Un nuovo scopo [Racconto] (15-02-1990)
Publicado: 08 Jun 2020, 00:56
Racconto para Ricardo, Fiorella y Marcelo.
Florencia.
15 de Febrero de 1990.
Interior de la antigua fábrica "Pazzi e Figli":
Fiorella despertó con olor a quemado aún pegado a sus fosas nasales. El letargo diurno no había sido tan reparador como debiera y el recuerdo de las llamas de la noche anterior, no por extintas, dejaba de arañar su estómago desde dentro. El fuego, enemigo mortal de los cainitas, seguía removiendo a su bestia y tuvo que abrir los ojos y mirar a su alrededor un par de veces para constatar que en ese momento estaba a salvo; al menos, de las llamas. La proximidad del ayer y la incertidumbre del futuro la acompañaron un par de minutos hasta que puso los pies en el suelo, se levantó y fue hasta uno de los archivadores cubiertos de polvo que “amueblaban” uno de los despachos, en concreto el que le servía como habitación privada, de la fábrica abandonada que se había convertido en refugio comunal para ella y sus hermanos.
Una vez ubicada, pero todavía medio entumecida, cogió con ambas manos el exánime rostro que la miraba desde el primer cajón abierto y lo observó fijamente, perdiéndose durante un par de eternos minutos en sus propios recuerdos y en la irresolución de la nueva existencia que hacía relativamente poco tiempo acababa de empezar para ella.
La nosferatu era consciente de que si el destino no hubiese cruzado en su camino a Ignacio de Lima, probablemente, en ese momento, solo sería un puñado de cenizas olvidadas en las negras aguas de aquel canal de Venecia en el que su propio sire la había abandonado a su suerte; hacia menos tiempo del necesario para dejarlo de recordar. Una suerte que desde que nació a la inmortalidad la había esquivado como quien intenta no pisar el excremento de un animal. ¿Ella lo era? Se preguntaba entonces, cuando a solas en su cuarto se torturaba a sí misma entre gritos de dolor, henchida de culpa por saberse la causa de que su padre trabajase de sol a sol. Era cuando se sentía a punto de desfallecer ante la locura, cuando él regresaba a casa, colmándola de dolorosos y terribles cuidados derivados de un amor tan fútil, como la minuciosa obsesión que sentía por hacer perdurar el cuerpo y la apariencia de su musa, de su única y enferma hija; sin saber, pobre de él, que no había arreglo posible ni para ella, ni para una carne y unos huesos abocados sin remisión a la putrefacción y la deformación. Hasta que la culpa se convirtió en dolor, y el dolor trajo ansia, sangre y muerte.
Casi era una broma de mal gusto pensar que el destino, macabro y cruel en ocasiones, ya estaba gestando entonces el enjambre que Fiorella cuidaría con tanto mimo años después como insidioso designio futuro, pues aquel parricidio fue la ominosa transformación de su hija de oruga a mariposa; a pequeña polilla sangrienta, nocturna y letal.
"Farfalla", con suavidad, limpió la máscara de hollín, carbonilla y pequeñas gotas de sangre negra y reseca, trazando delicados y cuidadosos círculos sobre aquellas suaves mejillas de porcelana con un pañuelo de seda; un íntimo ritual que repetía noche tras noche antes de salir al encuentro de sus cofrades. Una pequeña sonrisa brotó en su cara aniñada, pero no con la inocencia que la apariencia de aquel rostro de cría podría hacer pensar, sino más incisiva.
Porque ahora estaba en Florencia, formando parte, al fin, de una familia inmortal que la aceptaba tal y como era, que la protegía y que, presuntamente, jamás la abandonaría. Una familia que albergaba grandes esperanzas en el papel, decían que determinante, que la joven Fiorella jugaría en el futuro no solo dentro de su Cofradía, sino del Sabbat. Fiorella sentía el peso de la responsabilidad sobre los hombros y en ocasiones esa carga era tan fuerte que sus pequeños huesos parecían temblar al sostenerla, porque ¿sería capaz de sostenerla? ¿y si no cubría con las expectativas de los demás? ¿La seguirían aceptando o volvería a convertirse en una niña inmortal tan prescindible y desechable como un juguete roto? Preguntas que, por ahora, ni ella misma quería precipitarse a responder.
