LA REVELACIÓN DE AKRITES SALONIKAS EL VIDENTE
Por Beth Fischi.
Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. – Evangelio de San Juan 8, 32
Y en esos días los hombres buscarán la muerte y no la encontrarán; y desearán morir, y la muerte huirá de ellos. –Revelaciones 9, 6
La manipulación del tiempo durante los siglos XIV y XV era uno de los tipos de magia más controvertidos de Europa, pues provocaba inquietantes preguntas sobre el destino y la responsabilidad personal: si la precognición mostraba a una persona cometiendo un acto determinado, ¿significaba que estaba atada a ese destino? Además, ¿qué responsabilidad tenía el clarividente ante Dios (o el dios), ante la humanidad y ante sí mismo para revelar o evitar actos dañinos o pecaminosos, e incluso ser culpado por ellos?
Akrites Salonikas, uno de los Extáticos más grandes de la historia escrita, así como una de las figuras más controvertidas de la Marcha de los Nueve, se encontraba en la vanguardia de la ética de la manipulación del tiempo. Quizás precisamente era debido a la magnitud de su talento que hizo lo que hizo. En este sentido, su Revelación es quizás la más importante de una serie de manuscritos todavía existentes que revelan la participación de Salonikas en la ética del tiempo. Esta Revelación fue escrita durante el exilio autoimpuesto de Salonikas en el Ártico por el difunto Assam el Vagabundo (1562 – 1824)-, aprendiz del propio Salonikas durante la primera mitad del siglo XVII. Estas valiosas revelaciones históricas fueron posteriormente guardadas en la biblioteca de un monasterio insignificante en las afueras de Rostock, Alemania, una biblioteca que este editor adquirió a los Cultistas del Éxtasis de la Capilla del Theater von der Blinden cerca de Hamburgo. Cuando Assam regresó con su maestro al Ártico en 1705, Akrites había desaparecido sin dejar ni rastro. A pesar del hecho de que en estos escritos Akrites se refiere a sí mismo como “un hombre muerto con un gran peso en el corazón”, nadie ha descubierto con evidencias concluyentes qué le ocurrió a este legendario Vidente de Cronos.
Los manuscritos más antiguos revelan que Akrites había vivido durante un tiempo en el Ártico durante el auge de las cacerías de brujas en Europa, quizás para escapar de la amenaza, quizás porque no podía soportar la visión de los horrores que la humanidad estaba cometiendo contra sí misma. En uno de estos manuscritos, Akrites, aparentemente consciente de cómo sería considerado en Europa durante esa época, se refiere a sí mismo como “el luxurioso diavole con piele oscurae et riquezas en abundantia.” (Salonikas, Verbi Addititii, p. 199). Si en verdad era un “diavole”, como le hubiera gustado, que Cronos lo decida.
AÑADIDO DEL AUTOR
A ti y a tus contemporáneos, Porthos, porque me parece justo que yo, un hombre muerto con un gran peso en el corazón, revele secretos a un hermano que sigue vivo, aunque también con una gran carga encima. Escribo estas revelaciones y confesión en confianza –confiando que no revelarás su contenido ni directa ni indirectamente, por comisión o por omisión, hasta que llegue el momento en que te dignes revelarlas para servir a un bien mayor. Ese tiempo llegará bien y pronto, según la corriente del tiempo, y comprenderás que estas revelaciones deben guardarse hasta la hora de necesidad de las Tradiciones. No deseo que me jures nada, porque veo que no traicionarás mi confianza.
Tú conoces esto demasiado bien, pero por el bien de nuestros lectores que no lo saben, hace varios siglos (para vosotros) se produjo una Gran Traición, semejante a los asesinatos del gran César durante la gloria de Roma. Como pretendo servir a las grandes pasiones del hombre, esta carta a los hijos e hijas del futuro debe revelar la fuente de la mencionada traición –el alma de Heylel el Traidor- y las mentes nobles de quienes deseaban controlar el poder de ese ser.
Con este propósito, os confío la historia de un suceso que ocurrió hacia el final del segundo año de la Marcha de los Nueve (la misión en la que el Concilio de las Nueve Tradiciones nos embarcó). Lo que ocurrió se encuentra estrechamente unido con la naturaleza del Traidor y no, menos importante, también está unido a la misión mencionada. Además, debo confesar aquí mi conocimiento sobre los actos de los Videntes de Cronos y de las Tradiciones, gran parte de los cuales me fueron relatados por el famoso Extático Prateeti Rashiveda, y también por el difunto Heylel Teomim Thoabath. Finalmente, y me parece de la mayor importancia, os ofrezco mis visiones de un futuro sin vuestro pasado, un futuro en el que a Heylel no se le permitió traicionar a la Primera Cábala y en consecuencia no sería condenado al Gilgul y a la muerte. Por lo tanto, aquí os ofrezco mi visión, queridos hijos e hijas, para el bien de todos, y que esta Revelación beneficie a cuantos la oigan.
EL DESEO DEL PENITENTE
Como siempre he hecho, cierro mis ojos mientras navego por estas tierras blancas, porque a menos que se tenga cuidado, es posible quedarse ciego por su brillo. Era una tierra de belleza peligrosa donde todo parecía fundirse en todo por matices. El océano, no muy lejos de la villa noruega de Kirkenes, se extendía en todas direcciones y estaba recubierto por trozos de hielo, que brillaban como las mil facetas de una gema pulida. Las elevadas costas que se extendían desde los fiordos eran como muros palaciegos de hielo azulado, hermosos, casi mágicos, pero gélidos y sin vida. El sol frío relucía sobre los rostros helados de los lagos serenos como una reina vanidosa mirándose en espejos de claridad excepcional. Las llanuras que se extendían hasta las mesetas que los nativos llaman fjelds estaban recubiertas de nieve, también hermosas y peligrosas. Era una tierra en la que podías perder tu visión si contemplabas su belleza durante demasiado tiempo.
