7 de febrero de 1997

El ocaso trajo consigo la vuelta de la consciencia. El mágico momento en el que el sol desaparece de la vista para dar paso a las horas de oscuridad había sido para el humano Lennart un instante sutil, delicado, del que disfrutaba sobremanera apoyado en el murete de la Chiesa di Santa Maria del Monte Cappuccini, mirando al Po y al fondo, muy al fondo, la majestuidad de los Alpes.
Pero esos eran tiempos que se fueron para no volver. Y ni siquiera una vida eterna, mucho menos "esa" vida eterna, los traería de vuelta.
El último alba les había enviado a cada uno a sus estancias, sumidos en sus propios pensamientos. Sobre todo a Marcelo, se dijo el Lasombra, el cuál volvió a repasar lo sucedido la noche anterior: la muerte, no, el asesinato, se corrigió, del obispo, el comportamiento de los animales sobre todo en su refugio, la perturbadora imagen descrita por el Brujah. La Manada Sin Nombre tenía mucho que tratar antes de ponerse a actuar, y eso le preocupaba al controlador cainita.
Escogió sus ropas con cuidado, con una mirada desdeñosa a la bolsa donde yacía lo que quedaba del trasiego por las cloacas y que iría a la basura ipso-facto. Para esa noche: pantalones "dockers", zapatos cómodos, camisa con los puños doblados hasta el antebrazo. Preparado.
Los minutos previos al sueño diurno los había estado pensando en cómo ayudar a su Coterie en estos momentos, en como utilizar su posición como Sacerdote de los Sensa para darles un empujón sobre todo anímico. Y llegó a la conclusión de que una Vaulderie les vendría muy bien.
Una Vaulderie especial.
Lennart volvió a la habitación de Fiorella y recogió uno de los alfileres que utilizaba la joven para sus trabajos de "reconfiguración de muñecas", por llamarlos de algún modo. Sacudió la cabeza, absolutamente innecesario vivir así, pero cada uno..., concluyó antes de abandonar la pestilente estancia para dirigirse al refugio de Alessa. Entrar allí le devolvió la paz espiritual. Sí, estaba seguro que era lo que necesitaban, así que abrió uno de los cajones para tomar una de las cuentas de cristal que allí había. Una pequeña, de color azul, la cual compliría su función a la perfección.
En esos dos objetos, se dirigió de nuevo a su habitación para recoger la cazoleta militar, la misma de su primera Vaulderie en Florencia. La mantenía siempre lista, preparada. Con esos tres objetos en las manos, se dirigió a la estancia común, al rincón que reservaban para reuniones, rituales, discusiones, charlas amistosas, enfados, reconciliaciones, para todo lo que hace de un grupo una familia.
Y sobre la mesa, dispuso esos tres objetos, y sentado en una silla, buscando las palabras adecuadas, Lennart esperó a sus hermanos.