Florencia
24 de Junio de 1980
Las primeras lunas del nuevo solsticio se vertían sobre la Toscana con una inusitada luminosidad, envolviendo con amorosas manos una tierra que desde hacía siglos se había erigido como un pequeño diamante que brillaba con luz propia dentro de Italia. Cálida y limpia, la caricia de esa luz mimaba a sus gentes, a sus pueblos y a sus viñedos atrayendo cada verano a miles de corazones ávidos de buen clima, excelentes vinos y amoríos que, no por breves y pasajeros, dejaban de ser profundos e impetuosos.
En pleno corazón de la región, en Florencia, esa luminiscencia se había convertido en el pálido fulgor guía de un faro que atraía la peregrinación de aquellos que encontraban en la belleza, expresada en muchas y diversas formas, la misma esencia del alma humana.
Mármol, óleo, piedra...bajo la perspectiva y emoción de unos cuantos elegidos exponían las afecciones, pasiones, creencias y pretensiones de alcanzar, a través de la impronta del momento, la ínfula de la gloria eterna y la inmortalidad de una especie avocada a perecer generación tras generación, sin ser consciente, en muchos casos, de su propia vanidad.
Una vanidad que, sin embargo, había sido capaz de materializar el ingenio y el imaginario de aquellos pocos elegidos a través de sus manos, consiguiendo sobrecoger los corazones de sus coetáneos y de todos aquellos destinados a sobrevivirles.
Por doquier, tallas y esculturas, palacetes e iglesias, pórticos, museos, galerías y un sin fin de reminiscencias del Románico le conferían a ese diamante una belleza imperecedera; pues no en vano habido sido dotada para ser la Cuna del Arte a nivel mundial.
Las noches de verano despejadas, plácidas y suaves como aquella del veinticuatro de Junio, parecían elevar aún más la belleza de sus calles. Puentes, plazas y jardines invitaban a dejarse hipnotizar por su embrujo no solo al afortunado allí nacido, sino también al viajero ocasional; presto a inmortalizar a través del objetivo de su cámara fotográfica las imágenes de una ciudad ya de por sí perpetua.
Alessa Sarrontino no era una de las esculturas acosadas por decenas de flashses, pero sentada en un banco cerca de la Piazza San Giovanni, observando con atención a los jóvenes florentinos y a los turistas que aún poblaban el lugar dispuestos a postergar el momento de ponerle fin al día del Santo, parecía tan impertérrita como ellas. Casi podía percibir los últimos estertores del estruendo diurno del más del millón de almas que habían honrado a su patrón durante incontables horas. Un eco invisible que impregnaba el ambiente de gritos, risas e innumerables olores. De vida. Un don que ella había perdido hacía mucho tiempo. Y, también, de sangre; sustento de los que, como ella, eran capaces de mirar a la inmortalidad con apatía. Los mismos que esa noche pondrían fin a alguna de aquellas vidas casi con desdén; pues ¿qué valor tenía la vida más allá de alimentar a la muerte?
Alessa se puso en pie y comenzó a caminar en dirección a Oltrarno dejando atrás la belleza y el esplendor que le rodeaba para adentrarse en la otra cara de la ciudad. En la que la diversión era distinta y el arte corría a manos de una de sus hermanas sabbats en Florencia. Anneta, cofrade de “Le Furie dell’inferno” iba a dar un espectáculo como homenaje personal al día de San Giovanni y hubiese sido descortés no aceptar la invitación para asistir al evento de una de las Cofradías más características de la ciudad.
La noche invitaba al asueto y la compañía y, además, Sarrontino, llevaba un tiempo sin ver a las dueñas del Rasputín. Incluso, quizá, esa noche de fiesta Le Furie tuvieran a bien agasajar a los espectadores más distinguidos escanciando alguno de los sabrosos caldos de su bodega personal.
Sin duda, la sangre Toscana tenía tanto “buqué” como sus vinos; y la lunas de fiesta del solsticio de verano ¿Acaso no procuraban siempre más sed?
La Malkavian Antitribu cruzó el Arno por el Ponte Vecchio y se adentró en el barrio bohemio de Florencia, "la otra Florencia". La de la gente autóctona. La trabajadora, la tranquila, la que no corre y sale tranquilamente a pasear por sus calles descubriendo cada noche rincones nuevos. Aún quedaban muchos fllorentinos disfrutando de la noche en los numerosos bares y terrazas del lugar; que parecía funcionar a su propio ritmo, sin verse afectado por la masificación turística de otras partes del centro.
Fue un paseo tranquilo, casi aburrido, hasta que llegó a la callejuela indicada: Borgo Tegolaio. Sabía que Le Furie acababa de hacerse con el control del moderno "speakeasy" -un concepto surgido en las primeras décadas del siglo XX en Nueva York, en pleno apogeo de la Ley Seca - o lo que era lo mismo: un bar a puerta cerrada, exclusivo, al que solo unos pocos tenían acceso. Todas las ciudades del mundo solían tener su "bar secreto", pero no todos estaban regidos por un grupo de cuatro féminas como aquellas.
Le costó algo de esfuerzo encontrarlo, pues nada en el exterior daba pruebas de que allí hubiese bar alguno; pero al fin dio con la entrada tras cerciorarse de que su número coincidía con la indicación que le habían enviado.
Una vez se adentró en la escalera que daba acceso al Rasputín, la tenue luz de las velas, las imágenes de algunos santos y el olor a humedad bien podía decirle que acababa de penetrar en una vieja ermita. Abandonó aquel pensamiento cuando el suave jazz del hilo musical que amenizaba la velada se abrió hueco en sus oídos y pudo tener una visión completa del interior.
Finalmente constató que había llegado, pues al otro lado de donde estaba, entre los jóvenes que conversando en penumbra apuraban el último sorbo de sus cócteles, pudo entrever una cara conocida. Anetta, la última hermana en convertirse en cofrade de Le Furie se percató de su presencia y con un gesto de mano le invitó a acercarse.