Re: Episodio 4. Arañas y serpientes
Publicado: 24 Jun 2020, 21:18
Laurent se echó a un lado para esconderse en la entrada de un portal y evitar ser visto por el grupo de neonazis que avanzaba por las cercanías del puerto con evidentes intenciones de amargarle la noche a alguien. Olían a alcohol a distancia. El Toreador no les temía ni mucho menos, pero cruzarse con esos tipos y las navajas con las que se vacilaban unos a otros sería un gran inconveniente para llegar a tiempo a cumplir con su cometido. En todo caso, el nivel de ruido que metían por una de las zonas que eran epicentro de las protestas sindicales, y donde estaba la sede de algunos de esos mismos sindicatos relacionados con los trabajos del puerto, no auguraba nada bueno. Noche a noche se podía notar un incremento de la tensión y de la violencia en Copenhague. Malalt se preguntó por un momento si alguien en el Natlige tenía la misma sensación, puesto que no parecía haber un gran control de cuanto sucedía en unas calles que, en tiempos que empiezan a ser lejanos, eran un ejemplo de civismo para todo el mundo.
Una vez que los cabezas rapadas pasaron de largo, Laurent se dirigió hacia la zona del recinto de embarcaciones de recreo y deportivas. Era fácil acceder a los muelles, apenas había que saltar una puerta de medio metro de altura. El Toreador sintió una punzada de adrenalina. No vestía cómo habitualmente, no tenía la compañía de cada noche y no iba a hacer algo que formara parte de su rutina cotidiana. De alguna manera, era como volver a sentirse vivo, como dejar a un lado las nubes de tormenta que se iban ciñendo sobre él noche tras noche, hora tras hora. Era ser de nuevo... libre.
Minutos después
El sonido de la lancha sobre la capa oscura del Mar del Norte y el constante impacto de la brisa y del agua salada en su rostro le invitaban casi a gritar. ¿Se sentían así los Gangrel cuando corrían por los bosques?, ¿los Brujah cuando liberaban su rabia?. Laurent sentía cómo la opresión se iba despegando de su alma según ponía distancia con Copenhague. Incluso pudo admirar en ese momento solitario la magnificencia del Puente de Oresund, sus formas esbeltas y equilibradas, su forma de serpiente de luz sobre las aguas. Laurent temió por un instante perderse en sus pensamientos y se obligó de nuevo a mirar hacia delante.
Tenía que agradecer la costumbre que tenían los escandinavos de confiar tanto unos en los otros. No era extraño que hubiera vehículos abiertos, casas sin el cierre echado, medios de transporte en los que no había tornos. La perfección de la sociedad ética y democrática le había favorecido esta noche al comprobar que una pequeña lancha de esas que apenas pueden ocupar dos personas venía con las llaves incluidas, guardadas por un dueño confiado en un pequeño cajón de la cubierta. Laurent no había cogido nunca una embarcación de ese tipo y tuvo que dedicar un buen rato tanto a estudiar el cuadro de mandos como a calcular cómo llegar hasta Saltholm. Afortunadamente el Mar del Norte era tranquilo en las cercanías de Copenhague, pero el Toreador era consciente de que tenía que intentar mantener una constante línea recta para evitar un desvío que podía ser fatal. Literalmente fatal considerando que la noche seguía su camino y quedarse en mitad del agua podría ser una absurda manera de poner punto y final a su existencia para siempre.
Laurent concentró toda su voluntad en mantener esa línea recta, guiándose por las luces que indicaban como faros los límites de Saltholm, calculando la distancia con los pilares del puente de Oresund e incluso fijándose de vez en cuando en las pocas estrellas que podían verse. Pasados unos minutos de un esfuerzo mental que había disipado la sensación de libertad que tenía hasta ahora, la lancha llega poco a poco hasta Saltholm. Laurent disminuyó poco a poco la velocidad confiando en que la mencionada línea recta le hiciera desembarcar en un lugar medianamente accesible.
El Toreador pudo comprobar al menos que no había caído cerca de la fortaleza militar, cuya silueta se recortaba a cierta distancia. Eso le hizo confiar en que nadie se daría cuenta de su llegada. Laurent acercó poco a poco la lancha a la costa hasta que quedó ligeramente encallada en un banco de arena. No era la mejor manera de acceder, inevitablemente iba a mojarse hasta las rodillas hasta llegar a una zona de hierba y rocas, pero al menos nadie le había visto. Por un instante se sintió como una especie de pirata caminando solo por una arena húmeda en la que se hundían sus pies, sacudido por una brisa helada, y sumido en la más absoluta oscuridad. Saltholm no tenía gran vegetación ni arboledas. Cuando se acostumbró a la oscuridad de la zona apenas pudo distinguir la silueta de la fortaleza y algunas otras formas indefinidas que se dibujaban más al norte. Laurent miró al cielo con un mal presentimiento. No tenía demasiado tiempo.
