EL DIOS MUERTO
Aras dormía. Lo cierto es que en aquella prisión tampoco había mucho más que hacer. Encadenado a la pared, con su movimiento limitado, una estancia húmeda y hedionda, entre la paja podrida y su propia orina y excrementos en un rincón. Los días eran largos y aburridos, y la gélida noche de Lituania dificultaba el descanso, pero arrebujado en sus harapos y unas pieles sucias, se esforzaba por conciliar el sueño, removiéndose cansado, inquieto y dolorido.
A lo lejos ululó un búho, y Aras no dejó de pensar en la libertad que disfrutaba el pájaro nocturno mientras él languidecía encerrado, esperando. Para distraerse entonó con debilidad una oración en homenaje a los dioses de sus padres, unas palabras que eran prohibidas en aquellos tiempos violentos e inciertos…
Recordó los motivos que lo habían llevado allí.
Su pueblo estaba en guerra. Las hordas del dios cristiano habían invadido las tierras del Báltico y en su celo no admitían ningún otro dios. Los pueblos que habitaban aquellas tierras desde tiempo inmemorial se habían convertido en enemigos y los caballeros germánicos que llegaban del oeste los habían matado, torturado y esclavizado en nombre de su dios de amor.
Pero todavía quedaban muchos pueblos libres que no aceptaban a los caballeros germánicos ni a su dios. Al principio nada parecía poder detener a las mareas de cruz y de hierro que se extendían por el Báltico, pero en la necesidad los pueblos se habían unido y presentado batalla, dirigidos por sus jefes y duques. Hacía apenas unos años los caballeros habían sido derrotados en la Batalla del Sol, y el Duque Mindaugas había sido reconocido rey de todos los pueblos lituanos.
Pero los caballeros cristianos continuaban siendo una amenaza. La guerra en el Báltico se intensificaba, y aunque la llegada de los mongoles desde el este había constituido un respiro los germánicos siguieron viniendo, con sus caballeros, comerciantes y misioneros, decididos a conquistar la tierra de los pueblos bálticos.
Aras había participado en la Batalla del Sol cuando apenas era un adolescente y recordaba con gozo cómo el jefe Mindaugas y sus guerreros habían cabalgado contra los germánicos hasta alzarse con la victoria. Aquel día los dioses habían estado de su lado…
Sí, los viejos dioses de la tierra todavía caminaban entre su pueblo, a pesar de la amenaza del dios cristiano. El propio Aras lo sabía mejor que nadie, pues formaba parte de un culto de elegidos que servían directamente a Telyavel, el dios de la muerte y la resurrección, que enviaba a sus emisarios para ayudar a sus seguidores.
Aras y su hermano Gintaras habían sido ofrecidos por su madre Gabija al dios. Recordaba aquella noche fría cuando salieron en secreto de su choza en una aldea apartada y se dirigieron con otros vecinos hacia la arboleda sagrada, portando antorchas para iluminar su camino. Recordaba su miedo y su fascinación cuando fueron recibidos por uno de los servidores del dios, una mujer pálida y hermosa y de cabello castaño, que iluminaba la noche con la luz que emitía de su mano sin llama alguna. Cuatro de sus compañeros se mantenían al fondo, cubiertos con largos mantos de color ceniza. En la arboleda los vecinos reunidos rezaron, pidiendo a Telyavel protección y prosperidad en sus vidas.
Y cuando terminaron las oraciones llegó el momento de las ofrendas. Uno tras otro los presentes se adelantaron, depositando en el centro de la arboleda, una parte de las cosechas o un cabrito, bajo la mirada aprobadora de los servidores del dios.
Pero algunos vecinos no tenían nada que ofrecer, así que se adelantaron, inclinándose con humildad. Gabija también se adelantó, llevando a sus hijos de la mano, e hizo que se inclinaran ante la mujer pálida.
Aras apenas recordaba nada de aquel momento. Se sentía fascinado por aquel rostro hermoso y atemporal, que parecía salido del mundo de los dioses, y que se acercaba cada vez más hacia él. Sintió cómo la mujer le besaba en el cuello, una ligera punzada y un gozo como no había sentido nunca. Y de repente aquel gozo desapareció, sintió cómo sus piernas flaqueaban y se desmayó.