Sin embargo, aún con todo, estaba viva, o al menos no muerta. ¿No era eso lo que de verdad importaba? Si hacía falta se recompondría cada noche adoptando cualquier papel que le permitiese seguir adelante. Cualquier papel; de la misma manera que su padre cambiaba de vestido a aquellas muñecas en las que la veía reflejada.
Casi había acabado de limpiar la máscara cuando escuchó movimiento en la planta baja de la fábrica y cómo alguien subía la escalera que llevaba hasta su cuarto. Entonces, encerró sus más íntimos recuerdos bajo llave y el eco de su memoria más cercana brilló en su mente como la chispa que inicia un nuevo incendio. El “toc-toc” de la puerta volvió a ensombrecer su ánimo durante un par de segundos. Como manada tenían una noche complicada por delante -todos sabían que incluso determinante para ellos - y, si era sincera consigo misma, no le apetecía lo más mínimo salir al encuentro de lo que iba a pasar; ni al del resto de sabbats que la estarían observando esa noche.
Fue una sensación breve y pasajera que duró hasta que se acercó hasta la puerta y agarró el picaporte, pero antes de abrir volvió a echar la vista atrás, como si en la habitación vacía alguien la estuviese observando. La pequeña Fiorella volvió entonces a sonreír, pero mucho más maliciosa, cruda y animal. Una mueca salvaje que quizá estaba dirigida a quien había ocupado sus últimos pensamientos. Algo así como un “¡qué te jodan, papá! No soy yo la que está pudriéndose bajo tierra”.
Después abrió, con la confianza de saber quién se encuentra al otro lado del dintel, y le dio las buenas noches a su Ductus.
Ricardo se había conjurado a no soportar ningún tipo de duda esa noche. Ni se lo podía permitir ni era un cainita muy dado a ello. Menos aún en la situación en la que sus cofrades y él mismo estaban. Una situación complicada. Incómoda. Inusual. Y había que reconocerlo, muy probablemente, peligrosa. Era cierto que se había labrado cierta fama sirviendo junto a su sire, Ignacio de Lima, como “patrulleros” alrededor de Florencia y que se había ganado el respeto y la simpatías - si es que eso era posible - de buena parte del Sabbat que llevaba instaurado en la Toscana desde hacía siglos; pero Ignacio mucho tiempo ha que había decidido residir finalmente en su patria y, el español, ya no era alguien a quien recurrir cuando las cosas se torcían, al menos, no, directamente. Ahora, él era el único y último responsable de la manada de la que era Ductus y, como en la vida, ascender en la escalera de poder solía traer más responsabilidades que beneficios -en la muerte-.
Además, sabía que era el Ductus más joven de Florencia, lo que le convertía de facto en un pececillo nadando entre tiburones en un mar siempre pleno de carnaza. Para colmo de males, Alessa había abandonado la ciudad movida por la búsqueda del significado de uno de sus sueños; por lo que jugar la baza de la ambigua posición que esta aportaba a la manada se había esfumado como el humo. Mientras pensaba unos segundos en ella no pudo evitar maldecir los sueños de la malkavian y preguntarse si valía la pena darles cobijo en momentos como aquellos, ya que, al fin y al cabo, aún permanecía al amparo de su tutela. Finalmente cedió y sonrió, consciente de que bajo la locura de su hermana él mismo encontraba a una sacerdotisa que prometía con convertirse en un referente dentro de la Secta; si es que no acababa de perderse en ella finalmente. Aquella mujer -o mujeres encerradas en una misma mente – podía ser tan valiosa en sus profecías como peligrosa en sus formas; y nadie le podía asegurar que esa noche prevaleciese lo primero. “Quizá sea mejor así”, pensó, resignado a su ausencia.
Aunque, si se paraba a pensarlo un momento. ¿Qué era el sabbat sino la demostración constante de la utilidad y valía de uno? ¿La confirmación de que la fuerza y el poder se mantenía sobre las glorias pasadas? ¿De forma colectiva, pero también individual? Demostrar debilidad no es que no fuese una opción, sino que era algo semejante a intentar compartir un trozo de carne entre el resto de una manada de hambrientas hienas. Si él estaba llamado a ser uno de los líderes de Florencia, sería un líder fuerte y leal. Un Ductus respetado y capaz. O lucharía por serlo, pensó, no había más opciones posibles.
