Los tres cofrades de la Manada Sin Nombre no tardaron en llevar a cabo la inspección del viejo almacén. La batida a la planta superior del refugio no fue minuciosa, pero Marcelo y Lennart , tras unos minutos, habían dado cuenta de ella. Aunque ninguno de los dos era ducho en tareas de investigación, pues eran otras sus habilidades, llegaron a la conclusión de que allí arriba no había nada fuera de lo común; o que les llamase demasiado la atención. Las cristaleras del muro de ladrillo estaban intactas, aun cubiertas por la gruesa capa de polvo y las densas telas de araña que se habían ido formando desde hacía años; mucho antes de que la primera formación de la manada decidiese asentarse en la fábrica. De la misma manera, repasaron varios de los cerramientos improvisados que apuntalaban la nave, aquí y allá, dispuestos toscamente por Nardone y Fiorella tras la llegada de esta última a Florencia; y que mantenían estanca la parte superior de la nave allí donde había peligro de que el deterioro obra del paso del tiempo y la falta de mantenimiento de la estructura abriese hueco al exterior. Todo estaba aparentemente en orden.
- ¿Quizá en sus habitaciones? - le sugirió hábilmente Marcelo al lasombra. Lennart asintió al caer en la cuenta de que había dos estancias en las que hacía años nadie entraba. Así que, se separaron durante unos momentos y cada uno se dirigió a uno de los cuartos.
El guardián encontró el nicho de Fiorella tal y como esta lo había dejado. El desorden y la pestilencia de aquel hediondo agujero, para alguien tan meticuloso, pulcro y organizado como él, le desagradó sobremanera; un sentimiento que podía leerse en la nariz arrugada y la mirada de desaprobación del sacerdote cuando barrió con atentos ojos aquel caótico despropósito que, se suponía, debía ser un lugar dedicado a la introspección, al desarrollo y al crecimiento interior.
Decenas de diminutas niñas de trapo con ojos de cristal amontonadas en un rincón. Algunas con los brazos o las piernas amputadas, otras con los pelos arrancados, y varias de ellas con las inconfundibles marcas negras de haber sido pasadas por el fuego parecían darle la bienvenida al «cuarto de juegos». En la pared izquierda, encontró un armario sin puertas, de cuya barra, sujetas por pinzas, colgaban las pieles resecas y acartonadas de varias ratas desolladas. El lasombra no tardó en entender que eran los lujosos abrigos de piel de las barbies.
«Innecesariamente repugnante», pensó. Después cruzó la habitación, apartándose del foco de aquel olor apestoso, y fue hasta un gran corcho colgado sobre la pared derecha; junto a un pequeño y viejo catre. Sobre él, clavados con agujas, se exponían recortes de revistas y un buen número de fotografías de intervenciones quirúrgicas, tumores, autopsias, cuerpos deformados, animales abiertos en canal y muchas, de hecho muchísimas páginas arrancadas de revistas pornográficas en las que los protagonistas llamaban la atención por poseer atributos de ambos sexos. Todo superpuesto sin orden ni concierto. Y, sobre todas aquellas imágenes, coronando el tétrico collage, una gran fotografía a todo color de una "Acherontia Atropos".
Bajo el corcho, un pequeño tocador lleno de pequeñas herramientas; que seguramente le habían sido sustraídas a Ricardo del taller: cubiertos de polvo, óxido y sangre encontró alicates, cutters de varios tamaños, unas tenazas, clavos y tornillos, papel de lija de distinto grano y un juego de sierra con distintos grosores de hoja. Había también gasas, vendas, bobinas de hilo y tijeras, y una cajita atiborrada de miles de alfileres; todo dentro de un estuche de costura metálico.
