Tras dejar en manos de su chiquillo los primeros designios de la no-vida de la que iba a ser su nueva compañera se levantó, cruzó la habitación y se tumbó junto a la exclusa que daba acceso a la Venecia subterránea.
Ojo Puto, respetando el deseo de descansar de su «Padre», le dejó hacer y buscó su propio rincón donde pasar las horas de luz, pero antes se aseguró de velar por el descanso de su sire, de la que iba a convertirse en su hermana de manada y de sí mismo volviendo a comprobar que ni a través de las ventanas tapiadas, ni de ningún agujero en la pared, el sol iba a sorprenderles en pleno sueño con su letal mordedura.
Una vez estuvo satisfecho fue junto al horno, se acostó a su lado y lo miró fijamente perdiéndose durante unos minutos más en sus propios pensamientos. Mucho había que hacer y la duda sobre qué se encontraría al regresar a Florencia llevando de la mano a la pequeña muñeca de porcelana, agitó su ánimo hasta que al ritmo que marcaban las pocas llamas que quedaban vivas, fue sumiendose, poco a poco, en un inquieto letargo...apagándose, por esa noche, junto con ellas.

A la noche siguiente, incluso antes de abrir los ojos, supo que Ignacio les había dejado. La presencia de su Padre y mentor siempre había sido para él como esa caricia invisible que procura la cercanía de un ser querido, pero en ese momento, navegando a bordo de una vigilia inconclusa, no pudo sentir rastro alguno de él. Ni físico, ni espiritual.
Eso le procuró una desazón que le animaba a seguir tumbado en su improvisado lecho, postergando el momento de enfrentarse a sus deberes al menos durante un par de horas más. Sin embargo, otra presencia, de pie junto a él, le acuciaba a dejar de lado toda duda y nostalgia. El nosferatu entreabrió los ojos a tiempo de ver dos pequeños pies desnudos pegados a su cabeza, inmóviles salvo por un pequeño temblor nervioso.
Sobre ellos, unas delgadas piernas apenas sostenían el enjuto cadáver de una asustada, casi quebradiza, niña inmortal. Ricardo se incorporó hasta quedar sentado y miró hacia arriba encontrándose con un rostro tan pálido y suave como una mortaja. Tras la cara de alabastro, unos diminutos ojillos le miraban brillantes con la misma dosis de curiosidad que de temor.
Pasaron así, en silencio, un largo minuto. Observándose e intentando dilucidar cuál sería la mejor manera de empezar una relación que podía convertirse en eterna; atendiendo sin palabras a la primera impresión que uno tendría sobre el otro.
Sin embargo, ambos sabían que debían romper ese silencio, pues seguían estando en un feudo hostil para los dos y, ahora, ya no tenían un Padre al que recurrir. Ni uno, ni otra.