DÍA DIECISÉIS: INSTINTOS ANIMALES
Era un día estupendo para pasear por el parque. Jeff y sus amigos pasaban las tardes de verano allí: jugando al fútbol, subiéndose a los columpios o improvisando juegos para pasar el día antes de volver a casa. Algunos juegos eran bastante atrevidos, como traer alpiste y atacar a pedradas a los pájaros incautos que acudían al festín. A Jeff le desagradaban especialmente las palomas y las gaviotas: "ratas con alas" las llamaba su madre. Cuando era más pequeño le daban cierto miedo, pero ahora disfrutaba espantándolas o echándolas.
Por su cumpleaños a Jeff le habían regalado un pequeño rifle de aire comprimido, por lo que el juego había adquirido un carácter más sanguinarios. Aunque algunos pájaros morían con las pedradas, ahora Jeff tenía un instrumento de muerte, eficaz y preciso.
Ya lo habían probado el día anterior, y MIckey destacó por ser el que tenía mejor puntería. Jeff se sentía un poco incómodo, pero hoy estaba dispuesto a tomarse la revancha.
Llegaron al "campo de la muerte", un pequeño claro entre los árboles lo bastante alejado para no molestar a nadie y para sofocar el sonido de las detonaciones. De todas maneras, nadie, salvo un amargado, querría interrumpir a un grupo de chicos que jugaban.
Aquel día alguien los estaba esperando. Jeff lo reconocía. Era uno de los "niños del parque," uno de los mendigos que rebuscaban entre la basura de las papeleras o que mendigaban una moneda o un bocadillo. Jeff y sus amigos procuraban mantenerse lejos, y nunca compartían sus juegos con ellos.
El chico estaba sucio y harapiento, con su ropa colgando de un cuerpo escuálido y huesudo, casi cómico. Tenía los ojos muy grandes y saltones, como una rana. Se les quedó mirando.
-¿Qué haces aquí? -Preguntó Jeff con un poco de fastidio-. Este sitio es nuestro.
-No. -contestó el chico con una voz que sonaba como un especie de graznido ronco-. Marchaos.
Jeff y sus amigos se rieron. Antes de jugar en el campo de la muerte se reirían dándole una paliza a aquel desarrapado.
Jeff chasqueó los nudillos y se dirigió erguido y con decisión hacia aquel chaval. Era más pequeño y flaco, y no sería un desafío.
Pero el chico se le quedó mirando, y de repente, como una exhalación, lo golpeó en el ojo con uno de sus dedos, rápido y certero. Jeff retrocedió, aullando de dolor, sorprendido y temeroso de que le hubiera dejado tuerto.
-Marchaos -repitió el chico harapiento-. Marchaos ya.
Jeff se incorporó, rabioso y decidido a darle una paliza. Sus amigos avanzaron con él.
-Ahora te vas a enterar.
El chico levantó su cuello, largo y huesudo hacia atrás, y lanzó una serie de graznidos. En ese momento, un revoloteo de alas agitadas comenzó a sentirse en los árboles. Una bandada imposible de cuervos, urracas, palomas y toda la fauna aviar del parque se había reunido. Y de repente, descendieron.
Arcaraor, Señor de las Alas y de la Sexta Casa de los Rabisu asintió satisfecho. Nadie profanaría sus criaturas ni el territorio que había elegido.