Sin darte cuenta, te subes al barco de la conversación, como en un viaje a través del Adriático… quizás hasta Chipre. Tu imaginación se mezcla con las historias que cuenta el señor Di Ponti y su esposas. Descubres que el origen de sus mutilaciones, fue haber caído al mar por la borda tras una mala maniobra del timonel. Una criatura extraña e infernal les atacó, dejando a él el garfio… y a su esposa, solamente una oreja.
Al levantarte tras la tertulia, el rostro de la familia cambia completamente. Recién vienen a notar lo desaliñada de tu apariencia. En la mesa, en medio del jolgorio y con las sombras del comedor, habías pasado inadvertida. Te hacen salir rápidamente sin mayores miramientos y el mayordomo cierra la puerta para marcharse antes que puedas hablarle.
Estás de regreso en el camino y descubres que en este rincón alejado la única forma de conseguir transporte es tener el propio o haberlo agendado de antemano. El cochero definitivamente evitará regresar y para obtener un mensajero deberás marchar a pie hasta Padua.
La ruta parece agradable; flaqueara por bosques, arroyos y pastizales. Avanzas con ligereza disfrutando del paseo, hasta que te internas en un espeso bosque de cedros. Las copas de los árboles forman una gran arcada que lo ensombrece todo. Algunas ramas retorcidas se entrelazan y el viento, al agitarlas, provoca cruijdos.
Nada podría perturbarte, es el goce de la espesura, pero está demasiado silenciosa. Ningún correteo de conejos, aleteo de gorriones o escabullir de una serpiente. Nada, ningún sonido te acompaña.
Nada en los alrededores más que la agitación de las copas. Nadie se cruzan a tu paso.