Los recuerdos del centésimo cumpleaños de Perséfone parecen, por algunos instantes, bastante vagos. Han reaparecido en tus sueños, pero se conectan a la perfección con tu consagración inquisitorial ocurrida casi como regalo de navidad. En medio del verano, sientes demasiado frío, intentas revisar las cobijas sin abrir los ojos.
Siguen en su lugar, es solamente que su delgadez permite que el calor de tu cuerpo salga. Entreabres los párpados y te sorprendes al notar un halo blanquecino que entra por la ventana, mezclado con los rayos verdes del alba. Te envuelves en la ropa de cama tratando de abrigarte y, así, te diriges a descorrer ligeramente para contemplar la espesura.
Por aquí y por allá, restos de lo que sugiere una gran ventisca. Has dormido con tanta pesadez que ni te has enterado de lo que podría haber ocurrido. Solamente lo puedes conectar con aquella medianoche de la navidad de mil doscientos ochenta y dos: recibías tu consagración inquisitorial en un refugio secreto oculto bajo la plaza de San Marcos. Alrededor de las 3 de la mañana, la ceremonia había terminado y recorrías el pasillo secreto que conectaba con la sacristía.
Luego, a los canales, en la góndola de Museo. Se la habías pedido sin decirle demasiado y te la prestaba sin preguntar... ya tenías secretos con él después de los incidentes en Florencia, se guardaba su curiosidad para cuándo decidieses contarle algo. Copos en la proa, hacía tiempo que en diciembre solamente había frío... pero sin nieve.
Y, por tu ventana, la hay en medio de agosto. Desayunas unas pocas frutas y rebuscas tu abrigo en el armario. Tomas aquella espada con la que te entrenaron en Chipre por varios meses y con el cinturón de cuero curtido, la sujetas a tu cintura. Sabes que, definitivamente, el poder maligno del enemigo se ha manifestado. Te envuelves en un grueso abrigo y, tras abrir la puerta, se acerca corriendo hacia ti aquella niña que alguna vez vino a agradecerte por la compota de manzana.
Sus ropas parecen hechas jirones, está llena de magulladuras y su rostro muestra un pánico visceral. Salta a tus brazos sollozando y, mientras sus lágrimas mojan la piel de oso de tu abrigo, te va relatando un horrible cuento de hadas. Lo que te relata en nada se parece a algo que hayas experimentado anteriormente, ni siquiera cuándo peleabas con aquél demonio en sangre encontrado compañía de otros inquisidores sombríos de tu orden.
Primero menciona a un tejón, espantoso y de ojos con cuencas negras cayendo en un abismo. Sus colmillos feroces han dejado una marca en uno de sus tobillos, por donde la sostienes. Es una pequeña hendidura, apenas la rozas sin querer y la pobre niña emite un suave chillido. Luego sigue el relato, con un ave flamígera que tenía ojos de fogata y observaba como se quemaban los árboles a su alrededor en un fuego infernal. El cuál, curiosamente, parecía quemar todo lo que estaba dentro de un círculo... sin escaparse.