«La pequeña se había hecho con su pequeño y propio maletín de juegos», pensó el turinés, cogiendo una de las esquinas de un sobre que sobresalía de la caja y que, al estar fuera de contexto, había llamado su atención. Tiró de él y las iniciales escritas en rojo oscuro del dorso fueron demasiado tentadoras como para obligarse a obviar lo que contendría:
«Mi querida polilla sangrienta,
Tras tu última visita a mis aposentos pudimos decidir, juntas y con la confianza entre amigas - ¿me equivoco al considerarte tal? - que todo cambio requiere de análisis y paciencia. ¿Acaso tus mariposas nocturnas no deben romper su capullo antes de salir a la luz? Dime ¿No son la dificultad y el dolor la antesala de la vida misma? ¿Uhm? Así como es mal alumno quien no se esfuerza en la práctica tras una lección teórica, es mal tutor quien no apremia al esfuerzo y la más alta exigencia de su aprendiz; incluso hasta el castigo. Entenderás, pues, que tu nueva tarea requiere de cierta...determinación, ¿No es así, pequeño horror mío? Deberás sacar a la luz y pulir el hueso de uno de esos rechonchos y preciosos deditos tuyos. ¿Me lo mostrarás así en nuestro próximo encuentro, querida? Oh, qué digno de tu visita sería. Qué alegría para esta humilde y obcecada servidora de la carne verlo así...Estoy convencida de que hallarás el lugar, el momento y la manera de acometer este nuevo ejercicio. Considéralo una nueva prueba - « de facto» - de que tu voluntad para conmigo es férrea y atrás has dejado la temblorosa mano que tocó mi umbral pidiendo guía por vez primera. Recuerda que la primera garantía del éxito es demostrarse a uno mismo ser merecedor de él. Ardo en deseos de poder ver tus avances, y de que me cuentes «eso otro» que no podemos arriesgarnos a poner sobre papel. Sin duda, es mejor mantener nuestro pequeño secreto ¿verdad?
Me despido hasta entonces de ti, dulce enmascarada mía, recordándote que no has de desesperar en la aceptación y comprensión del dolor. Ya ansío verte de nuevo, mi condesita deforme...paciencia.
Sinceramente resuelta a guiar tu pasos,
R.L.»
La tinta de sangre y aquellas letras ornamentadas con bucles y filigranas, seguían siendo tan intensas, estaban tan llenas de vida y emoción, aún después de tanto tiempo, que Lennart no pudo sino sentirse algo azorado al ponerle rostro a quien la firmaba. ¿Debería prestar atención a aquello? ¿Dejaría la carta donde la había encontrado? ¿Era solo una de toda una colección? O, incluso más ¿Sabían los demás de ello?
Sin acertar aún a si merecía ser mencionado o siquiera darle importancia, la certeza de que tenían una larga noche por delante le apremió a echar otro vistazo a la habitación. Tras no encontrar nada más digno de mención, salió de nuevo a la pasarela unos segundos después. Casi podía escuchar en su cabeza el malicioso y sibilino eco de la voz de la sacerdotisa de la Divina Comedia animado a la pequeña Fio a automutilarse; un eco que iba acompañando sus pasos. En cualquier caso, decidió, nadie ni nada podía haber entrado por allí.
Alessa nunca cerraba la puerta de su aposento; así que, todavía, aunque solo fuese en momentos puntuales, cuando el brujah pasaba cerca del marco se sorprendía al darse cuenta de que, de forma inconsciente, evitaba mirar dentro y recordar, si lo hacía, que no la volvería a ver. La malkavian había dejado una impronta indeleble en él, había sido un faro - puede que incluso más, un oráculo - al que recurrir tras dar el gran salto a esa otra forma de entender el don de la inmortalidad con el que se le había bendecido. Pues ahora, sabía, su conversión en cainita había sido una bendición, y no la condena con la que muchos de sus congéneres, ya enemigos, de la Torre gustaban de autoflagelarse.
«Putos débiles de espíritu. Deberían estar todos estacados, con sus tiesas e inmaculadas pieles de mierda secadas al sol».
Ella, su «hermana mayor», le había hecho comprender aquello, pero lo que era más importante: le había dado una razón de ser. Un propósito. Una misión en la no-vida. Y, con ello, la confianza ciega en sí mismo y la determinación necesaria para luchar por convertirse en un sabbat con pleno derecho dentro de la Secta. Desde luego, no estaba siendo un paseo, y lamentablemente, la inefable hija de malkav ya no transitaría junto a él el largo camino de baldosas amarillas, mostrándole por dónde debía pisar y la mejor manera de hacerlo. Había sido otro el sendero por el que su ex cofrade había decidido deambular, y él, si era sincero consigo mismo, podría llegar a decir que, de una manera bastante particular, echaba de menos a su primera mentora, compañera y guía en la Espada de Caín.