Recordaba aquella noche como un sueño, pero no lo había sido. Durante los años siguientes él y su hermano continuaron asistiendo a las ceremonias de Telyavel, especialmente en los días sagrados del dios, y había participado en su culto. Los emisarios del dios venían de noche, recogían las ofrendas y se marchaban. A veces elegían a alguno de los vecinos, que se adentraba con ellos en la noche y que nunca regresaba.
Y finalmente una noche, el propio Aras había sido elegido para servir a los emisarios de Telyavel. Lo ataron a un árbol y lo ungieron con un ungüento dorado como el ámbar. Después bebieron uno tras otro de él y cuando terminaron, le dieron de beber un cuenco lleno de sangre espesa y oscura. Su corazón se llenó de gozo y lealtad hacia Telyavel, sintiéndose en comunión con el dios, y contemplando las tierras verdes y resplandecientes donde reinaba.
Así Aras se había convertido en uno de los elegidos de Telyavel, siguiendo las órdenes de sus emisarios. Había pasado a formar parte de los guerreros del jefe Mindaugas con su hermano y había servido lealmente durante años, siendo los ojos y oídos del dios donde fuera preciso, y en ocasiones había sido su mano ejecutora. El jefe Mindaugas había aprovechado la información que Aras le había traído sobre sus enemigos y los adoradores de Telyavel habían hecho sentir la ira del dios a quienes habían abandonado a los viejos dioses por el dios cristiano.
Sí, habían sido buenos tiempos. Y apenas hacía un año Gintaras, el hermano de Aras, había sido elegido para el sacerdocio de Telyavel, e iniciado en una ceremonia secreta en una de las arboledas del dios. En principio Aras se había sentido frustrado, porque su hermano pequeño no había servido tan diligentemente como él, pero cuando vio la ilusión y la fe en la mirada de Gintaras, consiguió compartir su alegría y la envidia se había apartado de su corazón. Aras no debía cuestionar las decisiones y elecciones de los dioses.
Y había continuado con su servicio al jefe Mindaugas, obedeciendo sus órdenes y las de los elegidos de Telyavel, siendo recompensado en ocasiones con su dulce sangre, que le inspiraba visiones de un mundo donde compartiría el descanso de los guerreros llegado el momento.
Ese momento, que debería haberse demorado durante años, ahora parecía acercarse de manera inexorable. Tras infiltrarse entre los siervos de los caballeros germánicos, Aras había permanecido entre ellos durante varias semanas, escuchando y aprendiendo lo necesario para regresar con los suyos. Había aprendido su lengua, había observado sus movimientos y conocido sus armas de buen hierro forjado, mientras mantenía la cabeza baja como un simple campesino y asentía mecánicamente cuando era necesario, asistiendo a los oficios de un dios en el que no creía, un dios muerto y colgado de un madero, no como Telyavel, un dios realmente vivo y que en verdad compartía la muerte y resurrección con sus elegidos.
Nunca supo cómo lo habían descubierto, si había sido traicionado por uno de los siervos entre los que habitaba, o si alguno de los caballeros se había mostrado especialmente perspicaz más allá de la indiferencia y distanciamiento con que trataban a sus inferiores. En cualquier caso, una mañana fue despertado violentamente en su camastro, ante la mirada atónita y de terror de sus compañeros, y fue llevado a la presencia de uno de los sargentos de los caballeros germánicos, que le miró con unos ojos fríos que no admitían réplica.
Lo interrogaron y golpearon una y otra vez, y aunque el vigor que la sangre del dios le había concedido lo protegía, no pudo evitar el dolor. Sin embargo resistió a las amenazas, a los golpes y a las torturas que recibió en las mazmorras. Nunca se le había ocurrido que alguien pudiera tener tanto ingenio para causar dolor.
Se había aferrado a los recuerdos en un intento de apartar aquel dolor, pero llegó un momento en que ya no sabía qué eran visiones reales y qué delirios inducidos por el sufrimiento. Recordó que su visión se había vuelto roja por un momento, e imbuido por ira había conseguido romper uno de los grilletes que lo retenían, para sorpresa de sus carceleros, pero aquel momento de ira había pasado, el cansancio lo invadió y fue retenido de nuevo.
Y ahí estaba ahora, prisionero en las mazmorras, pasando la noche lo mejor que podía en aquella estancia arriba, arrebujado en unas pieles harapientas, intentando apartar el dolor que invadía sus miembros. Sabía que cuando saliera el sol volverían a buscarlo y el dolor volvería a comenzar, hasta que revelara todo lo que sabía.
