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El viento arrastraba una voz cruel y el olor de la plaga, la calle estaba casi desierta, pero en los adoquines se apilaban los cadáveres de aquellos consumidos por la peste. Webster y Macmarmigan anduvieron en silencio, distantes el uno del otro, como náufragos en un mundo que se desmoronaba. El botánico sentía que su alma se resquebrajaba, su familia inmortal había sido aniquilada, su esposa llevaba casi dos semanas sin saber nada de él y, quizás, se hubiera unido a los muertos que se pudrían en el empedrado. Oscuridad, completa oscuridad, pero como en un túnel, se sentía atraído a Old Craig, viejo asilo, Bedlam nórdico de sueños marchitos. Aquella parecía la única salida, el único final. La mirada de su amante con el cráneo destrozado volvió a su mente, sus ojos apagándose en aquel sótano donde también él había muerto, McNeill…
Para Macmarmigan el olor era aún más penetrante y mientras seguía la llamada su mente trataba de apartar de sí el dolor que la enfermedad que empezaba a manifestarse le estaba provocando. Su piel quemada había empezado a desprenderse, cual leproso, su carne hervía con el calor de un virus recorriendo sus venas. Su joven hermano pronto se hundiría en la sima infecta que se había convertido esta ciudad, si no lo había matado antes aquel cabrón de Mesmer. Una cosa era segura, no debía, no podía confiar en nadie. Incluso los hombres de honor escondían secretos en la sociedad vampírica, pensó mientras recordaba el tercer ojo del maníaco De Molay.
Mientras se alejaban de aquel majestuoso pórtico marmóreo que fue el hogar y el templo de los Dunsirn, el industrial atisbó a cuatro criaturas colosales y musculosas adentrarse en él, seres de negro pelaje como el que habían torturado en el sótano. Tal vez un equipo de rescate, tal vez una expedición de castigo. Llegaban tarde en ambos casos y sucumbirían también a la espada del templario.
Un dolor agudo cruzó la mente de los dos arcanistas, ÉL había despertado, el Dios de la plaga, KUPALA. De pronto sintieron sus huesos retorcerse de dolor y su carne licuarse, el demonio había vuelto para beberse sus almas y consumir toda la ciudad. Fue entonces, cuando en la penumbra ya alcanzaban a ver Old Craig a doscientos pasos, cuando el agua comenzó a deslizarse desde la umbra a la realidad. El suelo vomitaba agua salada y pútrida, como si la ciudad entera hubiera sido transformada en una cloaca o quizás hubiera sido siempre así, pero ahora podían sentirlo. El negro líquido ascendía lentamente arrastrando los cadáveres, convirtiendo Edimburgo en un pantano, una marisma donde el dragón pronto saldría a cazar.
Webster recordó entonces el ouroboros, la serpiente de muerte y reencarnación, criatura ofidia de sabiduría y misterio, devorador primigenio de las profundidades. Aquel ouroboros era lo que se alzaba, aquel místico monstruo que había empezador a devorar a su presa tras un largo sueño.
Alice les esperaba en la puerta del Old Craig, cogiendo dulcemente la mano superviviente de una descompuesta Lady Leah. Sobre ellos, la fachada victoriana del manicomio se cernía aguda con sus largos ventanales, invitándoles a adentrarse en su fatídica morada. La niña mostraba odio y determinación en su rostro, una expresión cruel para un ser tan inocente. Lady Leah mostraba el horror de la locura, la desbordante revelación de quién sabe que va a morir y ha visto demasiado.
-Os esperábamos- dijo Alice, casi sin pensar- se oyen voces en el interior, una canción.- Todos podían oírlas si aguzaban el oído, un canto lejano, el batir de las olas sobre las rocas de la lejana Carcosa, un refugio en la tempestad.