El Eutánatos Cygnus Moro ya se había quedado ciego temporalmente, lo cual me parecía bien. Siempre había pensado que no se le debería haber permitido acompañarnos en nuestra misión porque su herejía, la herejía de su Tradición, estaba descontrolada. La ceguera que había sufrido por su tozudez había calmado su orgullo, y posiblemente eso era bueno para él.
Para añadir más peligrosidad a la amenaza a la que ya nos habíamos enfrentado, sabía que entre nosotros había otro que sufría un orgullo todavía más grave que el de Moro –hasta tal punto que yo sospechaba traición- pero en aquel momento no sabía quién era. Fue durante esta misión que descubrí la identidad del Traidor sin duda alguna.
Aquel día nuestra presa era Tormod de Kirkenes, un viejo mago de un Arte noruego que, en aquel momento, huía hacia su choza en el fjeld. La larga escalada por el fjeld era más dura de lo que parecía. Detrás de mí Brisa que Cae, nuestra representante Akáshica temperamental pero de corazón abierto, con cuidado guió al ciego Cygnus Moro, agarrándolo cuando resbalaba en la superficie helada bajo la nieve. Ayudé a Bernardette, que en ocasiones se hundía en la nieve hasta la cintura. Entre la Cábala, el Solificatus Heylel parecía ser quien sufría menos esfuerzo recorriendo el terreno, deslizándose a través de él como si estuviera en armonía con su ser. Delante, y todavía evitando nuestra persecución, podíamos escuchar a Tormod murmurando: “Forsiktig! Forsiktig!” (“¡Cuidado! ¡Cuidado!”) a sí mismo, mientras se esforzaba y se hundía a través de la nieve hacia su pequeña choza.
Heylel fue el primero que llegó a lo alto del fjeld, y cuando lo hizo, envió una cascada de nieve por encima de nuestras cabezas. Sorprendido, Moro resbaló, gritó, y rodó por la ladera nevada hasta el fondo, donde se golpeó y quedó inconsciente. Por un momento me pregunté que pensamientos benditos de mortalidad y reencarnación habían pasado por el cerebro del Eutánatos en aquel momento de vértigo, mientras continuaba escalando por la empinada ladera, sosteniendo la mano de Bernardette. Confieso que no me preocupaba especialmente el destino del portador de la muerte. Sin embargo, por razones que no me atrevo a especular, Brisa que Cae y la Verbena Eloine, la chica de entendederas cortas, descendieron para ayudar al Eutánatos.
En el momento en que Bernardette y yo llegamos hasta la cabaña, Heylel había acorralado a Tormod. El viejo mago estaba de pie con la espalda contra la puerta de la cabaña, la mano sobre el tronco que bloqueaba la puerta, con el pelo de su barba gris levantado por el viento frío. Sólo llevaba una túnica ligera de tela de saco, gastada por el uso, pero desde luego no suficiente para protegerlo del frío. De todas formas, el viejo ermitaño no parecía afectado por el frío, ni parecía haber vivido en aquel ambiente hostil durante décadas, como supuestamente había hecho. Su cara era vieja pero infantil, con sus mejillas suaves, rojas y lisas, y su frente sin arrugas. Sólo sus ojos, que nos miraban con un brillo furioso, su fina barba gris y su figura frágil revelaban su avanzada edad.
Había aprendido fragmentos de Nórdico mientras viajábamos por el norte, por lo que fui capaz de comprender el torrente de explicaciones que pronunció Tormod. Después de todo, había estado viviendo aquí como un ermitaño durante décadas antes de que nosotros llegáramos bruscamente a molestarle. Las posibilidades de que los Primi nunca hubieran puesto los pies en este remoto glaciar, y que se hubieran despreocupado de este anciano aparentemente insignificante eran enormes. Dudé de que la Orden de la Razón pudiera siquiera concebir que existiera un lugar tan apartado como aquél en el que vivía el anciano.
De todas formas, aunque ésta era nuestra última parada en el trayecto norte de nuestra misión, por lo menos cuatro de nosotros –Heylel, Bernardette, mi extraño y querido amigo el Cuentasueños Halcón Caminante y yo – creíamos que nuestro mensaje debía llegar a todo el que pudiera marcar la diferencia, sin importar si teníamos que viajar a los cuatro rincones de la tierra, a los sueños más profundos de la humanidad o los confines más oscuros de la Teluria. Y nuestra investigación nos había revelado que Tormod de Kirkenes en el pasado había mostrado grandes poderes –poderes que muchos de nosotros no podíamos imitar- antes de haber jurado en público que nunca volvería a utilizar los “poderes del diablo”. A pesar de sus rumoreadas habilidades, no estaba muy impresionado: el poder es una cosa, el amor es otra. A lo largo de su vida, aquel hombre no había mostrado ningún amor por la humanidad, ninguna inmersión en sus Pasiones, ninguna participación en el ciclo de la vida.
Sin embargo, no podía juzgarlo con demasiada dureza. Muchos de los miembros de nuestra Cábala tampoco habían cumplido mis expectativas hasta que se unieron a la Cábala. E incluso entonces, tuvieron que unirse, no ser elegidos para ese deber. Tenían que consagrar sus corazones, mentes y almas a la salvación de la humanidad, aunque eso significara la gloria o la muerte para todos nosotros. Después de que el orgullo que la mayoría de nosotros guardábamos en secreto en nuestros corazones se disipó con la rutina diaria, el viaje, la retórica, los debates y la violencia, lo que quedó fue una Cábala digna de tal nombre. Teníamos nuestras debilidades, pero estábamos unidos, al menos desde el exterior. Posteriormente nos separamos por culpa del orgullo pero creo que nunca por culpa de la arrogancia. Ese pecado peligroso sólo era atribuible a uno solo de nuestra compañía.