Quizá fue por alguno de aquellos motivos, o la suma de todos ellos, por los que antes de entrar cerró los ojos y se armó de concentración. Penetrar en el «sancta sanctorum» de la lunática sin pedirle permiso, incluso en una ausencia que prometía ser eterna, seguía incomodándole. Como si estuviese profanando un lugar que tácitamente habían acordado sagrado entre ellos . No obstante, dejando sensiblerías propias de amariconados camaratas a parte, Gozza se recuperaría de aquel duro golpe. Sabía que así sería y que, casi con toda probabilidad, se iba a tener que enfrentar a situaciones infinitamente más difíciles que la pérdida de Alessa. Como la de esa noche. ¿Quién estaría entonces a su lado? La respuesta no admitía duda alguna: su Ductus y su Sacerdote, a quienes ahora se debía. O, a quienes se debía hasta que se le demostrara lo contrario, al menos.
Fue ese pensamiento el que despejó y apartó de su mente a su antigua hermana, y lo que hizo que entrase en la habitación con los ojos bien abiertos. Una vez más se sorprendió de lo irónico que era que una mente supuestamente tan perturbada y desarmada como la de un malkavian fuese capaz de extrapolar su desorden mental a un nivel de organización y pragmatismo como el del cuarto de la ex sacerdotisa. La austeridad y el control sobre lo material era la nota dominante allí dentro. En un extremo, apenas un par de librerías con una exquisita colección de volúmenes y ediciones concienzudamente elegidas. Al otro, una lámpara de pie junto a un amplio sillón de cuero blanco y un pequeño escritorio de bella manufactura que albergaba, debidamente clasificada, una amplia y variada correspondencia; junto a un diario. El centro de la habitación estaba ocupado por un gran lecho cubierto de delicadas sábanas blancas de seda y tras él, junto a la pared del fondo - cuya ventana estaba sellada con tablones de madera - una preciosa, extraordinariamente cuidada e inquietante armadura de samurai que desprendía fuerza, templanza, violencia y nobleza por igual. El olor a incienso en el ambiente perduraba incluso entonces, tantos años después.
Todo estaba tan perfectamente ordenado y colocado, uno se sentía tan equilibrado allí dentro, que cabía preguntarse si verdaderamente estaba en el lugar de reposo de una mente tan psicopática como la que se le presuponía a un malkavian antitribu. Y, sin embargo, Marcelo podía dar fe de ello.
«La preclaridad de la locura», se recordó.
Recorrió el cuarto despacio, pasando el dedo índice por los lomos de los libros mientras caminaba y se cercioraba de que todo estaba tal y como su mente recordaba. Cuando llegó a la altura de la armadura se detuvo a observarla, quizá encontrando en ella un reflejo de sí mismo, aunque fuese uno deformado. Tras unos segundos, en una de las piezas del pecho, observó una pequeña inscripción, un fino grabado que otras veces, al no atreverse a mirar con descaro en presencia de Alessa, no había tenido ocasión de ver, pues era tan nimio que obligaba, prácticamente, a pegar la cara sobre la armadura para poder leerlo, cosa que hizo atentamente:
«Las grandes almas tienen voluntades;
las débiles tan solo deseos.
Las inmortales están a cargo de ambas.
Cuanto más poder demuestres, más te oprimirán.
Hoy los salvaste y aun así se volvieron en tu contra.
Estás en los comienzos de tu poder.
Todo es humo.
Une tu camino con el mío.
Juntas seremos más fuertes
Y traeremos
aquello que a todos eleve».
C.R.
Florencia
25/12/95
De abrupto, Marcelo se sobresaltó al escuchar a Lennart golpear suavemente la puerta abierta con los nudillos, sacándole del ensimismamiento que le había embriagado durante los últimos segundos. Ninguno de los dos había encontrado resquicios de lo que buscaban, ni forma posible de que hubiesen entrado los gatos.
Ojo Puto sondeó la planta baja con la misma templanza con la que le había hablado a sus dos hermanos. Como ductus de la manada y practicante de la tortura, sabía que las respuestas siempre llegaban. Tarde o temprano, pero siempre acababan por llegar. Más esquiva era la verdad, bien era cierto, pero aún así cuestionó la necesidad de aventurarse a presuponer qué era lo que había pasado. Al nosferatu, normalmente, no le importaban tanto el qué y el cómo, sino el «por qué» de las cosas. A solas, recorrió toda la parte inferior del refugio: desde la entrada, hasta la persiana metálica de la zona en la que los camiones cargaban y descargaban mercancías, muchas décadas atrás.