El nosferatu soltó la lija de carpintero que tenía sujeta en la mano y observó la talla de madera sobre la que había estado trabajando la última hora, alzando después la mirada hacia el reloj que colgaba en la pared, en la primera planta, sobre un enorme casillero que algún día había servido para fichar las horas trabajadas por los operarios de la fábrica. Se acercaba la hora de salir y aún tenía que hablar con Fiorella sobre algunas cosas. La noche anterior, entre fuego y sombras, la más joven de sus cofrades había tenido un primer encuentro con la cruenta guerra que la Espada llevaba librando contra los malnacidos de la Camarilla hacía incontables siglos; y le interesaba conocer de primera mano como eso había calado en el corazón Sabbat de su hermana de clan. Echó un último vistazo a su trabajo y asintió para sí mismo, conforme con el resultado. Sopló el cilindro de madera acabado en punta, liberándolo de polvo antes de colocarlo ceremoniosamente junto con los otros dos que ya tenía barnizados. El olor a barniz, aquellos trabajos artesanales, seguía siendo un bálsamo para el nosferatu y, además, prefería ser él mismo quien fabricase sus propias estacas; le daban ese toque...personal.
Sacudió sus manos y se encaminó a la escalera que daba acceso a los despachos de la planta superior. Aún tenían tiempo de sobra, pero mejor salir de allí temprano y que fuesen ellos quienes esperasen, que retrasarse y hacer esperar a algunas de las personalidades más insignes de la ciudad. Podrían hablar de camino al Palazzo Pitti y discurrir conjuntamente sobre la tarea que les había sido encomendada; y la forma en la que la llevarían a cabo, pues no era tarea fácil y sabía que muchas miradas caerían sobre ellos a partir de esa noche.
Casi sin darse cuenta había llegado al cuarto de Fiorella, quien, tras escuchar el par de golpes que le había dado a la puerta, apareció ante él con su máscara entre las manos.
“Es hora de irnos” – le dijo con seriedad, mirando hacia abajo, directamente a sus ojos. No era un cainita de muchas palabras, ambos lo sabían, pero quizá por primera vez, el tacto áspero de la piel de la pequeña nosferatu al tomar su mano le reconfortó de algún modo. Un gesto que no sucedía con mucha frecuencia, pero que Ricardo aceptó mientras bajaban la escalera, porque esa noche, más que incomodidad, aquel apretón era una llamada a atemperar los nervios de ambos; y demostrarse, mutuamente, confianza y apoyo ante lo que se les iba a pedir.
Abandonaron así el refugio, ocultándose por las calles como mejor sabían hacer. Dos siluetas retorcidas al abrigo de sus silenciosos pasos y sus secretas palabras.
Celdas subterráneas del Palazzo Pitti:
Estás bien jodido...”hermano” – el recuerdo de esa última palabra, cargada de sarcasmo y desprecio, fue casi un puñetazo en plena cara de Marcelo. Era lo último que recordaba antes de que alguien – o algo- le provocase uno de los mayores dolores que había sentido en su vida antes de sentirse caer, como si su cuerpo estuviese conformado de plomo, en la oscuridad y la inconsciencia más insondable. No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces, pero el vívido recuerdo del rostro de Alberto al despertar esa noche, en una mueca de súplica porque lo que estaba pasando alrededor de ambos no fuese cierto, le decía que no demasiado. Una última mirada,la de su hermano de sangre, asustada e iracunda como jamás Marcelo le había visto y que prometía un futuro ajuste de cuentas entre los dos pese al último acto de la rota hermandad y del afecto que Gozza le profesaba hasta entonces; permitiéndole escapar de una muerte segura a manos de los mismos enemigos que ahora, con suerte, podían ser sus benefactores. Sin embargo, era cierto; tan veraz como que la traición de Marcelo al sire de ambos -y por extensión a la Torre- no se había llegado a materializar como estaba previsto. Algo que, sin ninguna duda, le había puesto precio a su cabeza bajo la supervisión de Iuliano.
“Hijo de puta”, pensó Gozza, apretando los dientes con fuerza, lleno de rabia y sin llegar a pronunciar el nombre de su sire; como si el hacerlo le fuese a llenar la boca de hiel. El recuerdo de la huida de aquel cabrón hizo que su cara se dibujase en el muro que tenía más próximo y, apretando el puño con fuerza, desató toda la rabia contenida en su interior para asestar un violento puñetazo que haría temblar la pared y le borraría aquella estúpida y amarillenta sonrisa...