Rezó en silencio a Telyavel, pidiendo su favor, y pensando que quizás podría arrebatarse la vida para no traicionarle, pero se encontraba demasiado cansado, quebrantado y dolorido para semejante esfuerzo.
En medio de sus pensamientos en la noche cerrada, Aras escuchó cómo la pesada puerta de madera reforzada se abría con un fuerte rechinar de sus goznes.
***
Eberhard y Konrad procuraban pasar el rato en aquella noche gélida. Aunque disfrutaban de mejor suerte que el prisionero que custodiaban en la mazmorra, no era agradable estar de guardia con aquel frío, aunque iban bien recubiertos de pieles de lobo y con los tabardos de la Orden Teutónica. Para pasar el tiempo charlaban entre ellos, y hablaban de lo que les había deparado la vida. Eberhard era el hijo menor de un noble que tenía tierras en Hildesheim que había muerto prematuramente, y como la herencia que había recibido era escasa, había decidido probar suerte en la Orden Teutónica. El linaje de Konrad era algo más noble que el de Eberhard, pero en su caso tenía la desventaja de ser un hijo ilegítimo, que sólo había recibido la legitimidad a cambio de prestar juramento a la orden.
Y aunque habían terminado en aquellos páramos gélidos junto a la costa del mar Báltico, en medio de una tierra llena de paganos hostiles, Eberhard y Konrad todavía eran jóvenes y conservaban entusiasmo sobre su porvenir. Aunque había sufrido algunos reveses, las fortalezas de los caballeros teutónicos seguían presentes, y decididos a domesticar aquella tierra indómita habían establecido varias fortalezas y encomiendas, desde donde sometían a los pueblos bálticos, y les daban la fe cristiana y los ponían a trabajar, aprovechando aquellas tierras.
En pocos años Eberhard y Konrad se veían al mando de sus propias encomiendas, dirigiendo levas de campesinos para acumular recursos para la orden…y para ellos mismos. Se sentían orgullosos de su labor, considerando que hacían un favor a aquellos paganos sin ley que se dedicaban a adorar a los demonios de los bosques y las bestias y vivir incivilizadamente sin conocer la palabra del verdadero Dios.
De repente, Eberhard sintió una llamada de la naturaleza y así se lo hizo saber a su compañero, que le respondió con una broma obscena que hizo reír a los dos jóvenes a carcajada limpia. Con paso apresurado se dirigió a las letrinas, que se encontraban a poca distancia de la mazmorra y se dispuso a descargar con alivio la jarra de cerveza rubia que había acompañado una cena suculenta de venado asado. Se relajó en la húmeda y sucia letrina mientras orinaba, levantando una nube de vapor fétido.
Su tranquilidad fue alterada por la sorpresa y el susto cuando de repente una mano pálida lo agarró por el cuello con una fuerza de hierro. No le dio tiempo a gritar, sino que se vio invadido por un sopor afilado mientras la sangre se agitaba en sus venas. Sintió una punzada y las piernas le fallaron. Poco a poco su vista se nubló y fue descendiendo en un abismo rojo como la sangre, hundiéndose en un sueño del que nunca despertaría…
***
Konrad sintió un escalofrío y se arrebujó en su capa de piel de lobo. Por Dios, que llegara el alba de una vez para que le relevaran y poder descansar en su lecho. Era agradable compartir la guardia con Eberhard, pero aquel desgraciado pagano no iba a ir a ninguna parte, no después de las torturas que había sufrido. Había que reconocerle entereza, pues no había soltado ninguna palabra entre los gritos que le habían hecho soltar, pero terminaría delatando a sus compañeros paganos y qué les había contado desde que se había introducido traicioneramente entre los caballeros teutónicos. Y si no, la muerte terminaría aguardándole de todas formas…
Eberhard estaba tardando desde que se había ido a las letrinas. Pensó con malicia que quizás estaba haciendo algo más que orinar y sonrió para sus adentros. La castidad de quienes habían prestado juramento a la Orden Teutónica no siempre era fácil de sobrellevar.
