El hermético casi se meó encima cuando las balas comenzaron a silbar a su alrededor. Había que ser un idiota de la peor clase para hacer lo que él estaba haciendo, ir hacia el enemigo. Un balazo le reventó el pecho al capullo de la ballesta, que dejó caer el arma moribundo mientras se arrastraba hacia el exterior del coche, desangrándose. En aquel instante el judío hubiera deseado conocer una buena retahíla de insultos y maldiciones en enochiano, como no era el caso, tuvo que conformarse con cagarse en la madre de aquellos carroñeros en alemán.
Lang vio una oportunidad, su mente alumbró algo mejor que invocar el poder furioso e ígneo de los serafines, el poder de salir de allí cuanto antes. Todavía envuelto por las sombras y mientras los disparos estallaban a su alrededor con gran estruendo, se acercó a la mole de músculo y lo sacó por completo de la cabina que vestía una imponente bandera confederada rematada con una calavera sonriente. Recogió su ballesta y la lanzó al interior. Las llaves del coche aún estaban puestas y el asiento completamente cubierto de viscosa sangre caliente.
El interior del coche olía a sudor y perro podrido, todo ello aderezado por el ferroso aroma de la sangre fresca que había salpicado el volante que se estaba encharcando bajo el asiento. Aquella mole hormonada se agarraba las vísceras que se llenaban de arena con el pánico en los ojos del Ankou acechante, que comenzaba a sobrevolar sus fríos músculos agarrotados. El nigromante intuyó la cercanía de la muerte, el hálito frío del alma que escapa de sus labios agrietados y el brillo de sus ojos apagándose. El noético pudo rematar a aquel hombre con la ballesta, pero no lo hizo. Una parte de él sintió lástima por aquel perro del desierto y la furia se tornó en compasión. Lang cerró la puerta e hizo girar las llaves, rezando porque el motor funcionara todavía...