría mirada a Ness antes de bajar el rostro y abandonar la arena, arrastrando ostensiblemente su pierna derecha que, más larga y más flácida, aún no había recobrado su estructura natural.
Ness abandonó la arena unos instantes después, justo antes de que Cotonbuchè anunciara el siguiente combate. Alex Camille, en representación de Las Reinas de la Misericordia, lucharía contra una joven desconocida que parecía estar bajo la protección de la mismísima Béatrice L'Angou, ductus de Los Bibliotecarios. Ambas Cofradías apoyaban públicamente a Alfred Benezri en su pugna por el poder de Montreal así que más de uno de los presentes desviaron su mirada hacia el obispo sin saber muy bien el por qué. Éste se mostraba inalterable. Sentado en su asiento parecía observar más que disfrutar los acontecimientos que Los Relojeros habían preparado en aquel extraño ritual de Concordia.

Alex Camille se adentró en la arena del Zarpas y Cuchillos y lo hizo cabizbajo, como apesadumbrado. A nadie se le escapaba que a pesar de ser un guerrero formidable el ansia de combatir y de matar no era un vigoroso incendio en su interior que lo consumiera todo a su paso como sí les sucedía a algunos de sus hermanos, y sus inquietudes existenciales le habían llevado a mantener algunas conversaciones interesantes con Alfred Benezri acerca de la inmortalidad y del tiempo que es había sido concedido. Otros, en cambio, lo consideraban frío como el hielo y lo habían visto matar con terrible efectividad. Aquella noche, allí, en medio de la arena, daba la impresión de ser un escuálido tipo avejentado por una enfermedad que ya no le consumiría jamás pero que se había hecho eterna junto a su portador.
Unos segundos después accedió a la zona de combate la elegida de Los Bibliotecarios. Su cabello, largo, ondulado y rubio, así como su rostro fino y suave el cual albergaba dos ojos azules intensos, ayudaba a dar la impresión de ser un faro en la penumbra, una luz en la opacidad de septiembre; tal era su belleza. Su movimientos eran taimados, tranquilos y sosegados. ¿Confiados, tal vez? ¿O simplemente producto del divagar de un espíritu que recorre, impasible, los senderos de un sinuoso laberinto?
—Queridos —resonó la voz de Béatrice L'Angou desde lo alto de la Gradería—, os presento a Marina Firerose, nueva miembro de los Bibliotecarios y chiquilla mía. Que este ritual, auspiciado por Los Relojeros con el fin de abocar paz y concordia a nuestra noche eterna sirva como marco para presentarla ante sus nuevos hermanos. En un futuro no demasiado lejano una de vuestras Cofradías será citada para ejercer su derecho y deber como Testigos en el Rito que deberá superar. Todos los presentes —añadió Béatrice mientras extendía la mano abarcando a los invitados—, al igual que sus hermanos de Cofradía y yo misma, deseamos que la Sombra del viento que se cierne sobre Montreal no venza a nuestra nueva hermana y pueda emerger del cementerio donde yacen las historias de nuestros hermanos ya olvidados para glorificar al Sabbat y a sus ideales.
Marina hizo una breve inclinación de cabeza hacia su sire, tal vez agradeciendo el discurso, y a continuación se giró hacia Alex Camille, el cuál ya estaba preparado para entrar en combate.
— Empecemos —dijo Camille justo antes de convertirse en un borrón en el aire. Su velocidad era endiablada y antes de que nadie se diera cuenta, estaba peligrosamente cerca de Marina, la cual musitaba palabras al viento como elevadas al Parnaso Griego mientras movía levemente las manos.
Unas afiladas y amenazantes garras habían rasgado carne y asomaban de los puños de Camille al tiempo que llegaba hasta su contrincante. El combate estaba apunto de terminar y entonces, como de la nada, construyendo un palacio de sombras a medianoche, la oscuridad envolvió la arena engullendo a ambos contendientes. Ningún sonido escapaba de aquella cárcel de pura oscuridad que parecía capaz de hacer reos del infierno a los propios ángeles que, ensimismados en sus juegos de bondad, podrían ser prisioneros del cielo en las mismísimas tinieblas.
Pasaron segundos y luego minutos. Algunos de los presentes en la gradería del Zarpas y Cuchillos empezaron a impacientarse. Y en un mero instante, la oscuridad empezó a disiparse dejando tras de sí una densa neblina. De ella surgió la figura de Camille aún con las garras extendidas.
— Abandono —escupió dirigiéndose directamente a Cotonbouchè y luego dedicando una furibunda mirada a la ductus de Los Bibliotecarios. Cuando pasó por la poterna de salida propinó un puñetazo cargado de rabia y frustración que rasgó, con sus garras, madera y piedra. Su impactó resonó en la arena como si un martillo hubiera destrozado un clavo solitario.
La bruma que inundaba el centro de la arena se dispersaba poco a poco y en su interior se podría vislumbrar la figura de Marina Firerose, alzándose en ella como una princesa de la niebla.

Carlos Ruiz Zafón (Barcelona, 25 de septiembre de 1964 — Los Ángeles, 19 de junio de 2020) -- DEP
Sirva la inclusión de todos los títulos de sus libros en este mensaje como ínfimo tributo