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Con un suspiro innecesario considerando el tiempo que hacía que no respiraba, pero que por sí mismo explicaba la pereza que le daba la tarea que tenía por delante, Jasper comenzó a rebuscar por el piso. Durante un largo rato no encontró nada de interés más allá de suciedad, bolsas tiradas, considerables pelusas, restos de comida y de café, el mando de la televisión (que también se había llevado la policía) y restos de colillas. El Caitiff se detuvo durante un instante en medio de la casa, que tenía una habitación, un baño y una cocina americana, sumido en la oscuridad y pensando.
Tardó pocos segundos en sentir un destello de iluminación. No se enorgullecía de haber engañado a sus seres queridos en su degeneración hacia las adicciones y las mentiras cada vez más enrevesadas. Pero ese funcionamiento mental, esa ansia no tan diferente de la que luego ha sentido una vez muerto, aún estaba presente en sus pensamientos. La policía había hecho lo evidente: detención, registro de cajones y confiscación de aparatos electrónicos. Ese modus operandi lo conocía cualquier ladrón, cualquier camello. Cualquier drogadicto.
Por eso había que buscar soluciones más originales para cuando un agente policial entraba en mitad de la noche y le pillaba a uno en calzoncillos y todavía colocado.
Con ese pensamiento, recordando tiempos cada vez más lejanos, Jasper se acercó a la habitación. Levantó el colchón (pensando al mismo tiempo que para ser un piso franco controlado por un Toreador, el mobiliario dejaba que desear) y sonrió de oreja a oreja.
- Voilá!
Debajo del colchón había un pequeño nido de objetos. Jasper había hecho lo mismo en su propia casa muchas veces. No era el lugar en el que nadie soliera mirar de primeras. Por lo tanto, era el lugar ideal para esconder lo que podía hacer que una familia te abandonara.
Lo primero era un papel doblado, apenas el típico trozo cuadrado para guardar alguna nota. Jasper lo desdobló y comprobó que había varios nombres asociados a varios números de teléfono: Isak, Krupin, Eleazar. Junto a ese papel, había una minúscula pantalla de holograma. Jasper no se esperaba tal modernidad. Esas pequeñas pantallas prácticamente transparentes y perfectamente plegables se utilizaban para guardar pequeñas anotaciones en cualquier formato. Paso el dedo por encima y comprobó cómo se iluminó un pequeño mapa de Copenhague en el que había varias flechas situadas en cuatro localizaciones distintas, todas ellas sedes de importantes empresas.
Lo último que vio Jasper es lo que más le desconcertó. Junto al papel y el pequeño holograma había una pistola sin munición y tres tubos de tamaño también pequeño, como los de las típicas muestras de colonia. Pero en su interior no había perfume, sino el característico color carmesí de la Sangre.
Una vez que los cabezas rapadas pasaron de largo, Laurent se dirigió hacia la zona del recinto de embarcaciones de recreo y deportivas. Era fácil acceder a los muelles, apenas había que saltar una puerta de medio metro de altura. El Toreador sintió una punzada de adrenalina. No vestía cómo habitualmente, no tenía la compañía de cada noche y no iba a hacer algo que formara parte de su rutina cotidiana. De alguna manera, era como volver a sentirse vivo, como dejar a un lado las nubes de tormenta que se iban ciñendo sobre él noche tras noche, hora tras hora. Era ser de nuevo... libre.
Minutos después
El sonido de la lancha sobre la capa oscura del Mar del Norte y el constante impacto de la brisa y del agua salada en su rostro le invitaban casi a gritar. ¿Se sentían así los Gangrel cuando corrían por los bosques?, ¿los Brujah cuando liberaban su rabia?. Laurent sentía cómo la opresión se iba despegando de su alma según ponía distancia con Copenhague. Incluso pudo admirar en ese momento solitario la magnificencia del Puente de Oresund, sus formas esbeltas y equilibradas, su forma de serpiente de luz sobre las aguas. Laurent temió por un instante perderse en sus pensamientos y se obligó de nuevo a mirar hacia delante.
Tenía que agradecer la costumbre que tenían los escandinavos de confiar tanto unos en los otros. No era extraño que hubiera vehículos abiertos, casas sin el cierre echado, medios de transporte en los que no había tornos. La perfección de la sociedad ética y democrática le había favorecido esta noche al comprobar que una pequeña lancha de esas que apenas pueden ocupar dos personas venía con las llaves incluidas, guardadas por un dueño confiado en un pequeño cajón de la cubierta. Laurent no había cogido nunca una embarcación de ese tipo y tuvo que dedicar un buen rato tanto a estudiar el cuadro de mandos como a calcular cómo llegar hasta Saltholm. Afortunadamente el Mar del Norte era tranquilo en las cercanías de Copenhague, pero el Toreador era consciente de que tenía que intentar mantener una constante línea recta para evitar un desvío que podía ser fatal. Literalmente fatal considerando que la noche seguía su camino y quedarse en mitad del agua podría ser una absurda manera de poner punto y final a su existencia para siempre.