Entonces comenzó la canción. Era una voz limpia, que no parecía de aquel mundo. No comprendía las palabras pero parecía la jerga báltica que hablaban los campesinos. Aferró la empuñadura de su espada de acero y se sintió más tranquilo y se incorporó, alerta.
Se oyeron unos pasos y desde la esquina, bajo la tenue luz de las antorchas parpadeantes apareció una figura envuelta en un hábito negro de monje. La tela oscura estaba gastada y en varios lugares descolorida y rota, pero a Konrad le pareció que debía tratarse de un monje, quizás un invitado de la Orden. ¿Pero qué demonios hacía a aquellas horas intempestivas y dirigiéndose a las mazmorras?
-¡Alto! ¿Quién va? –Konrad habló con voz imperiosa y áspera, preparado para desenfundar la espada.
Y aquel monje se detuvo. Se echó la capucha hacia atrás, dejando ver un rostro angelical y pálido. El rostro ovalado y delgado era blanco como la nieve, y los dos ojos lo miraban como los lagos gélidos de aquellas tierras. El cabello era rubio, con reflejo plateado, pero no lo llevaba cortado con tonsura monástica, sino que estaba suelto en una larga melena que le daba una aire femenino a aquella figura. Sus labios rosados se movían pronunciando aquel cántico incomprensible que Konrad estaba escuchando.
El joven caballero reaccionó con sorpresa, pensando que quizás se encontraba ante una aparición celestial, y de hecho emitía un aura de tranquilidad “No tengas miedo” parecía decir sin palabras.
Pero Konrad se fijó que las manos del ángel estaban manchadas de sangre, y que un hilillo rojo caía por la comisura de sus labios. Luchó contra aquella fascinación que lo mantenía quieto y desenvainando la espada, se puso a la defensiva, recordando su adiestramiento militar, adelantando una pierna y preparándose para cargar.
-¡Alto! –volvió a ordenar, en esta ocasión con un tinte de amenaza en su voz.
Pero aquel extraño monje seguía cantando, sin desviar la mirada de él. Extendió las manos casi en ademán de súplica y de repente Konrad sintió un escalofrío y dolor en el pecho. Sentía su sangre agitarse como el agua hirviendo en un caldero en ebullición. Se llevó las manos al pecho y se derrumbó de rodillas. Abrió la boca en un grito pero no consiguió emitir ningún sonido, pues de su interior brotó un torrente de sangre, que fluyó en una corriente casi etérea hacia aquellas manos que lo esperaban anhelante.
En sus últimos pensamientos de consciencia Konrad entonó una oración silenciosa, pidiendo a Dios que lo librara de aquel demonio con rostro de ángel que había venido para arrebatarle la vida.
***
La puerta de la mazmorra se abrió con un crujido. Aras aceptó aquel sonido con anticipación y cierto alivio. Esperaba que aquel día fuera el último, que el dolor se acabara y que si los dioses lo habían encontrado digno, ocupar un lugar junto a ellos. Se removió en el suelo de la mazmorra ante la protesta de su cuerpo maltrecho y se dio la vuelta para ver a sus carceleros.
Pero no eran los servidores de los caballeros germánicos quienes habían venido a buscarle. En el umbral iluminado por la parpadeante luz anaranjada del largo pasillo que llevaba a la mazmorra se encontraba una figura pálida envuelta en un hábito oscuro, y esa figura era…Gintaras.
Hacía tiempo que no veía a su hermano pequeño, desde que los elegidos de Telyavel se lo habían llevado para educarlo en el conocimiento del dios, y verlo allí, en aquel lugar húmedo y sucio, tan alejado de los amplios bosques del Báltico, era toda una sorpresa, o quizás una bendición.
Mientas se acercaba, Gintaras le miraba en silencio, con sus ojos azules, claros y distantes. Creyó percibir en ellos un sentimiento de pena, y cuando una lágrima de sangre comenzó a derramarse de uno de ellos no pudo impedir que la tristeza también invadiera su interior. Su hermano había venido a buscarle, de alguna manera que no comprendía, pero allí estaba.
-No…llores –pronunció con dificultad, sintiendo una punzada al tragar saliva.
Su hermano se inclinó sobre él y le ayudó a incorporarse hasta que quedó sentado en el suelo de la mazmorra. Sus manos estaban gélidas y estaban manchadas de sangre seca. Lo estrechó entre sus brazos y Aras se dio cuenta de que no sentía ninguna calidez, ni escuchaba los latidos de un corazón joven.