Con su aliento todavía cálido a pesar del frío, Tormod parecía enfadado por haber sido abordado tan cerca de su retiro. Reuniendo tanto aplomo como pude, cambié mi expresión para tranquilizar al hombre, arreglando mi sombrero de piel –mi mano cálida pronto lo lamentó- e inclinándome respetuosamente ante el viejo noruego. Recoloqué mi sombrero y moví mis manos en un gesto de paz. Tormod me miró con sospecha, sin duda examinando mis rasgos faciales, que traicionaban mi exótica herencia persa y griega, aparentemente fuera de lugar. Iba a ser todo un desafío.
Cuando el resto de la Cábala llegó, no tenían muchas sugerencias, posiblemente porque la mayoría habían apoyado y ahora lamentaban la decisión de viajar hasta este rincón del lejano norte. Heylel parecía divertirse y se echó a un lado para contemplar el espectáculo. Halcón Caminante no ofreció ayuda, porque normalmente dejaba las cuestiones diplomáticas en manos de otros cuando estábamos en Europa. Y me negué a recurrir a Bernardette, temiendo que creyera que sabía lo que hacer. Tormod refunfuñó, con sus orejas y mejillas cada vez más enrojecidas por la ira y la indignación. Antes de que estallara, decidí que intentaría alcanzar su mente, en lugar de parecer un bufón de la corte con movimientos exagerados y gestos imprecisos. Acaricié los pendientes que perforaban mi oreja derecha, un hábito adoptado durante mi aprendizaje en Bujara, y después uní las palmas de mis manos como si rezara a la usanza cristiana. La mente de Tormod era resistente, pero no hostil, mientras poco a poco atravesaba el velo que separaba mis pensamientos de los suyos. Un remolino de imágenes confusas mezcladas con emociones inundó mi mente, pero me concentré y levanté una presa mental. Un saludo cauteloso pasó de mi mente a la suya, una cortesía apenas perceptible a su edad y sabiduría. Una emoción salió de su mente, que tocó tentativamente la mía –un asentimiento gruñón a mi talento y un impulso breve y ansioso acompañado por la imagen de un arzobispo católico que se disipó rápida e intencionadamente, como si se tratara de un error vergonzoso. Con curiosidad, devolví la imagen del arzobispo a la mente de Tormod, un paso en falso que ahora deseo con todo mi ser no haber cometido nunca.
Debéis de saber que Tormod, como descubrí posteriormente, se había preguntado por un momento si la Iglesia nos había enviado para asesinarle –a primera vista, por sus supuestos crímenes contra Dios, y la verdad, por su conocimiento de los mezquinos secretos políticos del arzobispo. Después de todo, la naturaleza proporciona la más secreta de las tumbas y Tormod no sabía, o quizás no podía saberlo, que éramos un grupo de respetables magos. Quizás pensó que éramos esbirros o asesinos de la Iglesia. Quizás consideró mi imagen del arzobispo como una amenaza directa. Al margen de lo que creyera, de repente sentí una marea de hostilidad, culpa y furia canalizada hacia mí. Intenté desconectarme de su mente antes de que pudiera hacerme daño, pero sólo lo conseguí en parte, y sufrí gran parte de su ataque mental.
Más tarde Bernardette me proporcionó una versión coherente de lo que había ocurrido. En apariencia Tormod había desaparecido de repente, y al mismo tiempo, me derrumbé sobre la nieve. Comencé a hablar en una lengua que ninguno de ellos podía comprender, aunque recuerdo hablar la lengua del anciano. No tenía ni idea de lo que dije en el suelo, sólo que mi lengua había tomado el control de mi boca y que estaba teniendo una visión. Bernardette intentó calmarme, aunque estoy bastante seguro de que ella pensaba que necesitaba ayuda espiritual, no física. Acostumbrados a mis impulsos Extáticos, los demás se dispersaron en busca de Tormod. Heylel simplemente miró alrededor mientras los miembros de la Cábala se separaban y entonces, con un guiño de complicidad a Bernardette, intentó desbloquear la cabaña.
El anciano se encontraba acurrucado en su interior. Le gruñó algo a Heylel, pero Heylel simplemente entró en la estancia hasta el hogar y comenzó a manejar el atizador con sus manos delicadas. Tormod se encontraba visiblemente furioso, pero no parecía dispuesto a obligar a Heylel a que se marchara, quizás confundido por quién o lo que era, o intimidado por lo que creía que era Heylel.
Bernardette arrastró mi cuerpo al interior, todavía hablando en lenguas, sobre el suelo de la única habitación de la choza y sus tablones desnudos, hasta colocarme en el lecho. Volvió a cruzar la habitación, cerró la puerta y colocó los troncos del interior para bloquear la puerta. Ni Heylel ni Bernardette se molestaron en llamar a los otros miembros de la Cábala. Sólo podía sospechar sus motivos.
Durante ese tiempo, como he dicho, experimenté una visión, quizás provocada por el ataque de Tormod. A veces era muy simbólica. En otras simplemente me transmitía el futuro. Sin embargo, durante la visión, sentía que las dos caras, la simbólica y la precognitiva, se encontraban estrechamente entrelazadas. Fue como si la mente de Tormod fuera propensa a lo simbólico, mientras mi propia mente comprendiera lo precognitivo, y las dos mentes estuvieran trabajando juntas para revelarme algo. Superpuesto a la visión se encontraba el abrumador sentimiento de que Tormod quería concederme un deseo, cuya naturaleza no podía determinar, una emoción descontrolada es una herramienta tosca para una comunicación precisa.
La visión era algo así:
Las colinas nevadas, los acantilados gélidos, los lagos helados, se acercaron a mí, como si todo el mundo se acercara bajo mis pies. De repente, comenzó a caer sangre del cielo –plic, clic, como gotas de lluvia- al primero unas pocas, y después un continuo torrente de sangre, como si el sol hubiera cortado la yugular del cielo con un rayo brillante y afilado. Todo el mundo chilló a la vez, como si, como se ha dicho después “un millón de voces hubieran chillado de repente como una, y de repente hubieran caído en silencio.”
