DÍA TREINTA UNO: LA ÚLTIMA MUERTE
Casandra se dispuso a hacer los preparativos. La anciana tenía un aspecto frágil, vestida de manera sencilla, con un vestido gris que hacía juego con su collar de perlas, y el bastón blanco en el que se apoyaba. Su rostro arrugado y su cabello ralo y blanco le daban un aspecto de noventa años. Noventa años en esta vida, pero había vivido muchas más.
Recordó su primera vida, hacía tanto tiempo, en el palacio de una antigua ciudad griega, y cómo un médico llegado de Egipto había compartido con ella el Hechizo de la Vida, el Secreto de Cabirus, para preservar su saber, y también en parte, porque se sentía atraído por ella.
Y después de aquella vida, había llegado la muerte, aguardando entre los muertos sin reposo en el inframundo el momento de regresar, buscando reliquias y pathos para revivir su cuerpo en el mundo de los vivos.
Y así una y otra vez, a lo largo de muchas vidas. Casandra había vivido y muerto, había amado y llorado, disfrutado penas y alegrías, salud y enfermedad, viendo cómo sus seres queridos morían, sus lugares amados cambiaban, y ella regresaba una y otra vez. Al principio le alegraba aquella inmortalidad, pero llegó un momento en que había aprendido a respetar la muerte, y en cierto sentido anhelar un descanso.
Cargaba con demasiados recuerdos, con demasiadas penas. Aunque había evitado los conflictos, en ocasiones había tenido que luchar contra quienes pretendían arrebatarle el secreto de la inmortalidad, con los vampiros que vivían con inmortalidad robada. También había vivido buenos momentos, pero el ciclo se le hacía cada vez más difícil de soportar.
Y ahora por fin había llegado la última muerte, o eso esperaba Casandra. En las tierras de los muertos ya no había un lugar de descanso para los suyos, donde esperar el momento de la resurrección, sólo un remolino de vacío y olvido, que lo devoraba todo, y los Cabiri no sabían qué hacer. Uno tras otro habían buscado la manera de evitar la muerte definitiva. Se rumoreaba que los Seguidores de Horus habían encontrado una forma, pero no la compartirían con quienes consideraban ladrones y blasfemos que habían robado el Hechizo de la Vida.
En su desesperación, algunos Cabiri habían buscado alguna forma de renovar el Hechizo de la Vida o robarlo a los Seguidores de Horus. Pero Casandra no. Si algo había aprendido a lo largo de sus numerosas vidas es que llegaba un momento en que había que aceptar la derrota con dignidad, y que por preciada que fuera la inmortalidad, no merecía la pena arriesgar el alma por ella. Si hubiera estado de regreso en su primera vida, cuando había aceptado el hechizo, sabiendo lo que estaba por venir, seguramente habría dicho que no.
Ya no importaba. Casandra había dejado sus asuntos en orden, había hecho testamento, y en paz consigo misma, salió a pasear despreocupadamente por la playa. Si aquel día llegaba su última muerte, la recibiría con la sonrisa de quien ha aprovechado su vida.