...no llegó a golpear. Detuvo su brazo antes de hacerlo y, a medias sorprendido y furibundo, miró alrededor, preguntándose por primera vez dónde demonios estaba, por qué le ardían la costillas y, con más urgencia, si podría salir de allí.
Y, también, empezó a sentir el hambre. Un reclamo que le comía por dentro a causa de su encolerizada bestia que, como una manada de tiffosis hambrientos de violencia, rugía en su interior. No tardó en comprender que aquello era lo peor en ese momento, pues ni la sombra de Strazza, ni el saberse confinado, ni el desconocer dónde se encontraba restaban un ápice de esa puñalada de hambre que se le clavaba en las entrañas.
Entonces la vio. Una amenazante estaca con sangre fresca al otro lado de la habitación. Se abalanzó sobre ella llevado por el ansía, con intención de lamerla como un carroñero se alimenta de los huesos secos de un cadáver, hasta que la cadena que le tenía sujeto por el tobillo derecho hizo tope, tensándose y haciéndole perder el equilibrio hasta que, debilitado y un poco mareado, cayó hacia atrás. La rabia más pura brilló en sus ojos por un momento y después cayó presa de la frustración; tras comprobar que aun tirando con todas sus fuerzas de la cadena no iba a ser capaz de romperla y separarla de su gozne. Marcelo se las había visto muy putas, más veces de las que podía contar con los dedos de ambas manos, y distaba mucho de ser uno de esos tipos a los que se podía sorprender con lágrimas en los ojos, pero quizá, si había un momento para que la rabia diese lugar al llanto provocado por la desesperación, era ese. “Aguanta” – se concentró, intentando hacerse fuerte a base de golpes de su propia fuerza de voluntad, que no era poca – “Solo hay que esperar un poco más”.
Y como si alguien estuviese leyendo sus pensamientos, la puerta de la celda en la que estaba preso se abrió. Dos figuras emergieron a contraluz tras ella, una de ellas esbelta y delgada, de la que no podía descifrar su género y otra un poco más rechoncha, que emitía una frenética respiración. El brujah se replegó sobre si mismo arrebujándose contra la pared, intentando conjurar todas sus fuerzas para plantar batalla. A esas alturas ya sabía en manos de quién estaba y si la traición que había orquestado junto a sus captores le iba a llevar a la destrucción por fallida, no se convertiría en cenizas sin intentar llevarse a alguno de ellos por delante. Estaba preparado, siempre lo había estado desde niño, primero para rematar una pelota y después para hacer lo propio con cualquier cabeza que se le pusiese delante. Aunque no podía adivinar nada más allá de aquellas siluetas, se preparó para saltar, golpear, patear y morder a sus verdugos. Medio minuto de un silencio eterno se tragó el aire entre ellos, hasta que la voz de una mujer -o eso parecía- resonó con dulzura entre aquellas cuatro desnudas paredes.
- Eso no será necesario...de momento – la melodiosa voz se filtró por sus oídos como la caliente caricia de un súcubo, frenando en seco las intenciones del brujah – Espero que tu cuarto te haya satisfecho, querido. Te traigo la cena.
La mujer cogió por el pelo a su acompañante y tiró de él hacia atrás dejando su garganta expuesta. Un brillo metálico relució a ojos de Marcelo, rápido y certero, y el dulzor del olor a sangre derramada llegó de forma instantánea a su nariz precedido por una pequeña fuente escarlata. La mujer empujó el cuerpo hacia él de una patada y el recién llegado cayó a los pies del brujah tratando de taparse inútilmente la herida entre pequeños sollozos ahogados por su propia sangre.
- Come y después hablaremos, pero no tardes demasiado o tendrás que lamer del suelo como uno de esos perros a los que... ¿servías? - dejó la pregunta en el aire, pero no le dio tiempo para contestar, dejando claro que sería ella misma quien llegaría a esa conclusión - Al fin y al cabo... – siguió, apoyando su espalda en la hoja de la puerta, casi aburrida mientras Marcelo se abalanzaba sobre el cuerpo que poco a poco se iba desangrando - ...no queremos que te presentes con hambre ante tu posible – remarcó la palabra - nueva familia, ¿Verdad?