…corríamos sobre la nieve, persiguiendo a nuestra presa, que sentía tanto desprecio por nosotros como nosotros, me di cuenta de repente, sentíamos por él. Subimos por la ladera del fjeld, ayudándonos entre nosotros, metro a metro. Delante de nosotros el Sol brillaba en lo alto del acantilado, fundiendo despreocupadamente un trozo de hielo, con témpanos que caían hacia nosotros como la crítica de desprecio de un sacerdote. El hielo fundido por el Sol caía del acantilado, hiriendo a la Noche y arrastrándola hacia el fondo. Con Templanza, la Naturaleza apareció para curar a la Noche. Sentí un repentino impulso de furia. Y todo ese tiempo la Pasión y la Fe continuaron subiendo sin flaquear, sólo enterradas en la nieve que el Sol parecía poseer. El Sol desapareció más allá del Horizonte. Me sentí sorprendido y aliviado al ver a la Noche cubrir el Cielo con manos gentiles.
…otra noche, una luna nueva. Aunque me sentaba ante un fuego rugiente, el frío de la oscuridad congelaba mis huesos. A través de los ojos ónice de un cuervo, contemplaba nuestro campamento, las personas que se encontraban en él y vi el futuro, la carroña de las bestias. Bernardette, Eloine, Moro, el Hermético Louis DuMonte, Halcón Caminante, Brisa que Cae y el profundo Ahl-i-Batin Daud-Allah –tranquilamente hacían sus tareas en torno al fuego, moviéndose como si cargaran con pesadas cadenas sobre sus miembros. Sus espaldas estaban inclinadas con gran pesar y apenas hablaban. Todos estaban presentes excepto dos: yo mismo y Heylel. Los demás tenían la expresión de quienes van a morir. Temblé aterrorizado, porque eran los Elegidos, quienes debían llevar la voluntad de las Nueve Tradiciones en sus corazones. No parecían más animados que el pobre criado que tiene que vaciar los orinales de las habitaciones de una posada –prisioneros olvidados, rotos, sin esperanza. De hecho, habían perdido su voluntad de vivir, porque habían perdido la voluntad de luchar. Y esta escena era aterradora para mí, porque si los Elegidos eran incapaces de luchar, ¿quién lo haría?
Lo peor de todo, ¿qué hacían aquellos bebés allí? Eran dos –parecían gemelos- envueltos en mantas, y acurrucados contra el pecho cálido de Eloine. ¿Iba Eloine a tener niños? ¿Lo había hecho impulsada por el amor o iconscientemente? Llevar niños en una misión como la nuestra, exponerlos a tantos peligros, era un acto egoísta.
Una cosa me preocupaba: ¿por qué no me encontraba presente en la Cábala? ¿Iba a morir antes de que esa visión se hiciera realidad? Y si no, ¿dónde estaba? ¿Y dónde estaba Heylel?
…Pero entonces llegó Heylel Teomim –el honorable líder de los Elegidos, aliado de confianza, y me di cuenta por la mirada venenosa que le lanzó Eloine que Heylel era el padre de los gemelos inocentes. Cabalgaba dirigiendo una tropa de caballeros y al Sol que trae la muerte, tal y como lo conocen los habitantes del desierto, tras él. Los rostros de los caballeros estaban envueltos en sombras, pero cabalgaban de forma arrogante y no traían nada bueno. Sus monturas, blancas como la corona brillante del sol, humeaban bajo el frío de la mañana, preparadas para descender sobre el valle que se extendía ante ellos. Heylel detuvo su montura en lo alto de la colina, medio girado, con su mano delicada elevada hacia el cielo para que las tropas la vieran. Di un giro para mirarle. La mitad de su noble rostro, el rostro de un patricio, estaba pálido, sin sangre, iluminado por el sol, mientras la otra mitad era oscura, misteriosa, envuelta en sombras. Me pregunté en qué estaba pensando y entonces bajó su mano. En silencio, como la nieve, los caballeros rodearon el campamento y descendieron. Temblé. Mi Éxtasis se incrementa y muchas cosas se me revelaron en un torrente de visión. Son las Sendas de la Historia: las ramas del Tiempo que desafían al Destino:
Veo: Estoy durmiendo plácidamente en mi tienda, soñando con traición, fracaso y rendición. Una rama se rompe fuera y despierto. Me escurro bajo la tela de mi tienda y miro fuera. En el exterior, sobre un caballo de puro color blanco, se sienta una delgada figura, parece un mago, pero en sus ojos, como en los ojos de todos los que Obran Magia, veo la llama de Primus, la Pasión eterna, chispeando como un fuego fatuo. Y sin embargo es a mirada de los muertos, sus ojos sólo valoran la utilidad y desprecian la emoción, la curiosidad y la estética. Me atrae con una mano huesuda que sólo sugiere derrota.
Veo: La alarma en el campamento, preparado para la batalla. Siempre vigilante, Brisa que Cae monta guardia en la ladera de la colina y se lanza derecha, con sus músculos, ojos y oídos armonizados. Eloine huye al bosque, camuflada sólo como una Verbena puede ocultarse. La dulce Bernardette ofrece plegarias a su Dios, plegarias a Heylel a quien ama (¿es que está tan ciega que cree que no lo sabíamos?) y neciamente ignora la pasión que siento por ella. Halcón Caminante entona de forma contemplativa su kinnikinick mientras afila la maza de guerra que llama tomahawk. Los demás se preparan según sus costumbres, pero no veo sentido en permanecer a plena vista. ¿Por qué luchamos como quiere el enemigo, por qué honramos a quienes desconocen el rostro de la divinidad?
Escurriéndome en la tienda donde los niños duermen tranquilamente, inconsciente de que su madre lucha contra su padre, levanto su pequeña cesta y la llevo sigilosamente fuera del campamento, esperan evitar los ojos vigilantes de su madre. Se agitan y echo a correr, temeroso del ruido que pueden causar. Cronos, mi amigo y familiar, se une a mí a un kilómetro del campamento, y pongo la cesta de los bebés entre los dos arneses de su lomo (porque ha elegido la forma de un camello) y lo envío de regreso a la civilización, donde tengan la oportunidad de ser recibidos por la compasión y no por la justicia. (Nota de Porthos: En este momento y en otros de su visión, la historia de Salonikas parece contradecirse con la de Eloine sobre el destino de los gemelos. Aunque no existe una respuesta definitiva a esta contradicción, la mejor explicación es la propia naturaleza de la visión de Salonikas: sólo describe lo que podría haber ocurrido (Las Sendas de la Historia, las ramas del Tiempo que desafían al Destino) y no necesariamente lo que ocurrió).