Conocía plenamente cada rincón del refugio a esas alturas como para hacerlo a paso vivo y sin malgastar tiempo, prestando atención a todo, pero sin demorarse ni entrar en excesivo detalle con nada. Las numerosas cajas de cartón y conglomerado, estaban colocadas en el mismo lugar de siempre; las taquillas de los empleados seguían vaciás; los contenedores abiertos seguían conteniendo únicamente los descartes de madera y plástico que ya conocía; las herramientas y útiles de trabajo seguían tan desperdigadas como antaño. Ni el polvo sobre las máquinas industriales, esqueletos fosilizados por el paso del tiempo y el desuso, parecía fuera de lugar.
«Todo está en orden...extraño», reconoció, justo antes de que su cuerpo se parara en seco. Había estado caminando junto a la pared, bordeando el perímetro. Nardone dio dos pasos hacia atrás, sintiendo el frío de la noche en los tobillos y encontrando con la mirada aquello que había detenido inconscientemente su avance. A sus pies, caída, había una pequeña rejilla de ventilación y el hueco que debería estar tapando; no era lo suficientemente grande como para que alguien se colase por allí, pero sí lo bastante para que algún animal de bajo tamaño pudiese hacerles una visita inesperada. El nosferatu sonrió con desdén ante la obviedad,
«Así que, esto es todo, se han colado por aquí».
Con esa parte de toda aquella intriga resuelta pareció darse por satisfecho. La actitud de los felinos seguía siendo un misterio, pero al menos ahora sabía por dónde habían penetrado en el refugio. Casi podía intuir el rostro decepcionado de sus cofrades por una explicación tan terrenal; aunque agradeció haber encontrado un motivo que rebajase las terribles pesquisas que habían compartido minutos antes. Tras ir a por un martillo y unos cuantos clavos volvió al lugar por el que habían entrado los gatos, dispuesto a sellar el hueco con la rejilla de nuevo.
Fue al ponerse en cuclillas cuando un brillo metálico llamó su atención. Metió la mano dentro del agujero y cogió un pequeño collar con cascabel del que colgaba un mechón de pelo corto y áspero.
«Alguno debe haberse enganchado al entrar». Del collar también colgaba una pequeña argolla, y de esta una plaquita con una dirección:
«Propiedad de Madame Courier»
Mientras se la guardaba en el bolsillo, escuchó el ruido metálico de las pisadas de Marcelo y Lennart bajando las escaleras que conectaban las dos plantas. Les dejó acercarse a la vez que clavaba y afianzaba la rejilla a la pared con precisos martillazos, comprobando después que no volvería a ceder. El lasombra y el brujah entendieron al instante qué era lo que estaba haciendo. Comprobada la defensa del refugio, los tres acordaron que era hora de marcharse, a prisa. Por el camino, o una vez que llegasen al subterráneo destino al que se dirigían, podrían compartir sus impresiones. O no.
Media hora después, tras avanzar a paso vivo por el laberinto subterráneo, y guiados por el nosferatu, los tres cainitas llegaron al lugar en el que el Ductus les contó haber encontrado a Guido. El malkavian no parecía haber vuelto allí, pero eso tampoco quería decir que no estuviese oculto aún en algún otro lugar de las cloacas; ni, tampoco, que si daban con él estuviese demasiado «receptivo» a que alguien le molestase. Sin embargo, la noticia del asesinato de D´Abraccio no era, ni muchísimo menos, algo menor, y quizá encontrar a su chiquillo antes de que alguien más lo hiciese les ayudase a ganarse un tanto como manada, o al menos, algo que les sirviese para intentar esclarecer qué era lo que había pasado esa noche.
¿Por dónde empezar? La red subterránea se bifurcaba en aquel punto a izquierda y derecha, abriendo varias posibilidades de seguir penetrando en las entrañas de Florencia. La decisión en ese momento no era difícil de tomar: o seguían los tres juntos y dejaban de explorar una parte de las alcantarillas, o se separaban para abarcar ambas direcciones. Esta última opción, en una ciudad que estaba en jaque por la destrucción de uno de sus antiguos, estaba revestida inherentemente de cierto peligro. Además, tras un par de horas empezaría a amanecer, y eso podía suponerles otro pequeño dolor de cabeza ¿Volver a la cierta seguridad del refugio antes del alba o pasar el día allí abajo y despertar lejos de él la noche siguiente?