Re: [Narrativa] Nuevas Perspectivas
Publicado: 23 Jun 2022, 17:58
William Duffy podía llegar a ser un cainita muy «perezoso» las noches en las que tenía que abandonar su refugio, y aquel 20 de Enero no iba a ser diferente. El brujo despertó a solas en la cripta en la que pasaba el letargo diurno, como cada noche, encerrado con la única compañía de sus propias pesadillas: unas amantes exigentes, insidiosas y voraces de su carne putrefacta y su alma corrompida, si es que quedaba algo de ésta última. Y como tantas otras veces, pequeñas gotas de vitae le cubrían la frente y la cara, lo que le daba, una vez más, una primera visión del mundo cubierta de sangre.
Esa noche no recordaba qué era lo que había soñado, quizás las mismas imágenes recurrentes, proféticas o no, que llevaban manoseando su consciencia durante más de un siglo de inmortalidad. La sensación, y esa sí que nunca lo abandonaba, ni dormido ni en vigilia, era como si dos garras manchadas de lodo arañasen su mente hasta deshacerla. Como si un «cello» estridente y desafinado hubiese estado ocupando cualquier malogrado intento de conexión neuronal que le mantuviese en calma, como el ser finito que se suponía que era.
En un acto tan extraño como cotidiano para él, sintió en su puño cerrado el tacto del jirón de tela blanca sobre el que iba a estampar su propia imagen, una versión de sí mismo distorsionada y teñida de rojo oscuro casi negro, la que desde que fue creado a la oscuridad y la noche, era incapaz de reflejar sobre un espejo. Aunque, seamos sinceros, solo pensar en ver su reflejo ocupando el cristal era algo que le hacía estremecer, que le repelía como la misma luz del sol. Desconocía a esas alturas cuándo había nacido aquella malsana costumbre, ese episodio ritual privado en el que se perdía durante largos minutos, observando el patrón indescifrable estampado sobre el tejido buscando, quién sabe, si una respuesta, una señal, un vestigio o rastro de cómo poder escapar - o caer de bruces al fin - de su ignominioso destino; pero estos aún escapaba a su comprensión.
Alguna vez había pensado en compartir con Aghaté aquello, pero en parte sabía que la bruja no podría acompañarle, o acercarle mucho más de lo que se había acercado ya por sí mismo, hasta aquellas orillas desconocidas. Y, en honor a la verdad, era algo que casi agradecía, ya que arrastrar a la sacerdotisa a su oscuridad interior podía ser un viaje de no retorno para los dos. No, esa peregrinación debía hacerla solo, o en cualquier caso, acompañado de un ser tan entregado a las oscuras profecías de Montreal como él. Podía ser esa una de las razones por las que le costaba tanto despegarse de las sombras del viejo refugio, la casi certeza de estar solo en mitad de un páramo desierto de voluntad. Solo, sujetando el velamen resquebrajado de un navío en mitad de la última tormenta perfecta.
Por desgracia, de entre todos los endiosados asesinos, condenados, psicópatas, violadores ególatras y parricidas consumados que poblaban el sabbat de la Ciudad de Los Milagros Negros dudaba que encontrase a nadie con tan poco que ganar como era "la verdad". Los demás, sus hermanos del sabbat, preferían vivir - y eran afortunados por poder hacerlo - en la comodidad de la superficie; envueltos en la capa de seguridad de los horrores mundanos.
Porque no nos engañemos, ¿Quién está dispuesto a dejarse caer en la espiral que desciende al auténtico infierno?
