Butler Hall tenía aromas de otro tiempo que provocaron un zurriagazo de sensaciones en Montecristo. No le fue demasiado complicado acceder al interior por una de las vetustas puertas de madera que comunicaban una especie de pequeña aula de eventos con un pequeño patio trasero. La entrada principal había sido acondicionada y modernizada, pero en la parte trasera la residencia de estudiantes aún tenía un aspecto propio de los años sesenta. Podía recordar lejanamente Butler Hall bajo la luz del atardecer y también algunos encuentros que organizaban los Sturbridge en este lugar para recibir a jóvenes miembros del Clan antes de plantearse facilitarles el acceso a otros espacios más privados.
El olor de la madera se entremezclaba con el de los ambientadores y en el ambiente flotaba una especie de aroma ligeramente ferroso que solía acompañar a la presencia del Clan en todo el campus de Columbia. Montecristo se sintió extrañamente...
como en casa. No obstante, a veces el hogar no es tan dulce hogar.
Esa misma sensación sanguínea que notaba en el ambiente le erizaba el vello de su piel muerta. Su conocimiento de la Magia de la Sangre aún estaba presente en lo más profundo de su propio ser vampírico, y sus sentidos se agudizaron de manera instantánea. Ya no sólo por las voces de jóvenes estudiantes que podía notar al otro lado del pasillo, fuera del aula a la que había podido acceder. Ya no solo por las linternas de agentes de seguridad que cada cierto tiempo pasaban por los cuidados espacios de césped del exterior.
Era por
algo más.
No tardó en detectar el origen de esa sensación instintiva. La puerta del aula tenía dibujada una especie de letra "A". Seguramente para cualquiera indicaba el número de la clase. La forma picuda de las patas de la letra, así como una especie de ligero ruido blanco que creía escuchar, como una especie de electricidad estática, le dieron la respuesta. Podía llegar a intuir unos metros por delante de la puerta entreabierta a uno de los chicos residentes en aquel lugar.
Y Montecristo era consciente de que atravesar esa puerta podría acarrearle graves problemas. Sus hermanos probablemente habrían minado toda Columbia con aquel tipo de protecciones.
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Pagliacci sintió la humedad del barro y el agua mezclada con el frío de la brisa, el olor de una naturaleza en podredumbre y de los desechos industriales, el de la gasolina de los vehículos, el sonido de los aviones a lo lejos entremezclado con algún búho que por increíble que pudiera parecerle a la Caitiff aún tenía la capacidad de sobrevivir en un entorno como aquel en el que la industrialización había corrompido lo que un día debió ser un humedal como pocos en la Costa Este.
Era un cadáver escondido en un terreno moribundo. En cierto modo le hizo gracia la ironía al tiempo que sintió compasión de sí misma. Polvo eres y en polvo te convertirás. Siendo polvo, barro y mierda en todo el camino intermedio.
Pagliacci escuchó un click que acompañó al maletero del sedán abriéndose por el efecto de un botón pulsado desde el interior. Segundos después se abrió la puerta del copiloto de la furgoneta blanca, que vista más de cerca parecía marrón de tanto barro como tenía encima. De allí salió una figura aparentemente masculina, aunque su delgadez dejaba dudas, alta y con aspecto enfermizo. Llevaba ropa vieja y raída, y una sudadera con capucha le tapaba buena parte del rostro.
Aquel tipo, cuyos andares no parecían
naturales, se dirigió con la presteza propia de un drogadicto hacia el sedán. Pagliacci observa cómo parece olfatear el aire casi como un animal, lo que hace que la Caitiff se encoja aún más en su escondrijo entre la maleza. El tipo abre del todo la puerta del maletero y al oído de Pagliacci llega una especie de ligero lamento apenas audible. Sin demasiado esfuerzo, el hombre aquel se echa al hombro un fardo, que desde la posición de Pagliacci no deja lugar a demasiadas dudas por su forma, que parece la de algún tipo de persona medio envuelta en un plástico que se queja de un modo lastimoso, pero casi entre susurros, como si estuviera visiblemente drogada. Aquel hombre cierra el maletero y parece dispuesto a volver a su furgoneta al tiempo que las luces del sedán se encienden del todo iluminando aquel lodazal donde se estaba llevando a cabo algún tipo de intercambio muy alejado de cualquier principio moral y humano.
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Aquel tipo parece escuchar algo por un casi imperceptible pinganillo que tiene en su oreja derecha. Ladea ligeramente la cabeza sin apartar la vista de Nyx. El Brujah había escuchado múltiples relatos de esta nueva Era del Miedo en los que los mortales parecen casi detectar de modo instintivo a los no-muertos, asustándose en muchas ocasiones por su naturaleza depredadora. El tipo que tenía delante no transmitía esa sensación y eso le generaba curiosidad a Nyx. Quizá en cierto modo
le hubiera gustado provocar esa inquietud. Pero los bastardos que gobernaban Wall Street, tanto de día como de noche, parecían curados de casi cualquier espanto.
Durante unos minutos el sonido de las cascadas de aquellos dos enormes agujeros que recordaban uno de esos momentos que irremediablemente cambiaron la Historia, con mayúsculas, son la única compañía para Nyx y aquel agente de seguridad. El Brujah no estaba del todo tranquilo con las rondas de agentes de policía a cierta distancia, sus coches patrulla aparcados y sus miradas de soslayo. ¿Estarían también bajo la influencia de aquel especie de Microestado financiero nocturno o los tiburones vampíricos de Wall Street estarían también molestos por la presencia de aquellos policías y agentes del FBI?.
Nyx tampoco quería esperar demasiado tiempo a encontrar respuestas a preguntas que no tenía interés en formular. En todo caso, no tardó en despejarse su futuro más inmediato. Al cabo de unos minutos observó cómo se acercaba desde el imponente rascacielos del nuevo World Trade Center un tipo pelirrojo con un traje a medida cuyos zapatos resonaban al caminar por la plaza. En aquel lugar no gustaban demasiado las terminologías antiguas, por lo que
Ewan Milliner prefería llamarse "Director de Comunicación" de ese Estado totalitario gobernado por el dólar que la Camarilla había aceptado en el corazón de Wall Street.
Milliner caminó sin premura hasta situarse cerca del agente de seguridad, al que con una leve señal de su mano derecha, y sin dignarse ni a mirarle, le indica que se quede a unos pocos metros de distancia. Sin parpadear ni mostrar intención alguna de aparentar una respiración, Milliner mira directamente a Nyx, que siente por un instante como si le hubieran traspasado.
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Ya puedes tener una buena razón para acercarte hasta aquí y otra aún mejor para no convertirte en el trofeo de algún Retoño con ambición -Nyx trata de controlar su impulso de mandar a Milliner a tomar por culo, algo que probablemente puede lamentar. Aquel tipo pelirrojo hace como que mira su smartwatch-
Tienes dos minutos.
OFF: Montecristo Ansia 3, Pagliacci 2, Nyx 1
Pagliacci elimina su Mácula y mantiene su Humanidad