Veo: A Heylel y a mí sentados sobre un tronco en un claro idílico del bosque. Le cuento mi visión, sobre la Traición, y él se sienta tranquilo y junta las rodillas mientras escucha. El odio profesado por Heylel hacia la Orden de la Razón es evidente. No sé qué le hizo la Orden de la Razón, pero he visto cómo sus ojos brillaban con furia y sus labios, normalmente sonrientes y hermosos, se mueven en una desagradable expresión ante la mínima mención de la Orden. Esperaba que mi mensaje provocara su enfado, pero sólo recibo dignidad. Me estoy torturando a mí mismo y a él y no deseo continuar.
Heylel respira profundamente, y sin pretenderlo desvío mi mirada hacia sus pechos redondos (porque él o ellos, se encuentran hoy en su aspecto femenino). No parece intranquilo, simplemente pensativo. Me dice: “Lo que me has contado puede ocurrir, amigo mío, pero si ocurriera, sin duda tendré una noble razón para hacerlo.” Mis ojos se abren llenos de sorpresa. “¿Entonces tienes la intención de traicionarnos” Heylel pone una mano delicada en mi rodilla y niega con la cabeza. “Por supuesto que no. ¿Pero crees que ha sido sabio contarme eso? Has puesto la semilla de la especulación en mi mente.” Los labios de Heylel se curvan en una seductora sonrisa, sabiendo que sé que está jugando conmigo. “¿Es que ni siquiera ahora ves que deberías aprender a utilizar con sabiduría los dones que Cronos te ha otorgado?”
Veo: Estoy durmiendo tranquilamente, despierto antes del amanecer, sabiendo lo que nos ocurrirá. Me preparo y tomo mi decisión. Nada ha sido nunca tan duro como esto: que debo permitir que Heylel se traicione a sí mismo y a nosotros, que debo permitir que maten a mis aliados y que se rompa el Círculo de los Nueve, y que a pesar de que sé que es cierto, muchos creerán que entre Heylel y yo, yo he cometido la peor traición. De todas formas espero la llegada del Sol.
Cuando llega, aparece con una falange de los soldados de la Razón, dirigidos por nuestro antiguo líder leal. Llegan sobre monturas blancas, descienden sobre el valle tranquilo con el sigilo de la experiencia. Yo contemplo, siempre contemplo, mientras Eloine sale de su tienda, con una extraña mirada de reconocimiento y resignación, cubriéndose la cara. Grita para alertar al resto de la Cábala, pero es demasiado tarde. Ella y Bernardette apenas tienen tiempo de prepararse, mientras los demás todavía están apartando las mantas. Debo llevar las malas noticias a los Nueve. Con un gran peso en el corazón, me alejo de la horrible escena para huir con mi fiel familiar Cronos, y sólo me detengo brevemente e imperceptiblemente para tocar la mente de Bernardette con un beso de adiós.
Cuando me desperté de la visión, Heylel me dijo que habían pasado nueve días. Me encontraba muy sediento y tenía un dolor de cabeza comparable a la amenaza de la Orden de la Razón. Bernardette y los demás se habían dirigido al sur hacia Danzig, donde Heylel había acordado que se reuniría con ellos, porque había asuntos urgentes que solucionar allí. Era un giro inesperado de los acontecimientos, pero ninguno de nosotros había quedado incapacitado durante tanto tiempo. Hasta donde he podido saber, Heylel se quedó conmigo por simple amabilidad.
Cuando me recuperé, me sentí inmediatamente abrumado por tantas cosas sobre las que pensar, pero no estaba preparado para ello, porque parecía que me habían partido la cabeza en dos. Me giré hacia Heylel, que me había envuelto en una manta de piel y encendido un fuego en el hogar y tomé su mano. Encontré extraño que temiera el contacto, pero pareció pensárselo mejor. Sin embargo, no pareció darse cuenta de que tenía sentimientos ambivalentes sobre su aparente traición y que quería creer que mi visión simplemente había sido un sueño febril.
Después de un tiempo el calor de la cabaña aumentó y me relajé. Mi mente comenzó a moverse de nuevo, produciendo pregunta tras pregunta. Tenía que decidir dos cosas: qué hacer con Tormod, que había sido tan amable de dejar que nos quedáramos –especialmente tras nuestra intrusión- y qué hacer con Heylel si es que mis visiones no eran el producto de una mente febril. Mirando a mi alrededor, por primera vez me di cuenta de que Tormod no se encontraba allí. Heylel debió haber percibido mi curiosidad porque me respondió antes de que le preguntara:
-Está muerto.
Las palabras me sorprendieron. Parecía razonablemente sano cuando lo encontramos. ¿Lo había matado la Cábala? ¿O le había hecho algo cuando me atacó, quizás en autodefensa? Heylel continuó hablando:
-Tormod de Kirkenes estaba cuidando de ti en el sexto día de tu trance.- Hizo una pausa, encogiéndose como un gato a punto de saltar. -En un impulso angustiado–sus ojos se estrecharon y su voz indicaba sarcasmo- tomaste la mano de Tormod y el anciano se marchitó ante nuestros ojos.
Al principio no parecía tener sentido, pero pensé en ello y poco a poco la gravedad de la afirmación de Heylel me golpeó. Por las Pasiones, pensé ¿qué había hecho? ¿Podía haber matado a un hombre inocente ante los mismísimos ojos de los Nueve? Lo peor de todo, pensé ¿Había matado a un mago que podía haber ayudado al Concilio en su guerra? En ese momento era muy consciente del hecho de que estaba aferrando la mano de Heylel, y que él también me agarraba con fuerza, como si me acusara. Entonces continuó:
-Descansa, estoy seguro de que no fue culpa tuya. Sólo fue un accidente.