Laurent concentró toda su voluntad en mantener esa línea recta, guiándose por las luces que indicaban como faros los límites de Saltholm, calculando la distancia con los pilares del puente de Oresund e incluso fijándose de vez en cuando en las pocas estrellas que podían verse. Pasados unos minutos de un esfuerzo mental que había disipado la sensación de libertad que tenía hasta ahora, la lancha llega poco a poco hasta Saltholm. Laurent disminuyó poco a poco la velocidad confiando en que la mencionada línea recta le hiciera desembarcar en un lugar medianamente accesible.
El Toreador pudo comprobar al menos que no había caído cerca de la fortaleza militar, cuya silueta se recortaba a cierta distancia. Eso le hizo confiar en que nadie se daría cuenta de su llegada. Laurent acercó poco a poco la lancha a la costa hasta que quedó ligeramente encallada en un banco de arena. No era la mejor manera de acceder, inevitablemente iba a mojarse hasta las rodillas hasta llegar a una zona de hierba y rocas, pero al menos nadie le había visto. Por un instante se sintió como una especie de pirata caminando solo por una arena húmeda en la que se hundían sus pies, sacudido por una brisa helada, y sumido en la más absoluta oscuridad. Saltholm no tenía gran vegetación ni arboledas. Cuando se acostumbró a la oscuridad de la zona apenas pudo distinguir la silueta de la fortaleza y algunas otras formas indefinidas que se dibujaban más al norte. Laurent miró al cielo con un mal presentimiento. No tenía demasiado tiempo.
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Con un suspiro innecesario considerando el tiempo que hacía que no respiraba, pero que por sí mismo explicaba la pereza que le daba la tarea que tenía por delante, Jasper comenzó a rebuscar por el piso. Durante un largo rato no encontró nada de interés más allá de suciedad, bolsas tiradas, considerables pelusas, restos de comida y de café, el mando de la televisión (que también se había llevado la policía) y restos de colillas. El Caitiff se detuvo durante un instante en medio de la casa, que tenía una habitación, un baño y una cocina americana, sumido en la oscuridad y pensando.
Tardó pocos segundos en sentir un destello de iluminación. No se enorgullecía de haber engañado a sus seres queridos en su degeneración hacia las adicciones y las mentiras cada vez más enrevesadas. Pero ese funcionamiento mental, esa ansia no tan diferente de la que luego ha sentido una vez muerto, aún estaba presente en sus pensamientos. La policía había hecho lo evidente: detención, registro de cajones y confiscación de aparatos electrónicos. Ese modus operandi lo conocía cualquier ladrón, cualquier camello. Cualquier drogadicto.
Por eso había que buscar soluciones más originales para cuando un agente policial entraba en mitad de la noche y le pillaba a uno en calzoncillos y todavía colocado.
Con ese pensamiento, recordando tiempos cada vez más lejanos, Jasper se acercó a la habitación. Levantó el colchón (pensando al mismo tiempo que para ser un piso franco controlado por un Toreador, el mobiliario dejaba que desear) y sonrió de oreja a oreja.
- Voilá!
Debajo del colchón había un pequeño nido de objetos. Jasper había hecho lo mismo en su propia casa muchas veces. No era el lugar en el que nadie soliera mirar de primeras. Por lo tanto, era el lugar ideal para esconder lo que podía hacer que una familia te abandonara.
Lo primero era un papel doblado, apenas el típico trozo cuadrado para guardar alguna nota. Jasper lo desdobló y comprobó que había varios nombres asociados a varios números de teléfono: Isak, Krupin, Eleazar. Junto a ese papel, había una minúscula pantalla de holograma. Jasper no se esperaba tal modernidad. Esas pequeñas pantallas prácticamente transparentes y perfectamente plegables se utilizaban para guardar pequeñas anotaciones en cualquier formato. Paso el dedo por encima y comprobó cómo se iluminó un pequeño mapa de Copenhague en el que había varias flechas situadas en cuatro localizaciones distintas, todas ellas sedes de importantes empresas.
Lo último que vio Jasper es lo que más le desconcertó. Junto al papel y el pequeño holograma había una pistola sin munición y tres tubos de tamaño también pequeño, como los de las típicas muestras de colonia. Pero en su interior no había perfume, sino el característico color carmesí de la Sangre.