Florencia.
15 de Febrero de 1990.
Interior de la antigua fábrica "Pazzi e Figli":
Fiorella despertó con olor a quemado aún pegado a sus fosas nasales. El letargo diurno no había sido tan reparador como debiera y el recuerdo de las llamas de la noche anterior, no por extintas, dejaba de arañar su estómago desde dentro. El fuego, enemigo mortal de los cainitas, seguía removiendo a su bestia y tuvo que abrir los ojos y mirar a su alrededor un par de veces para constatar que en ese momento estaba a salvo; al menos, de las llamas. La proximidad del ayer y la incertidumbre del futuro la acompañaron un par de minutos hasta que puso los pies en el suelo, se levantó y fue hasta uno de los archivadores cubiertos de polvo que “amueblaban” uno de los despachos, en concreto el que le servía como habitación privada, de la fábrica abandonada que se había convertido en refugio comunal para ella y sus hermanos.
Una vez ubicada, pero todavía medio entumecida, cogió con ambas manos el exánime rostro que la miraba desde el primer cajón abierto y lo observó fijamente, perdiéndose durante un par de eternos minutos en sus propios recuerdos y en la irresolución de la nueva existencia que hacía relativamente poco tiempo acababa de empezar para ella.
La nosferatu era consciente de que si el destino no hubiese cruzado en su camino a Ignacio de Lima, probablemente, en ese momento, solo sería un puñado de cenizas olvidadas en las negras aguas de aquel canal de Venecia en el que su propio sire la había abandonado a su suerte; hacia menos tiempo del necesario para dejarlo de recordar. Una suerte que desde que nació a la inmortalidad la había esquivado como quien intenta no pisar el excremento de un animal. ¿Ella lo era? Se preguntaba entonces, cuando a solas en su cuarto se torturaba a sí misma entre gritos de dolor, henchida de culpa por saberse la causa de que su padre trabajase de sol a sol. Era cuando se sentía a punto de desfallecer ante la locura, cuando él regresaba a casa, colmándola de dolorosos y terribles cuidados derivados de un amor tan fútil, como la minuciosa obsesión que sentía por hacer perdurar el cuerpo y la apariencia de su musa, de su única y enferma hija; sin saber, pobre de él, que no había arreglo posible ni para ella, ni para una carne y unos huesos abocados sin remisión a la putrefacción y la deformación. Hasta que la culpa se convirtió en dolor, y el dolor trajo ansia, sangre y muerte.
Casi era una broma de mal gusto pensar que el destino, macabro y cruel en ocasiones, ya estaba gestando entonces el enjambre que Fiorella cuidaría con tanto mimo años después como insidioso designio futuro, pues aquel parricidio fue la ominosa transformación de su hija de oruga a mariposa; a pequeña polilla sangrienta, nocturna y letal.
"Farfalla", con suavidad, limpió la máscara de hollín, carbonilla y pequeñas gotas de sangre negra y reseca, trazando delicados y cuidadosos círculos sobre aquellas suaves mejillas de porcelana con un pañuelo de seda; un íntimo ritual que repetía noche tras noche antes de salir al encuentro de sus cofrades. Una pequeña sonrisa brotó en su cara aniñada, pero no con la inocencia que la apariencia de aquel rostro de cría podría hacer pensar, sino más incisiva.
Porque ahora estaba en Florencia, formando parte, al fin, de una familia inmortal que la aceptaba tal y como era, que la protegía y que, presuntamente, jamás la abandonaría. Una familia que albergaba grandes esperanzas en el papel, decían que determinante, que la joven Fiorella jugaría en el futuro no solo dentro de su Cofradía, sino del Sabbat. Fiorella sentía el peso de la responsabilidad sobre los hombros y en ocasiones esa carga era tan fuerte que sus pequeños huesos parecían temblar al sostenerla, porque ¿sería capaz de sostenerla? ¿y si no cubría con las expectativas de los demás? ¿La seguirían aceptando o volvería a convertirse en una niña inmortal tan prescindible y desechable como un juguete roto? Preguntas que, por ahora, ni ella misma quería precipitarse a responder.