Conseguí gemir, muy débil:
-Entonces, todos…
Heylel negó con su cabeza.
-No, sólo nosotros.
Esa noche no pude descansar. Heylel dormía a mi lado en la pequeña cama de Tormod, pero mis ojos se negaban a cerrarse, llenos de horror, culpa y penitencia que se habían apoderado de mi corazón. No importaba que no hubiera querido hacerlo. Temía que quizás mi falta de control sobre mi magia se había vuelto demasiado peligrosa, y que el Concilio me condenaría al Gilgul por ello. Fue literalmente, por mi propia mano, que Tormod, que había estado cuidando de mí, había sido asesinado. En ese momento, un impulso de ver lo que había ocurrido me superó, así que contemplé los oscuros tablones encima de la cama y comencé a pensar hacia atrás. La noche se convirtió en crepúsculo y el crepúsculo en mañana –el amanecer del noveno día. Hacia atrás, pensé con más fuerza, hacia el sexto día.
Estoy aquí. Veo a Heylel despertarse al amanecer, seguido poco después por Tormod, que estaba durmiendo junto al hogar. Heylel le indica a Tormod que va a salir de la choza, y Tormod asiente. Estoy en la cama, con la manta de piel tirada en un montón arrugado en el suelo. Mis brazos y pies están cubiertos de arañazos donde he golpeado o rozado la pared a mi lado. Mis ojos miran blancos hacia el interior de mi cabeza, mientras dejo escapar un grito inhumano como el de un banshee. Me convulsiono como si me estuvieran torturando. Mis dedos, donde llevo los tatuajes de los Profetas y de los Fieles, brillan con las Pasiones. Es una maravilla que los otros dos magos hayan conseguido dormir.
Tormod se atusa la barba, entonces acerca un tosco taburete de madera a la cama, se sienta y espera.
De repente, me estiro y relajo. Mi rostro está encendido, mi pecho húmedo de sudor. El brillo de mis dedos se reduce y desaparece. Con paciencia, Tormod me cubre con la manta de piel hasta el pecho y mueve pesimista la cabeza. Rendido, murmuro algo y duermo profundamente. Al mediodía, Heylel vuelve y despierto brevemente. Me giro y Tormod se apresura para recolocar la manta. Alcanzo su mano y él permite que le toque. Heylel se sienta junto al fuego.
Y entonces, de repente e inesperadamente, mi cuerpo se arquea en el aire como si me hubiera alcanzado un rayo, pero sigo aferrando la mano de Tormod. Se asusta e intenta soltarse, pero no puede. Desde mi perspectiva temporal, veo una tormenta de Tiempo, como un tornado, rodeando la choza, y mi corazón comienza a latir aceleradamente. Algo muy peligroso para los mortales, una tormenta de Tiempo, un raro fenómeno que se sabe que es provocado por los magos que atraviesan el Tiempo, pero resulta aleatorio en dónde y cuándo estalla. Tormod se asusta e intenta apartarse de mí. Heylel lo coge por la cintura y tira de él. Pero es demasiado tarde. Tormod ha quedado atrapado en una anomalía y yo no soy consciente del peligro y no puedo ayudarle. Su barba crece más, sus mejillas rosadas se hunden y se vuelven pálidas, sus ojos se ciegan. Heylel se suelta de golpe y cae hacia atrás. Los músculos de Tormod se reducen, su estómago se hunde –porque cuando estás atrapado en una tormenta de Tiempo, el tiempo se acelera a tu alrededor hasta que no te queda tiempo. Tormod se marchita, se ahoga (porque no puede aspirar suficiente aire para llenar su cuerpo acelerado) y muere. En una súplica final se vuelve hacia Heylel y le extiende su brazo libre. Antes de que Heylel pueda reaccionar, el cuerpo de Tormod se oscurece y derrumba en una pila de huesos y piel podrida.
Todo ocurre muy rápido (Nota de Porthos: Esta “Tormenta de Tiempo” puede haber sido un antiguo efecto de Paradoja, quizás un anticipo de la realidad consensuada por la que estaba luchando la Orden de la Razón. Extremadamente rara en estos días que la realidad se ha “solidificado”, su existencia no obstante está corroborada por otros relatos de finales del siglo XV y principios del siglo XVI. Véase “Ars Magia et Portento Rari”, pp. xiv y xxi de Dominicus Caeli y “The Nature of Things to Comme”, pp. 137-154 de Alfred Huxley.)
Inconsciente, continúo murmurando y entonces comienzo a convulsionarme otra vez. Heylel está paralizado, la sangre cae de su cara. Desde otro tiempo, me cubro los ojos y lloro. Dejo ese día a los buitres del pasado.
Como Tormod fue un penitente vestido sólo con tela de saco yo he decidido tomar su juramento. No era ni soy cristiano, pero los cristianos no son los únicos que sienten remordimientos. En esas circunstancias no puedo concebir que pueda reunirme con la Cábala. De esta forma juré enterrarme en la penitencia por un pasado que no pude curar. Mi deseo esa noche fue olvido, Olvido sagrado, el opuesto necesario de la Pasión, de la misma forma que el diablo cristiano es el opuesto de Cristo.
Y así me atormenté con la enormidad de un voto semejante. Si entonces hubiera abandonado mi juramento al Concilio, ¿no estaría más avergonzado de lo que estoy ahora? Con lágrimas ardientes corriendo por mi cara, me quedé en silencio en la cama con Heylel a mi lado, con su respiración serena, sin ser molestado por la tormenta de mi interior. Luché para no llorar, para no despertar a Heylel y avergonzarme, pero mi respiración me traicionó y terminó despertándose. Al principio no percibió mis lágrimas, pero tras un momento me escuchó y me acarició la mejilla.
