
DÍA 28: ¡MURCIÉLAGOS!
El desafío era entrar en la casa, quedarse cinco minutos y traer algo del interior. En principio, no parecía muy difícil. La mansión Hollander llevaba deshabitada desde hacía al menos cincuenta años, cuando su último dueño, el viejo Hollander, se había caído por las escaleras y lo habían encontrado con el cuello roto en el suelo, con su cuerpo con los comienzos de la putrefacción, la mandíbula desencajada en un grito impotente y los ojos desorbitados o mirando el techo.
O por lo menos eso era lo que se contaba, una historia transmitida de una generación de niños a otros, contada entre murmullos de excitación y miedo. Con el tiempo, por supuesto, la historia había crecido. Se decía que el viejo Hollander no había muerto en un accidente, sino que el diablo lo había arrojado por las escaleras, que su fantasma todavía habitaba la casa, que al Sr. Barkeley, el conductor del autobús se le había quedado el pelo blanco desde que había entrado de pequeño en la casa... Y mientras tanto, la mansión Hollander, a pesar de su vejez, se mantenía firme sobre sus cimientos, desafiando el tiempo, y su historia crecía como la maleza de su jardín. Y sus ventanas parecían ojos desconfiados hacia todos los que pasaban por delante.
Una noche de otoño, Stewie desafió a Timmy. Si quería unirse a la pandilla del barrio tenía que entrar en la mansión Hollander, quedarse cinco minutos y traer algo del interior.
Y Timmy había aceptado. No le había gustado abrirse paso entre la maleza sacudida por el viento. Le habían dicho que tenía que trepar por la ventana rota del primer piso que había perdido los postigos, y adentrarse en el oscuro interior.
Por supuesto, se había traído una linterna, y bajo el halo de luz blanca la oscuridad se echó a un lado para dejar paso a una serie de estancias cubiertas de polvo, telarañas, muebles rotos y desvencijados, nada que alarmara a Timmy.
Mientras contaba los cinco minutos en su móvil, paseó por las habitaciones, pensando en qué podría llevarse. Vio un vaso roto en el suelo, un libro podrido y acartonado por la humedad al que le habían crecido hongos, y sus pasos lo llevaron hasta el amplio salón principal.
La luz de su linterna iluminó la chimenea, y sobre la repisa del hogar vio una bola de cristal. Se acercó y comprobó que era una de esas bolas de adorno que cuando la agitas hacen caer copos de nieve sobre un paisaje. Extendió la mano, agarró la bola y la sacudió instintivamente. Sería un buen trofeo para poder unirse a la pandilla.
Y entonces un revoloteo agitado descendió por la chimenea, y una nube de murciélagos se extendió por el salón, como un remolino de alas oscuras, rodeando a Timmy. Normalmente no le tenía miedo a los murciélagos, pero aquellos bichos no parecían nada naturales, con su revoloteo coordinado, y sus agudos chillidos.
Y en medio de la nube apareció un rostro pálido y arrugado, con dos ojos negros sin pupila y una boca abismal que aulló:
-¡SUELTA ESO!
Timmy soltó la bola de cristal aterrorizado, se meó encima, y salió gritando y aullando. Saltó por la ventana y contagió su terror a sus compañeros, que se le unieron en un coro de gritos.
Malditos críos. El viejo Jebediah Hollander se inclinó para sostener con cuidado la bola de cristal y la devolvió a su lugar en la repisa. El recuerdo de la última Navidad que había pasado con su esposa lo reconfortó, y disipó la rabia que lo había alimentado hasta hacía un momento.