Sin embargo, aún con todo, estaba viva, o al menos no muerta. ¿No era eso lo que de verdad importaba? Si hacía falta se recompondría cada noche adoptando cualquier papel que le permitiese seguir adelante. Cualquier papel; de la misma manera que su padre cambiaba de vestido a aquellas muñecas en las que la veía reflejada.
Casi había acabado de limpiar la máscara cuando escuchó movimiento en la planta baja de la fábrica y cómo alguien subía la escalera que llevaba hasta su cuarto. Entonces, encerró sus más íntimos recuerdos bajo llave y el eco de su memoria más cercana brilló en su mente como la chispa que inicia un nuevo incendio. El “toc-toc” de la puerta volvió a ensombrecer su ánimo durante un par de segundos. Como manada tenían una noche complicada por delante -todos sabían que incluso determinante para ellos - y, si era sincera consigo misma, no le apetecía lo más mínimo salir al encuentro de lo que iba a pasar; ni al del resto de sabbats que la estarían observando esa noche.
Fue una sensación breve y pasajera que duró hasta que se acercó hasta la puerta y agarró el picaporte, pero antes de abrir volvió a echar la vista atrás, como si en la habitación vacía alguien la estuviese observando. La pequeña Fiorella volvió entonces a sonreír, pero mucho más maliciosa, cruda y animal. Una mueca salvaje que quizá estaba dirigida a quien había ocupado sus últimos pensamientos. Algo así como un “¡qué te jodan, papá! No soy yo la que está pudriéndose bajo tierra”.
Después abrió, con la confianza de saber quién se encuentra al otro lado del dintel, y le dio las buenas noches a su Ductus.
Ricardo se había conjurado a no soportar ningún tipo de duda esa noche. Ni se lo podía permitir ni era un cainita muy dado a ello. Menos aún en la situación en la que sus cofrades y él mismo estaban. Una situación complicada. Incómoda. Inusual. Y había que reconocerlo, muy probablemente, peligrosa. Era cierto que se había labrado cierta fama sirviendo junto a su sire, Ignacio de Lima, como “patrulleros” alrededor de Florencia y que se había ganado el respeto y la simpatías - si es que eso era posible - de buena parte del Sabbat que llevaba instaurado en la Toscana desde hacía siglos; pero Ignacio mucho tiempo ha que había decidido residir finalmente en su patria y, el español, ya no era alguien a quien recurrir cuando las cosas se torcían, al menos, no, directamente. Ahora, él era el único y último responsable de la manada de la que era Ductus y, como en la vida, ascender en la escalera de poder solía traer más responsabilidades que beneficios -en la muerte-.
Además, sabía que era el Ductus más joven de Florencia, lo que le convertía de facto en un pececillo nadando entre tiburones en un mar siempre pleno de carnaza. Para colmo de males, Alessa había abandonado la ciudad movida por la búsqueda del significado de uno de sus sueños; por lo que jugar la baza de la ambigua posición que esta aportaba a la manada se había esfumado como el humo. Mientras pensaba unos segundos en ella no pudo evitar maldecir los sueños de la malkavian y preguntarse si valía la pena darles cobijo en momentos como aquellos, ya que, al fin y al cabo, aún permanecía al amparo de su tutela. Finalmente cedió y sonrió, consciente de que bajo la locura de su hermana él mismo encontraba a una sacerdotisa que prometía con convertirse en un referente dentro de la Secta; si es que no acababa de perderse en ella finalmente. Aquella mujer -o mujeres encerradas en una misma mente – podía ser tan valiosa en sus profecías como peligrosa en sus formas; y nadie le podía asegurar que esa noche prevaleciese lo primero. “Quizá sea mejor así”, pensó, resignado a su ausencia.
Aunque, si se paraba a pensarlo un momento. ¿Qué era el sabbat sino la demostración constante de la utilidad y valía de uno? ¿La confirmación de que la fuerza y el poder se mantenía sobre las glorias pasadas? ¿De forma colectiva, pero también individual? Demostrar debilidad no es que no fuese una opción, sino que era algo semejante a intentar compartir un trozo de carne entre el resto de una manada de hambrientas hienas. Si él estaba llamado a ser uno de los líderes de Florencia, sería un líder fuerte y leal. Un Ductus respetado y capaz. O lucharía por serlo, pensó, no había más opciones posibles.
