
DÍA TRECE: REFUGIO, DULCE REFUGIO
A Sabine le gustaba trabajar. Como solía decir "No hay mejor trabajo que el que se realiza con gusto." Sin embargo, más que trabajar para los demás como camarera en la taberna, le encantaba trabajar para sí misma, crear espacios propios en los que disfrutar después de la jornada. Vivía en una pequeña casita en las afueras de Dijon. No era una casita desordenada y caótica, ni una mansión lujosa y llena de objetos que contemplar, era una casa Boggan, y eso significaba comodidad.
Después de colgar su abrigo en el perchero, y poner el paraguas en el paragüero, Sabine se puso manos a la obra. La masa de levadura que llevaba cuajando con un toque de vainilla y canela estaba lista para ser amasada. No utilizaba rodillo, sino una bola de mármol blanco que le habían regalado en un viaje. Cuando terminó, la puso a hornear, y comenzó a preparar el resto del banquete. Cortó la trucha ahumada en pequeños trozos, picó las castañas peladas, y cuando el pan estuvo lo bastante caliente, preparó ricas tostadas, aderezadas con un toque de mostaza dijonense.
A continuación sacó las perdices peladas de las nevera, preparadas y deshuesadas para el relleno: más castañas peladas, pues era la estación. Añadió al relleno trozos de zanahoria y champiñones que cortó en dados regulares, y un mortero de especias: clavo y orégano.
La cocina comenzó a despedir una sinfonía de sabores culinarios y otoñales, mientras Sabine canturreaba marcando el ritmo de su trabajo. La felicidad imbuía el ambiente.
Llamaron a la puerta justo a tiempo, cuando Sabine terminaba de poner la mesa con la vajilla de otoño: platos blancos grabados con un símbolo de hojas caducas. La cena estaba preparada y sólo faltaba el invitado de honor: un degustador experto que sabía apreciar todo tipo de sabores. Con un suspiro de satisfacción, Sabine fue a abrir la puerta.
En el umbral se encontraba Robert Alicates, una oronda figura vestida de gala, un crítico gastronómico de cierta fama, que publicaba en varios periódicos franceses y daba su opinión experta en varias tertulias. Un secreto menos conocido es que Robert formaba parte de la corte de las hadas y duendes de Dijon.
Robert era un hombre con una gordura amable, enormes ojos vigilantes y labios gruesos, que esbozó una sonrisa con dientes afilados, el símbolo de su Linaje.
-Bienvenido -saludó Sabine-. La cena está servida.
-Buenas noches -respondió-. Siempre a punto y seguramente satisfactoria.
La puerta de la casa se cerró, mientras ambos se disponían a compartir la cena. La casa de Sabine no sólo era un hogar, sino un dulce refugio donde ella y su amigo Robert podían descansar de los ajetreos cotidianos y la política de hadas y duendes, y donde podían disfrutar de la ilusión y la felicidad del placer de la comida.