Un año después
Greta von Stauffenberg estrechó la mano de
Matthias König intentando disimular la repulsión que le provocaba aquella amalgama gélida de carne y huesos que parecía haberse quedado para siempre suspendida al borde mismo de la muerte eterna. El inexpresivo germano le generaba escalofríos, pero realmente había peores compañeros de cama. Él tenía las respuestas para aquellos extraños desvaríos temporales y ella tenía a la opinión pública de su parte.
No había sido del todo sencillo terminar de deshacer el Natlige, pero las propias divisiones internas, los rumores despertados sobre sucesos de años atrás, los enfrentamientos con los Anarquistas... y sobre todo el convencimiento de la masa social humana de la necesidad de un gobierno diurno más contundente y extremista habían terminado de hacer posible la disolución de aquel experimento. Los Toreador no supondrían un problema y el resto se mantendría callado durante un tiempo si no querían que sus vergüenzas salieran a la luz. No terminaba de agradarle que König jugueteara con extrañas casas de Sangre vinculadas a su hechicería nigromántica para unirse en lo que parecía una coalición nocturna, pero se necesitaban el uno al otro.
Al menos de momento.
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David Hawkins terminó de entregar uno por uno aquellos pasaportes que había tenido que conseguir a toda velocidad gracias a sus contactos en el servicio de extranjería de Estados Unidos. Los Vástagos reunidos en aquella sala de billares situada en un sótano discreto no demasiado lejos del Parlamento apenas podían ocultar la vergüenza y la rabia que sentían. Su tiempo había pasado y todos debían buscar al menos durante algunos años un refugio en un país diferente del suyo o exponerse a las maquinaciones de los Ventrue, los Giovanni y los propagandistas de la extrema derecha.
Muchos de sus secretos habían salido a la luz y nadie se atrevía a decir una palabra porque podía ser una cerilla que inflamara las Bestias de todos los presentes. Hawkins sí los que miraba uno por uno, sintiendo una cierta lástima por todos ellos. El experimento había sido una buena idea, pero sus propias rencillas internas, la lentitud en la manera en que habían intentado responder a las amenazas y su soberbia los habían condenado.
Se abrochó su gabardina y le dio una calada al cigarrillo antes de caminar por la pista hacia el avión de American Airlines que le estaba esperando. Su misión en Europa había terminado.
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Job comprobó por última vez el código utilizado para el mensaje. Sabía que el resto de miembros del Clan miraba por encima de su hombro intentando desentrañar algo de aquel maremágnum de números y letras de color verde que parecían sucederse sin el más mínimo sentido. A ella le daba francamente lo mismo, hasta donde había comprobado no eran más que antiguallas. Era cuestión de tiempo que los miembros del Clan más anclados en tiempos pasados acabaran consumidos por los tiempos actuales.
Ella no estaría aquí para verlo. Los miembros de su Coterie repartidos por distintos puntos de EEUU, Singapur, Japón y Sidney tenían una inmensa cantidad de material con el que trabajar. Por delante quedaban años de investigaciones y experimentos hasta lograr alcanzar la puerta a otras dimensiones mediante la magia tecnológica.
Se dio la vuelta con un gesto teatral pensando en que la Capilla de Copenhague contaba con una única bala en la recámara. Eran los únicos que sabían que detrás de MT Hojgaard había todo un conglomerado de aparentes humanos con capacidades intelectuales por encima de la media. Parecían auténticos magos, pero en realidad eran científicos que avanzaban décadas por delante de la propia ciencia actual. Manejar esa información era su única vía para sobrevivir. Lo que hicieran con ella era asunto suyo, pero Job esperaba que fueran inteligentes y condujeran a aquellos peculiares humanos superdotados de cabeza contra los putos nazis.
Le dio a "enviar" con una sonrisa de oreja a oreja.
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A
Veborg no le hacía ni puta gracia encontrarse con aquella Nosferatu de la que se decía que tenía más años que las leyendas vikingas ni con el engreído mayordomo de medio pelo que durante un tiempo se creía el amo y señor de la noche de la capital danesa. De ella no se fiaba ni un pelo porque estaba segura de que sabía más de lo que decía. Y el otro no era más que una plañidera que suplicaba protección ahora cuando no mucho antes la despreciaba.
Pero eran sus dos únicas fuentes fiables de información para saber dónde estaban sus hermanos y hermanas. Después de pasar semanas rastreando Christiania y de que le dijeran (más por las malas que por las buenas), que la propia Príncipe los había secuestrado para hacer chantaje al Movimiento, estaba empezando a notar cómo su furia crecía. No había ya Príncipe, ni orden alguno, ni pista fiable para seguir. Estrangularía con sus propias manos a aquellos dos vampiros que tenía delante, convencida como estaba de que habían sido cómplices de la redada cobarde contra los Anarquistas mientras no eran capaces de ver cómo les estaban cocinando un golpe de Estado delante de sus narices.
A su debido momento ajustaría cuentas. Ahora tenía que tragar Sangre y dejarles claro que esta vez no iban a reírse de ella.
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El señor Schwegler ajustó el viejo reloj plateado con una precisión milimétrica a pesar de que sus dedos tenían la apariencia frágil de los de un hombre de edad avanzada. Le generaba una cierta desazón que aquel extraño grupo se hubiera presentado en su coqueta tienda, pero tenía por costumbre atender a cada cliente como si fuera el único y más especial que hubiera tenido en la vida.
El relojero conocía a la perfección todas y cada una de sus creaciones. Y en sus manos tenía un viejo reloj que había diseñado hacía algo más de un siglo. Le sorprendió aquel peculiar desfase de algo menos de un segundo, que le resultaba particularmente desagradable. No le gustaba admitir un error porque él no cometía errores. Pero no cabía duda de que ese reloj era suyo.
- Me temo que tendrá que acompañarnos.
La voz impersonal de aquel tipo de traje oscuro y cerca de metro noventa de altura parecía describir un hecho indiscutible. Ni siquiera era una amenaza, sino que expresaba lo inevitable en voz alta. Schwegler se ajustó su pajarita, tomó su abrigo y sus gafas de décadas de antigüedad.
Todos los relojes de la tienda dieron la hora al unísono.
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El tipo con pintas propias de los años setenta, con aquel bigote pasado de moda y la chaqueta hortera propia de un vividor de Malibú dejó la escopeta encima de la mesa alrededor de la cual estaban el viejo pianista y aquella mujer de carácter incontrolable y cara picassiana. El pianista asintió sin necesidad de que fueran necesarias más palabras.
Su viejo grupo tenía mucho trabajo por delante.
Había que matar a un montón de nazis.