Nunca pensé que Heylel, tan arrogante, lógico y algunas veces sarcástico, podía ser tan amable, y de repente sentí la necesidad de abrazarle, sentir su calor contra mi pecho, sentir su vida reconociendo la mía. Tiernamente me devolvió el abrazo, como si supiera la angustia que provoca una traición de confianza. Parecía comprender mi necesidad, limpió las lágrimas de mis mejillas, me acomodó de nuevo sobre el lecho y se tendió junto a mí. Ni él ni yo dormimos el resto de la noche, ni tampoco hablamos. Pero estuvo allí, compartiendo el silencio y el olvido conmigo para que no me sintiera solo. ¿Cómo podía ser él quien iba a traicionar al Concilio, a las Tradiciones y de hecho a toda la humanidad?
Esa noche decidí continuar mis viajes con la Cábala. Pero también juré que regresaría a los yermos del Ártico para pagar mi deuda con quien había muerto por mi mano y recuperar los secretos que se habían perdido con su muerte. Tú, Porthos, y vosotros, lectores de este libro, sois testigos de que he respetado ese voto, porque escribo desde los yermos del Ártico, recluido de los horrores de este mundo y con mi aprendiz Assam como única compañía.
PRAEDICTUM APOCALYPSIS
Entonces del Veneno recogido hice una Medicina,
El Veneno Mata pero salva lo que no puede tomar.
-Sir George Ripley, “Visión”, Las Doce Puertas
Escuchad ahora, oh, hijos e hijas del futuro, lo que habría ocurrido si no hubiera permanecido en silencio mientras Heylel Thoabath asesinaba y aprisionaba a mis amigos en aquella infame mañana de 1470.
Repito las palabras de Cicerón mientras intentaba convencer a Catilina de que dejara Roma, porque Catilina, a ojos de su país, era un Traidor, no como Heylel Thoabat.
Y ahora, ¿qué es tu vida? Porque te hablo no movido por el odio, ni por el deber, sino por la lástima de alguien que nada te debe.
Viniste temprano al Senado. ¿Te recibió una gran multitud de amigos y parientes? ¿Esperas que se pronuncie un insulto en voz alta cuando ya has sido castigado por el juicio del silencio?
…¿No crees que deberías dejar la ciudad? Si mis compañeros ciudadanos me consideraran sospechoso de tantos crímenes, preferiría evitarlos que ver tantos ojos enemigos. ¿No dudas en evitar las miradas y la presencia de tantas mentes y sentimientos que quieren hacerte daño? Si tus padres te temieran y no pudieras calmarlos de ninguna manera ¿no te apartarías de sus ojos como haría yo? Ahora tu tierra patria, que es el padre común de todos, te teme, y todos los que han estado a tu lado sólo piensan en su muerte.
Así fue tratado Heylel Thoabath. Ninguno en nuestro sabio Senado quería que siguiera en las filas de los magos, y el silencio que rodeó el tema llenó volúmenes. Como dice Cicerón, era sospechoso nada menos que de conspirar para el asesinato de las Tradiciones –o su libertad- y teníamos miedo de lo que había hecho y de lo que podía seguir haciendo. Porque no fue el Hado ni el Destino, ni la mano de un dios cruel la que guió al Traidor, sino simplemente, tan simplemente, su propia decisión la que llevó a Heylel a abandonar la senda de la humanidad por el hubris.
Pero pocos entre nosotros saben de verdad de qué era capaz Heylel, y el que menos, el propio Traidor. Fue por eso que decidí permitir a Heylel que traicionara nuestra Cábala: por los que sabíamos que era necesario y para crear una excusa que borrara el nombre de Heylel Theomim Thoabath para siempre del Libro de la Vida. Necesitábamos que hiciera algo tan horrible que pudiera justificar la aniquilación del Avatar de Heylel, su ser eterno. La Traición tan bien documentada tan sólo fue una excusa.
Por mucho que me duela –porque Heylel, hasta el final, era mi amigo- confieso que mi visión fue la llave que abrió la puerta del juicio. Estaba en la choza de Tormod de Kirkenes, a quien yo mismo traicioné, cuando descubrí el futuro inquebrantable de Heylel, del que nunca podría escapar, y el hecho de que nos traicionaría. Todavía pasaría un año entre esa visión y la siguiente, y fue la segunda visión lo que me aterró tanto como para buscar en secreto el consejo de los Videntes de Tronos. Esa Profecía del Apocalipsis, como creo que Porthos la llamará, me convenció de tomar la senda que había de seguir.
Esto fue lo que vi:
Un ejército de oscuridad, aunque falsamente brillante con la luz de la pureza, marchaba a través de la tierra. Sus soldados de a pie, autómatas sin mente, gólems de carne que habrían sido humanos si hubieran vivido en mi época. Sus generales, los Resucitados de la Orden de la Razón. Su líder, Heylel Theomim Thoabat.
Porque cada senda que Thoabath podía tomar o haber tomado llevaba a un mismo destino: traicionar a las Tradiciones y a la humanidad. Si lo encarcelábamos, hubiera devorado a las Tradiciones desde dentro como un cáncer. Incluso en prisión, sus seductores ideales habrían atraído seguidores como moscas a la miel, y a su vez reclutarían más seguidores. Pronto las Tradiciones, siguiendo ciegamente la nueva senda, se unirían con la Orden de la Razón bajo el estandarte de Thoabath para librar el mundo de lo desconocido y lo no cognoscible.
Y si le hubiéramos permitido traicionar a los Nueve y escapar, se habría hecho más fuerte y devorado a las Tradiciones como la lepra. Su lujuria por consumir habría crecido con cada bocado y cualquier oposición se habría derrumbado ante la fuerza de su carisma imparable. No se le podía ignorar.
Y si hubiera vivido, habrían aparecido máquinas, mecanismos hechos de metales y sustancias químicas y energías, los sueños más elevados de los Alquimistas y los Artesanos, y de hecho de cualquiera de nosotros, y habrían impuesto su justicia implacable sobre quienes pensaran, y por encima de todo, sobre quienes soñaran. Quienes escribieran serían arrojados a fosos de ácido con sus libros y tratados entre las aclamaciones del populacho.
