Marcelo.
Marcelo avanzó por el vetusto pasadizo a tientas, con la espalda pegada al muro y acompañado por esa pinza que siente uno en las tripas cuando el temor le clava los dientes por dentro. Quienes estuviesen al otro lado habían dejado de discutir, lo que hacía que interpretar el nivel de peligro fuese complicado. Sin embargo, las piernas del brujah antitribu seguían en movimiento y, un pequeño paso tras otro aún más pequeño conforme iba acercándose a la fuente de luz, le posicionaron a tan solo un par de metros del final del corredor.
Antes de llegar a la intersección y asomar la cabeza a la derecha tomó la precaución de buscar alguna manera de ver sin ser visto, y por primera vez esa noche Gozza tuvo la sensación de que la suerte le había sonreído. Más allá de la esquina que le expondría a quienes estaban al otro lado, pudo ver un montón de escombros que podrían servirle a modo de barricada. Eran grandes mazacotes de hormigón y ferralla cubiertos de polvo y moho, seguramente dejados allí tras algún tipo de antigua rehabilitación que nunca terminó de modernizar aquella parte de las cloacas. No era mucho, ni le aseguraba tanto como le hubiese gustado, mas era una oportunidad; quizá la única para tratar de mantenerse oculto durante unos minutos más. Pero para ello debía ser rápido. Muy rápido.
Tras medir la distancia que le separaba del improvisado parapeto y comprobar que todo seguía en silencio, cerró los ojos durante un par de segundos y despegó su cuerpo de la pared. Después, flexionó las piernas y contó hacia atrás.
Tres...dos...u...
Antes de darse cuenta, ya estaba agazapado tras los escombros. Bendita vitae, aún se sorprendía a veces de lo rápido que le permitía moverse.
- ¡Bah!, habrán sido las ratas. Deja de distraerme - protestó la primera de las voces, la del tal Marius, que parecía poco dispuesto a abandonar la discusión.
- Puede ser - concedió el otro
- pero deberías dejar de gritar. Ya sabes que hay ratas enormes por aquí.
Marcelo refrenó el deseo de resoplar de alivio al escucharles. De momento, había conseguido pasar inadvertido. No obstante, la inflexión en la voz del segundo hombre le llamó la atención. «Ratas enormes» ¿Qué había querido decir?
El brujah no pudo contenerse más, y con sumo cuidado asomó media cabeza entre las sombras. Lo primero que constató fue que el pasadizo conducía a un gran espacio abierto cuyo techo se perdía en altura. La enorme cámara era antigua, a juzgar por los muros de tosca piedra que la perimetraban, aunque, efectivamente, en algún momento del pasado alguien había intentado restaurarla, si no reconstruirla. Su atenta mirada escudriñó alrededor haciendo acopio del entorno. Cascotes de piedra, ladrillo y cemento, se repartían aquí y allá entre montones de cajas, carretillas, palés de madera y bobinas de cobre. Largos y pesados tubos oxidados se disponían agrupados al fondo, formando una especie de estructura piramidal oxidada. El conjunto recordaba a la época en la que se construyeron los grandes monumentos renacentistas, y ellos mismos parecían estar en la amplia nave central de una catedral, solo que aquel lugar estaba dejado de la mano de Dios; y que, evidentemente, era un pestilente campo abierto dentro de la red de alcantarillado de Florencia.
Había allí, escorados a un lado, y a no más de treinta metros de Marcelo, dos hombres sentados al calor de un viejo bidón de gasolina en cuyo interior habían improvisado una hoguera. Esta apenas conseguía procurarles más escudo contra el frío y la humedad que las mantas que llevaban encima. Tras ellos, dos carros de supermercado repletos de un montón de bolsas de plástico llenas, objetos de diversa índole y más mantas conformaban sus pertenencias. Parecían estar enfrascados en un tira y afloja por una prenda de ropa que el brujah no alcanzaba a distinguir; como tampoco tenía el brujah desde donde se encontraba la luz suficiente para distinguir bien sus rostros. Las dos figuras, parecía, estaban solas.
- Me da igual, pequeñas o grandes, eso es mío...¡DANTE! - volvió a gritar Marius, dirigiéndose a un tercero.
Fue cuando Marcelo reparó en el enorme perrolobo checo que estaba a escaso metro y medio de su posición. El animal había permanecido entre las sombras, inmóvil, pero no ocioso. Por un momento giró la cabeza hacia su amo, pero lejos de acudir a su llamada, se quedó quieto y volvió a mirar en dirección al nuevo rastro que había olfateado minutos antes. Tenía las orejas levantadas, el rabo enhiesto y el áspero pelaje del lomo erizado como puas. Dos fuertes ladridos se expandieron por su lúgubre territorio.
Los dos hombres se incorporaron, palparon a su alrededor y agarraron sendos tablones romos que había cerca de ellos. El brillo del metal resplandeció en la mano del segundo, quedando doblemente "armado".
- ¡¿Quién anda ahí?! - preguntó, sin llegar a conseguir disfrazar de seguridad el pequeño temblor que arrastraba su voz.
Puede que se equivocase, pero Marcelo, tras haberlos observado durante unos minutos, juraría que ambos pertenecían al estrato más bajo de la cadena mortal. Dos sin techo. En definitiva, dos humanos. Dante gruñía y ladraba sin parar, exponiendo sus bestiales colmillos mientras una espuma blanca chorreaba por sus fauces.
Seguir oculto ya no iba a servirle de nada al brujah.