-Hermano mío, ¿qué te han hecho? –Habló Gintaras con una voz que le costaba recordaba, sin preguntar realmente a nadie.
-He…servido con lealtad a Telyavel. No importa.
La mirada de tristeza de su hermano se disipó en un momento, dejando paso a una expresión de furia contenida. Sus brazos le estrecharon con más fuerza.
-Telyavel está muerto –dijo Gintaras con un tono que no admitía réplica.
-¿Muerto…?
-Sí, muerto. He visto su templo profanado. Ya no está entre nosotros.
-Pero…
Gintaras revolvió el pelo de Aras, instándole a callar, y después continuó, como si lo aleccionara.
-Muerto, hermano. Quienes afirman servirlo son usurpadores que se aferran a su culto como si fueran garrapatas. Roban las ofrendas y beben la sangre de los sacrificios.
Aras escuchaba en silencio, con una mirada de incomprensión y algo de miedo. Su hermano hablaba con serio.
-Lo sé porque me convirtieron en uno de ellos. Sabes que me eligieron, pero no fue porque el dios me hubiera elegido, sino porque mi maestra me encontró hermoso. Un capricho.
“Junto a ellos aprendí mucho. Son brujos, hechiceros, que afirman que Telyavel los resucitó de entre los muertos, pero es mentira. Nos han mentido. Acechan entre nuestros pueblos, nos hacen servirles y nos ordenan luchar contra los germánicos porque no quieren que les arrebaten sus tierras.”
A medida que su hermano hablaba, Aras se sentía cada vez más horrorizado, mientras sus creencias, aquello a lo que había dedicado su vida, se tambaleaba, cuestionado.
-…Me rebelé contra ellos, acusándoles de ensuciar el nombre de los dioses. Y me castigaron. Fueron ellos quienes te delataron a los caballeros de la cruz cristiana, para que te mataran y así hacerme daño. Pero no estaba dispuesto y escapé.
-Gintaras…-las palabras de su hermano le dolían. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pugnando por salir.
-Y aquí estoy –concluyó-. Quizás haya llegado tarde, pero mi sangre puede salvarte y darte una nueva vida como la mía. ¿Estás dispuesto a aceptarla y recibir una nueva oportunidad o prefieres que tu vida termine?
Aras miró a su hermano. Su rostro blanco mostraba determinación y también una ferocidad que lo asustaba. ¡Qué diferente había sido de aquel niño con el que había compartido su infancia! Y allí se encontraba ahora, en la oscuridad de aquella mazmorra, iluminada por la tenue luz que entraba por el umbral de la puerta.
La verdad es que le costaba comprender, pero en el rostro de su hermano pequeño vio todas las respuestas que necesitaba. Gintaras había venido a salvarlo. Quería que viviera. Así que haciendo acopio de fuerzas habló por encima del dolor.
-Quiero vivir…-sus palabras fueron todo un alivio.
Gintaras asintió y estrechó a su hermano entre sus brazos, hundiendo su rostro en su cuello sucio y amoratado. Aras sintió un escalofrío y una repentina punzada, mientras su sangre se agitaba con un gozo inesperado. Aquella sensación arrastró el dolor y las penas, invadiéndole con un dulce sopor que lo llevaba hacia un sueño eterno. De repente el rostro de su hermano se alzó, con los labios manchados de sangre y entonces los unió a los suyos en un beso.
La sangre de su hermano era dulce y metálica. Le recordaba a la sangre que había probado en las ceremonias de Telyavel. Un torrente afilado como mil cuchillas se extendió como un escalofrío gélido por el cuerpo de Aras, un dolor como nunca había conocido. Sintió que se moría, hundiéndose en las aguas de la muerte, pero la mano pálida de su hermano lo aferraba y lo arrastraba de nuevo hacia la vida. Una nueva vida.
***
A la mañana siguiente los caballeros teutónicos encontraron los cuerpos helados de los novicios Eberard y Konrad congelados delante de la mazmorra. Sus rostros estaban llenos de sorpresa, blancos como la nieve, y en sus venas no quedaba ni una gota de sangre. El prisionero había escapado de la mazmorra sin dejar ni rastro, y muchos creyeron que los demonios paganos habían venido para reclamar su alma durante la noche.
En su miedo había más verdad de la que creían.