
DÍA VEINTIUNO: EL PRIMER MORDISCO ES EL MEJOR
Para Tobías el colegio era una pesadilla. No debería serlo para un niño de diez años, sino un espacio donde aprender, disfrutar y explorar su infancia. Pero las cosas se habían torcido.
Nunca había tenido muchos amigos, y cuando los chicos malos y repetidores lo habían convertido en su objetivo, desaparecieron de la noche a la mañana. No querían tener nada que ver con él, por miedo. Todo lo que era Tobías se había convertido en motivo de burla: un niño bajito, regordete, con gafas, y estudioso. Su sensatez, su amabilidad, su comprensión y su paciencia, no servían de nada, sólo lo señalaban como "débil."
Recordaba la primera paliza que llegó con sorpresa, como la caída de un rayo. Cuando avisó a los profesores de lo que había ocurrido sus compañeros lo tacharon de chivato y lo marginaron. Cuando les dijo a sus padres lo que pasaba, su padre le decía que respondiera, que eso lo haría más fuerte, y su madre... su madre bastante tenía con su depresión crónica.
La siguiente paliza, las burlas, las bromas pesadas, cayeron como una tormenta sobre él. Los profesores, hartos, le dijeron que no era para tanto, pero para Tobías no lo era. ¡Sólo era un niño de diez años!
Comenzó a tener pensamientos oscuros. La tristeza lo envolvió como un día nublado. Pensó en muertes crueles para sus acosadores, pero no se sentía capaz de llevarlas a cabo. Veía los cuchillos de cocina con un nuevo significado. Las alturas parecían llamarle, tentadoras, susurrándole ideas suicidas para encontrar consuelo en la muerte.
Hasta aquel día.
Simón, Eloy y Luis buscaron a Tobías en el colegio. Eran un año mayores que él, pero la maldad infantil y el mundo que los rodeaba había hecho madurar en ellos una crueldad irresponsable. Para ellos, "El cerdito" sólo era un juguete con el que divertirse, y no pasaba nada si terminaban rompiéndolo.
Cuando terminó la clase le dieron unos minutos de ventaja, eso era más divertido. Eloi le cortó el paso en la entrada, y después lo persiguieron por las aulas vacías. El cerdito no era rápido, así que terminaba escondiéndose en el primer lugar que encontraba. A veces tenía suerte, pero otras no. Eso hacía que el juego fuera más divertido.
Los tres chicos lo vieron meterse en el baño. Oyeron una de las puertas del excusado cerrarse de golpe. Ya era suyo.
-Sal, cerdito, sal. Que no tengamos que sacarte -dijo Simón con tono divertido y a la vez amenazante.
Los tres chicos entraron en el baño, rieron y comenzaron a gruñir burlonamente.
-Sal, cerdito, sal. ¿No quieres jugar hoy?
Simón dio una patada al primer excusado de la derecha. Nadie. Otra patada al segundo excusado. Nadie. Otra patada al tercero.
Mientras temblaba acurrucado sobre el retrete de porcelana blanca, Tobías llamaba a las sombras y a la oscuridad, para que lo escondieran, para evitar que le hicieran daño.
Y en esa ocasión la oscuridad respondió, inundándolo con frío y hambre.
-Sal, cerdito...
El regocijo de Simón al encontrar a Tobías agazapado se convirtió en una repentina sorpresa y terror cuando la figura se alzó en un torbellino lleno de dientes. El gorro rojo de lana de Tobías parecía brillar como la sangre fresca. Aquella cosa saltó sobre los tres chicos, abalanzándose sobre Simón como una araña, aferrándose a él y mordiendo con fruición, y mordió y arañó hasta que cesaron los gritos.
Simón, Eloy y Luis pasaron una temporada en el hospital. Oficialmente se dijo que los había atacado un perro. Nunca contaron a nadie lo que había ocurrido, porque la verdad es que apenas recordaban nada, en medio de las nieblas que inundaban sus recuerdos. Sólo una marea de terror y dientes que recordaban en sus pesadillas y que les hacía orinarse encima con sólo recordarlo. Cuando volvieron a clase, evitaban instintivamente a Tobías, y por extensión dejaron en paz al resto de la clase.
En cuanto a Tobías, aunque siguió estando solo en clase, había perdido el miedo, sustituido por una firme determinación. Ahora era uno con las pesadillas, y pronto encontró nuevos amigos, amigos feroces de frío y dientes.