Se crearían programas de apareamiento para mortales y magos, donde los humanos serían llevados para producir descendencia que pareciera eugenésica. Los niños nacerían para ser máquinas, para trabajar como esclavos, y si se mostraban prometedores, para ser cultivados y convertirse en soldados de a pie o incluso líderes del ejército maldito de Thoabath.
La magia, tal y como la conocemos, sería abolida. Las máquinas eliminarían quirúrgicamente la imaginación y la intuición de los cerebros de los recién nacidos. Quienes sobrevivieran con ellas serían sistemáticamente purgados o convertidos en autómatas. Después de que Thoabath eliminara por completo su oposición sólo quedaría una realidad: la Razón. Razón sin imaginación. Razón unida bajo eficiencia, utilidad y ausencia de sentimientos. Razón sin humanidad. Y Heylel, él solo, habría unido a todas las facciones, aquellos cuya avaricia no conoce límites –de hecho incluso podría sospecharse que los Nefandos se habrían infiltrado en esa sociedad-, aquellos que luchan por alcanzar la perfección y dejar la humanidad atrás, y cuya depravación habría engendrado monstruosidades para la causa del Traidor, aquellos que controlan las mentes y los corazones de las masas y aquellos que vigilan todo el conjunto para destruir a los pocos que conservan sus mentes.
En mi visión, quienes leéis esto estáis muertos o peor, convertidos en máquinas malditas que sirven a Heylel. Vosotros, sus servidores, lo llamáis MOLOCH, pero es la misma criatura que conocimos, aunque despojada de cualquier vestigio de su anterior humanidad. Obedecéis sus órdenes; como perros obedecéis las órdenes de quienes le sirven. Cortáis el mundo hasta separarlo de la Teluria. Perseguís y destruís a sus habitantes. Recogéis libros para quemarlos –de hecho, el primer libro que quemáis es éste. Siguiendo las órdenes de Heylel, construís campos de muerte y experimentación donde los sabios de Moloch prueban nuevas teorías sobre los cuerpos y almas torturados de los vivos. Vuestra respuesta a la pobreza y la enfermedad es mejorar los horrorosos ejércitos de Moloch con vuestras creaciones, los infelices engendros que surgen de los experimentos de esos campos. Vuestra respuesta a la guerra es unir a todas las facciones bajo el estandarte infernal de Moloch, el Traidor de la Humanidad, con la amenaza de la destrucción universal. Vuestra respuesta a la pasión es el castigo. Vuestra respuesta a la diversidad es la igualdad. Sois la vida que personifica la muerte. Vuestro interior se pudre.
Y en sus cámaras privadas resuena la risa de Moloch. Una risa vacía. La risa de una criatura que sabe que se ha perdido, pero no recuerda el camino en el que nació. Una criatura que atraviesa el Tiempo con nosotros para aniquilarlo. Porque, a pesar de su crueldad, desea compasión. Desea escapar de su propio Edén.
Y sin embargo, queda esperanza, siempre queda algo de esperanza. Entre nieblas veo el éxodo desesperado de unos pocos magos y sus servidores. Utilizan las mismas máquinas que Heylel ha creado para escapar y asentarse en una tierra extraña lejos de la Tierra. Esta esperanza, separada de cualquier lazo y que no pretende volver nunca a su hogar perdido, jugará un papel en la destrucción de dos sucesores del futuro lejano, pero no puedo decir lo que es.
Acudí a los Videntes con esta visión, y ellos, en su sabiduría, verificaron la profecía, y añadieron profecías que no soy libre para revelar. De todas formas, os revelo estas visiones a vosotros, Porthos y los Hijos e Hijas del Tiempo, por vuestro buen futuro. A pesar de todos los obstáculos, por lo menos sé que mi corazón no es culpable de una indigna ambivalencia, o de una cobardía que hubiera costado el alma de la humanidad. La elección fue mía, y aunque me duela, sé que hice lo correcto. Por lo tanto os ruego que no me juzguéis como un hombre sin compasión ni honor. Porque después de todo lo que se ha dicho y después de todo lo que se ha hecho, sólo Cronos, el Separador de Almas, puede juzgarnos. Que Cronos muestre a este humilde Vidente compasión y me juzgue bajo la luz de mi conocimiento.
ASÍ TERMINA LA REVELACIÓN DE AKRITES SALONIKAS EL VIDENTE
LAS CONFESIONES DE HEYLEL TEOMIM EN LA CRÓNICA
-Las visiones de Akrites Salonikas y los Videntes de Cronos señalan a Heylel como traidor sin importar el camino que tome. ¿Era en verdad su destino inevitable? ¿Se habría cumplido la profecía de Akrites si Heylel no hubiera sido condenado al Gilgul? Los personajes jugadores pueden ser las manos que alteren ese destino, bien descubriendo pruebas que alteren la sentencia de Heylel, tal vez simplemente condenándolo a muerte y no al Gilgul…con lo que tal vez podría reaparecer en una encarnación futura. ¿Y si alguien interfiere en el proceso del Gilgul y el Avatar de Heylel sobrevive a la destrucción?
-Un grupo de magos, posiblemente Solificati, intenta liberar a Heylel, que constituye toda una inspiración para la Tradición. ¿Se unirán los magos a ellos o lucharán para detenerlos?
-¿Cuál es el destino de los hijos gemelos de Heylel y Eloine? Jamás se volvió a saber de ellos y no se sabe si Akrites los ocultó o terminaron en las manos de la Orden de la Razón, pero puede que iniciaran un linaje que en el futuro haga renacer la encarnación del poderoso mago.
-En la saga de novelas El Guerrero de la Ascensión una figura que afirma ser el propio Heylel Teomim comienza a reunir un ejército de Huérfanos y magos diversos y planea asaltar la fortaleza de Horizonte. ¿Es el verdadero Heylel, que ha sobrevivido gracias a su poder o tal vez el de otros o se trata de un impostor?