***
El nuevo refugio de Los Relojeros era todo lo que había esperado que iba a ser. Estridencia, sudor y el olor de una tonelada de litros de sangre embebida en alcohol penetrando por sus fosas nasales. Un interior sacado de las fantasías gótico/ciber/punks de una mente adolescente. Uno que prometía dolor real a esas fantasías, pero que frente a sus ojos pecaba de futilidad. No iba a atreverse a decir que en consonancia con el carácter de la nueva ductus de la cofradía, dudaba de que en el fondo Cottonbouché fuese tan banal e insustancial como la mayoría de los presentes, clichés con colmillos y zarpas, aunque quién podía asegurarlo. No, definitivamente, no. No iba a depositar la frustración que sentía esa noche sobre la libidinosa serpiente en su - por su forma de entender muchas cosas - decrépita casa. Y es que si aquella noche era festiva, pondría la mejor de sus sonrisas y se mimetizaría con la supuesta alta sociedad cainita. Y eso, ni más ni menos, era lo que podía verse bajo el viejo y ajado sombrero de Bill, pues el resto de su rostro estaba cubierto de un falso antifaz, una densa sombra que a modo de máscara ocultaba ojos y nariz. Como si aquella cara estuviese compuesta solo por ella. Únicamente una amplia e inquietante sonrisa de dientes fuertes, anchos e impolutos. Ajena de desprecio o desafío, pero tan contundente en su frialdad como el hielo invernal.
Dirigiéndose al bullicio pudo ver algunas caras conocidas, aunque no por ello podía asegurar que amigas. Los mismos sacos de huesos andantes de siempre, los mismos celebrantes sanguinolentos que una noche calcada a otras tantas tendría que esforzarse por volver tolerar de buen grado. Pensó en cuánto tiempo tardarían en llegar La Rosa y Las Viudas, y qué otros insignes sabbats se dejarían caer por allí dispuestos a saborear las mieles de violencia y chorreante sangre fresca por cortesía de Cottonbouché y los suyos. En cuántos, como Gharston Roland, acudirían solo para reportar a Valez un informe de la velada. En cuantos de ellos seguían equivocando la dirección de sus dentelladas. Todos. Todas.
Pero el destino, caprichoso y vengativo, descargó con fuerza un impulso eléctrico a lo largo de sus colmillos cuando se situó tras Ágathe, haciéndole dudar de si la razón que tenía para estar allí esa noche tendría que aplazarse, o si justo tendría algo que ver con el cainita sobre el que ambos dispensaban su atención. Le habló a su hermana con un deje de duda y odio contenido en la voz.
- ¿Ese...es...? ¿Es él?
Cómo podía haberse metido allí era algo que se escapaba a la lógica, a no ser que Los Relojeros... ¿Estaba realmente Gabriel Dainese entre los asistentes?
Esa noche no recordaba qué era lo que había soñado, quizás las mismas imágenes recurrentes, proféticas o no, que llevaban manoseando su consciencia durante más de un siglo de inmortalidad. La sensación, y esa sí que nunca lo abandonaba, ni dormido ni en vigilia, era como si dos garras manchadas de lodo arañasen su mente hasta deshacerla. Como si un «cello» estridente y desafinado hubiese estado ocupando cualquier malogrado intento de conexión neuronal que le mantuviese en calma, como el ser finito que se suponía que era.
En un acto tan extraño como cotidiano para él, sintió en su puño cerrado el tacto del jirón de tela blanca sobre el que iba a estampar su propia imagen, una versión de sí mismo distorsionada y teñida de rojo oscuro casi negro, la que desde que fue creado a la oscuridad y la noche, era incapaz de reflejar sobre un espejo. Aunque, seamos sinceros, solo pensar en ver su reflejo ocupando el cristal era algo que le hacía estremecer, que le repelía como la misma luz del sol. Desconocía a esas alturas cuándo había nacido aquella malsana costumbre, ese episodio ritual privado en el que se perdía durante largos minutos, observando el patrón indescifrable estampado sobre el tejido buscando, quién sabe, si una respuesta, una señal, un vestigio o rastro de cómo poder escapar - o caer de bruces al fin - de su ignominioso destino; pero estos aún escapaba a su comprensión.