El nosferatu soltó la lija de carpintero que tenía sujeta en la mano y observó la talla de madera sobre la que había estado trabajando la última hora, alzando después la mirada hacia el reloj que colgaba en la pared, en la primera planta, sobre un enorme casillero que algún día había servido para fichar las horas trabajadas por los operarios de la fábrica. Se acercaba la hora de salir y aún tenía que hablar con Fiorella sobre algunas cosas. La noche anterior, entre fuego y sombras, la más joven de sus cofrades había tenido un primer encuentro con la cruenta guerra que la Espada llevaba librando contra los malnacidos de la Camarilla hacía incontables siglos; y le interesaba conocer de primera mano como eso había calado en el corazón Sabbat de su hermana de clan. Echó un último vistazo a su trabajo y asintió para sí mismo, conforme con el resultado. Sopló el cilindro de madera acabado en punta, liberándolo de polvo antes de colocarlo ceremoniosamente junto con los otros dos que ya tenía barnizados. El olor a barniz, aquellos trabajos artesanales, seguía siendo un bálsamo para el nosferatu y, además, prefería ser él mismo quien fabricase sus propias estacas; le daban ese toque...personal.
Sacudió sus manos y se encaminó a la escalera que daba acceso a los despachos de la planta superior. Aún tenían tiempo de sobra, pero mejor salir de allí temprano y que fuesen ellos quienes esperasen, que retrasarse y hacer esperar a algunas de las personalidades más insignes de la ciudad. Podrían hablar de camino al Palazzo Pitti y discurrir conjuntamente sobre la tarea que les había sido encomendada; y la forma en la que la llevarían a cabo, pues no era tarea fácil y sabía que muchas miradas caerían sobre ellos a partir de esa noche.
Casi sin darse cuenta había llegado al cuarto de Fiorella, quien, tras escuchar el par de golpes que le había dado a la puerta, apareció ante él con su máscara entre las manos.
“Es hora de irnos” – le dijo con seriedad, mirando hacia abajo, directamente a sus ojos. No era un cainita de muchas palabras, ambos lo sabían, pero quizá por primera vez, el tacto áspero de la piel de la pequeña nosferatu al tomar su mano le reconfortó de algún modo. Un gesto que no sucedía con mucha frecuencia, pero que Ricardo aceptó mientras bajaban la escalera, porque esa noche, más que incomodidad, aquel apretón era una llamada a atemperar los nervios de ambos; y demostrarse, mutuamente, confianza y apoyo ante lo que se les iba a pedir.
Abandonaron así el refugio, ocultándose por las calles como mejor sabían hacer. Dos siluetas retorcidas al abrigo de sus silenciosos pasos y sus secretas palabras.
Celdas subterráneas del Palazzo Pitti:
Estás bien jodido...”hermano” – el recuerdo de esa última palabra, cargada de sarcasmo y desprecio, fue casi un puñetazo en plena cara de Marcelo. Era lo último que recordaba antes de que alguien – o algo- le provocase uno de los mayores dolores que había sentido en su vida antes de sentirse caer, como si su cuerpo estuviese conformado de plomo, en la oscuridad y la inconsciencia más insondable. No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces, pero el vívido recuerdo del rostro de Alberto al despertar esa noche, en una mueca de súplica porque lo que estaba pasando alrededor de ambos no fuese cierto, le decía que no demasiado. Una última mirada,la de su hermano de sangre, asustada e iracunda como jamás Marcelo le había visto y que prometía un futuro ajuste de cuentas entre los dos pese al último acto de la rota hermandad y del afecto que Gozza le profesaba hasta entonces; permitiéndole escapar de una muerte segura a manos de los mismos enemigos que ahora, con suerte, podían ser sus benefactores. Sin embargo, era cierto; tan veraz como que la traición de Marcelo al sire de ambos -y por extensión a la Torre- no se había llegado a materializar como estaba previsto. Algo que, sin ninguna duda, le había puesto precio a su cabeza bajo la supervisión de Iuliano.
“Hijo de puta”, pensó Gozza, apretando los dientes con fuerza, lleno de rabia y sin llegar a pronunciar el nombre de su sire; como si el hacerlo le fuese a llenar la boca de hiel. El recuerdo de la huida de aquel cabrón hizo que su cara se dibujase en el muro que tenía más próximo y, apretando el puño con fuerza, desató toda la rabia contenida en su interior para asestar un violento puñetazo que haría temblar la pared y le borraría aquella estúpida y amarillenta sonrisa...
