Entre las contorsiones que haces al interior de la letrina y la fuerza que debes hacer para hacer que la tijera de uñas pueda cortar alrededor del nudo, el tiempo vuela nuevamente. Tu tobillo duele, tu mano duele, tu pecho duele, tu cintura duele… ¡tu alma duele!
La puerta es golpeada profusamente avisándote un par de veces que la cena se enfría. La mesa está dispareja y las largas bancas que están a ambos lados están llenas de astillas. Si tu vestido ya estaba rasgado, ahora además tendrá pequeños agujeros. Si antes eras un desastre para la familia Di Ponti, ahora te verían como una mendiga.
Pero esta gente del campo y tu silenciosa amiga Ceres te muestran nuevamente que poco les importa. Hay por lo menos 15 personas en la mesa, a vuelo de pájaro, pero te hacen espacio y te sirven un guiso abundante. El mismo pez de carne consistente que había atrapado museo, pero ahora con buen aderezo y deliciosas papas que sacan de entre las cenizas de un gran brasero. También tienen ensaladas frescas de albahaca con trocitos de ciabata recién horneada.
Es la primera comida agradable que tienes. Pero después de unos cuantos trozos ya estás bastante llena, te siguen ofreciendo… sabes que debes tomar más y, de algún modo, vaciar el plato o la ofensa será mayúscula. Igual es bastante más sencillo que con Angelino y la bandeja en la celda. Se trata de una cena abundante y llena, por sobre todo, de mucho cariño.
Al servir el postre, el hombre llega algo tambaleante a sentarse. Todo el mundo se regocija, pero él todavía más al verte sana y salva. Te abraza sin miramientos ni protocolo, dejándote absolutamente asombrada por que hace un rato eras una desconocida. Te agradece por el arreglo de la nariz y te pregunta si eres curandera. Después recuerda que no se ha presentado y te dice su nombre: Angelino. Es el hermano mayor, te apunta a su padre a un costado: Vittorio. Su madre, al otro: Alexandretta. Sigue con su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo y su trastatarabuela. Una señora que parece tener más de 90 años, ni siquiera habías reparado en su presencia. Enjuta y casi oculta en su sillón, tiene más vigor que la mayoría de los muertos del mausoleo y mejores huesos.
Te habla directamente.
Mi chiamo Perséfone, signora.
Te pregunta si te ha gustado la cena, explicándote que ella misma lo ha preparado. También te pregunta por qué estás tan adolorida, definitivamente ha notado todas tus heridas con apenas una mirada. Finalmente llega su golpe de gracia. O, más bien, una secuencia contundente de ellos.
¿Y tu marido? ¿a qué se dedica él? ¿por qué os ha dejado abandonada en un camino rural? ¿qué significa ese medallón?
Apunta directamente a tu pecho. Además, con la pésima luz, ha notado perfectamente que está allí. Sin considerar, claro, que ha escuchado todo y lo ha recordado hasta el detalle.