Alguna vez había pensado en compartir con Aghaté aquello, pero en parte sabía que la bruja no podría acompañarle, o acercarle mucho más de lo que se había acercado ya por sí mismo, hasta aquellas orillas desconocidas. Y, en honor a la verdad, era algo que casi agradecía, ya que arrastrar a la sacerdotisa a su oscuridad interior podía ser un viaje de no retorno para los dos. No, esa peregrinación debía hacerla solo, o en cualquier caso, acompañado de un ser tan entregado a las oscuras profecías de Montreal como él. Podía ser esa una de las razones por las que le costaba tanto despegarse de las sombras del viejo refugio, la casi certeza de estar solo en mitad de un páramo desierto de voluntad. Solo, sujetando el velamen resquebrajado de un navío en mitad de la última tormenta perfecta.
Por desgracia, de entre todos los endiosados asesinos, condenados, psicópatas, violadores ególatras y parricidas consumados que poblaban el sabbat de la Ciudad de Los Milagros Negros dudaba que encontrase a nadie con tan poco que ganar como era "la verdad". Los demás, sus hermanos del sabbat, preferían vivir - y eran afortunados por poder hacerlo - en la comodidad de la superficie; envueltos en la capa de seguridad de los horrores mundanos.
Porque no nos engañemos, ¿Quién está dispuesto a dejarse caer en la espiral que desciende al auténtico infierno?
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El nuevo refugio de Los Relojeros era todo lo que había esperado que iba a ser. Estridencia, sudor y el olor de una tonelada de litros de sangre embebida en alcohol penetrando por sus fosas nasales. Un interior sacado de las fantasías gótico/ciber/punks de una mente adolescente. Uno que prometía dolor real a esas fantasías, pero que frente a sus ojos pecaba de futilidad. No iba a atreverse a decir que en consonancia con el carácter de la nueva ductus de la cofradía, dudaba de que en el fondo Cottonbouché fuese tan banal e insustancial como la mayoría de los presentes, clichés con colmillos y zarpas, aunque quién podía asegurarlo. No, definitivamente, no. No iba a depositar la frustración que sentía esa noche sobre la libidinosa serpiente en su - por su forma de entender muchas cosas - decrépita casa. Y es que si aquella noche era festiva, pondría la mejor de sus sonrisas y se mimetizaría con la supuesta alta sociedad cainita. Y eso, ni más ni menos, era lo que podía verse bajo el viejo y ajado sombrero de Bill, pues el resto de su rostro estaba cubierto de un falso antifaz, una densa sombra que a modo de máscara ocultaba ojos y nariz. Como si aquella cara estuviese compuesta solo por ella. Únicamente una amplia e inquietante sonrisa de dientes fuertes, anchos e impolutos. Ajena de desprecio o desafío, pero tan contundente en su frialdad como el hielo invernal.
Dirigiéndose al bullicio pudo ver algunas caras conocidas, aunque no por ello podía asegurar que amigas. Los mismos sacos de huesos andantes de siempre, los mismos celebrantes sanguinolentos que una noche calcada a otras tantas tendría que esforzarse por volver tolerar de buen grado. Pensó en cuánto tiempo tardarían en llegar La Rosa y Las Viudas, y qué otros insignes sabbats se dejarían caer por allí dispuestos a saborear las mieles de violencia y chorreante sangre fresca por cortesía de Cottonbouché y los suyos. En cuántos, como Gharston Roland, acudirían solo para reportar a Valez un informe de la velada. En cuantos de ellos seguían equivocando la dirección de sus dentelladas. Todos. Todas.
Pero el destino, caprichoso y vengativo, descargó con fuerza un impulso eléctrico a lo largo de sus colmillos cuando se situó tras Ágathe, haciéndole dudar de si la razón que tenía para estar allí esa noche tendría que aplazarse, o si justo tendría algo que ver con el cainita sobre el que ambos dispensaban su atención. Le habló a su hermana con un deje de duda y odio contenido en la voz.
- ¿Ese...es...? ¿Es él?
Cómo podía haberse metido allí era algo que se escapaba a la lógica, a no ser que Los Relojeros... ¿Estaba realmente Gabriel Dainese entre los asistentes?