...no llegó a golpear. Detuvo su brazo antes de hacerlo y, a medias sorprendido y furibundo, miró alrededor, preguntándose por primera vez dónde demonios estaba, por qué le ardían la costillas y, con más urgencia, si podría salir de allí.
Y, también, empezó a sentir el hambre. Un reclamo que le comía por dentro a causa de su encolerizada bestia que, como una manada de tiffosis hambrientos de violencia, rugía en su interior. No tardó en comprender que aquello era lo peor en ese momento, pues ni la sombra de Strazza, ni el saberse confinado, ni el desconocer dónde se encontraba restaban un ápice de esa puñalada de hambre que se le clavaba en las entrañas.
Entonces la vio. Una amenazante estaca con sangre fresca al otro lado de la habitación. Se abalanzó sobre ella llevado por el ansía, con intención de lamerla como un carroñero se alimenta de los huesos secos de un cadáver, hasta que la cadena que le tenía sujeto por el tobillo derecho hizo tope, tensándose y haciéndole perder el equilibrio hasta que, debilitado y un poco mareado, cayó hacia atrás. La rabia más pura brilló en sus ojos por un momento y después cayó presa de la frustración; tras comprobar que aun tirando con todas sus fuerzas de la cadena no iba a ser capaz de romperla y separarla de su gozne. Marcelo se las había visto muy putas, más veces de las que podía contar con los dedos de ambas manos, y distaba mucho de ser uno de esos tipos a los que se podía sorprender con lágrimas en los ojos, pero quizá, si había un momento para que la rabia diese lugar al llanto provocado por la desesperación, era ese. “Aguanta” – se concentró, intentando hacerse fuerte a base de golpes de su propia fuerza de voluntad, que no era poca – “Solo hay que esperar un poco más”.
Y como si alguien estuviese leyendo sus pensamientos, la puerta de la celda en la que estaba preso se abrió. Dos figuras emergieron a contraluz tras ella, una de ellas esbelta y delgada, de la que no podía descifrar su género y otra un poco más rechoncha, que emitía una frenética respiración. El brujah se replegó sobre si mismo arrebujándose contra la pared, intentando conjurar todas sus fuerzas para plantar batalla. A esas alturas ya sabía en manos de quién estaba y si la traición que había orquestado junto a sus captores le iba a llevar a la destrucción por fallida, no se convertiría en cenizas sin intentar llevarse a alguno de ellos por delante. Estaba preparado, siempre lo había estado desde niño, primero para rematar una pelota y después para hacer lo propio con cualquier cabeza que se le pusiese delante. Aunque no podía adivinar nada más allá de aquellas siluetas, se preparó para saltar, golpear, patear y morder a sus verdugos. Medio minuto de un silencio eterno se tragó el aire entre ellos, hasta que la voz de una mujer -o eso parecía- resonó con dulzura entre aquellas cuatro desnudas paredes.
- Eso no será necesario...de momento – la melodiosa voz se filtró por sus oídos como la caliente caricia de un súcubo, frenando en seco las intenciones del brujah – Espero que tu cuarto te haya satisfecho, querido. Te traigo la cena.
La mujer cogió por el pelo a su acompañante y tiró de él hacia atrás dejando su garganta expuesta. Un brillo metálico relució a ojos de Marcelo, rápido y certero, y el dulzor del olor a sangre derramada llegó de forma instantánea a su nariz precedido por una pequeña fuente escarlata. La mujer empujó el cuerpo hacia él de una patada y el recién llegado cayó a los pies del brujah tratando de taparse inútilmente la herida entre pequeños sollozos ahogados por su propia sangre.
- Come y después hablaremos, pero no tardes demasiado o tendrás que lamer del suelo como uno de esos perros a los que... ¿servías? - dejó la pregunta en el aire, pero no le dio tiempo para contestar, dejando claro que sería ella misma quien llegaría a esa conclusión - Al fin y al cabo... – siguió, apoyando su espalda en la hoja de la puerta, casi aburrida mientras Marcelo se abalanzaba sobre el cuerpo que poco a poco se iba desangrando - ...no queremos que te presentes con hambre ante tu posible – remarcó la palabra - nueva familia, ¿Verdad?