El viento frío soplaba en las calles de Seattle, iluminadas por el alumbrado público y las luces navideñas. El cielo nocturno estaba salpicado por hilos de humos de varios incendios que se habían extendido por la ciudad. Decían que la refinería de gasolina había sufrido un accidente, y que varios productos químicos se habían dispersado en el aire, provocando intoxicaciones. Las sirenas de los bomberos y de la policía resonaban en la noche, y las autoridades habían declarado el estado de emergencia y aconsejado a los ciudadanos que no salieran de sus casas. El miedo se respiraba en el ambiente.
Qué frágil podía ser la Mascarada, y qué ingenuos podían ser los mortales. Creyeran o no aquellas mentiras convenientes, intuyendo o sabiendo que había algo más que un desastre humano, los vampiros sabían que la protección que habían alzado a su alrededor, permaneciendo invisibles, había sido atacada. El Sabbat había lanzado una cruzada contra Seattle.
El refugio de Serena había sido atacado, un apartamento cerca del centro. Había escuchado los golpes en la puerta. Por suerte, sus atacantes estaban tan limitados por el día y la noche como ella y se encontraba despierta. Escuchó los rugidos inhumanos de las bestias que buscaban su sangre. Pero Serena no estaba indefensa. Había sobrevivido suficientes años como para saber que el mundo de la noche era peligroso, incluso para los vampiros.
Miró por la ventana al callejón de atrás. Los monstruos no estaban allí. Recogió su bolso con una pistola, un cuchillo, tarjetas de crédito y dinero en efectivo y sin pensarlo, se deslizó por la tubería del desagüe. Su fuerza y destreza sobrenaturales le permitieron aterrizar sin sufrir daño.
Entonces escuchó un grito de alarma. Los atacantes habían dejado a uno de los suyos vigilando, casi choca con él cuando salió del callejón. Se miraron el uno al otro y comenzó el combate. El monstruo era una criatura pálida, todo hambre y brutalidad, pero Serena, aunque su Bestia la empujaba a responder con su propio instinto feroz, mantuvo la calma, sacó el cuchillo de su bolso y sin pensarlo, lo clavó con toda su fuerza en la frente del monstruo, que cayó hacia atrás.
Desde lo alto, escuchó rugidos de rabia. Sus atacantes habían derribado la puerta de su apartamento y ahora se asomaban a la ventana. Se lanzaron sin pensarlo, fantasmas pálidos con colmillos ensangrentados, que sólo eran humanos en cuerpo. Serena no se pensó y corrió a velocidad de vértigo sin mirar hacia atrás, utilizando los dones de la noche que corrían por su sangre.
Su coche estaba aparcado a unas decenas de metros. En cuestión de segundos, se metió en su interior y arrancó. Aunque estaba transgrediendo varias normas de circulación no había nadie en la calle que pudiera verlo. Con suerte, llegarían a un motel fuera de Seattle, o mejor aún, se desviaría de la carretera principal y dormiría durante el día envuelta en el saco de dormir que llevaba en el maletero, como una polilla bebedora de sangre.
Con aquellas Navidades Rojas, había llegado el momento de decir adiós a Seattle, al menos por una temporada.








