Antipasto [Racconto] (18-02-1990)
Publicado: 23 Ago 2020, 16:47
ANTIPASTO.
Escena para Marcelo y Alessa.
¡Jódete capullo! - bramó el hincha de la Fiorentina, lanzando un espumarajo de sangre en plena cara a aquel imbécil antes de pegarle un puñetazo que le hizo caer al suelo - ¡Venga! ¡¿Alguien más?! ¡¿Quién es el siguiente?!
Los alrededores del estadio eran un hervidero de testosterona y una pelea más no iba a llamar la atención de los carabinieri, más preocupados por no meterse en líos que por evitar que alguno de aquellos niñatos llegase con un par de dientes menos a casa. Como los que acababa de perder aquel hincha de la Roma entre las cámaras de los periodistas. La tangana no tardó en montarse. Insultos, empujones y patadas entre humo de bengalas y trozos de cristal. Banderas bailando en el aire con la coreografía del merecido triunfo.
Un par de putas mantenían las distancias, tasando como carnaza al grupo. Sabían que las mieles de la victoria son más dulces después de un 2-0, unos litros de cerveza y unos gramos de speed. Y por supuesto, de una buena pelea. De esas en las que si no vas a trabajar con un ojo hinchado al día siguiente nadie va a creerse que estuviste allí.
Para las putas acercarse al estadio las noches de partido era una buena inversión. Una no dejaba de bajarse y subirse las bragas. Hasta acabar escocida y puede que con algún moratón en el cuerpo. Gajes del oficio en tiempos duros. Merecía la pena. A más de la mitad de aquellos machos alfa ni se les ponía dura por el alcohol. La mitad de la otra mitad se les quedaban dormidos encima. Así que, se solía sacar más pasta metiendo la mano en sus carteras que en sus braguetas. Solo había que esperar el momento.
Un poco más allá, tras el sobrepasado cordón policial, el autobús de la Roma intentaba abandonar el estadio escoltado por las sirenas de los furgones antidisturbios. Entre pedradas y lanzamiento de botellas. De decenas de patadas, cortes de manga y golpes de amenaza. Los orgullosos tifosi florentinos bramando «¡Aquí mandamos nosotros!».
Todo bajo su atenta mirada.
***
Pulsó el stand by y la pantalla quedó en negro mostrando el reflejo de su propio cuerpo medio tirado en el sillón y con los pies encima de una vieja caja de FedEx. Llevaba cambiando de canal en canal media hora de forma innecesaria, pues ya se sabía de memoria cada escena de lo que había estado viendo. Ese febril y brutal frenesí tomando las calles, cuando los colores de un escudo, el suyo, se ondean al aire con pasión. Había estado en noches como aquella cientos de veces siendo él mismo quien mandaba a casa, en el mejor de los casos, a cualquier idiota que tuviese los huevos de desafiarle con la mirada. Hasta que su lado más salvaje casi encontraba más aliciente en lo que pasaba una vez sonaba el pitido final del partido que en el partido en sí. Y esa justamente, la del club, era la idea que le llevaba rondando por la cabeza desde hacía meses, porque sabía que no era el único que lo sentía así. Que no estaba solo.
«Putos romanos de mierda, de la que os habéis librado hoy», Marcelo se levantó y tiró el mando sobre el sillón al escuchar la llegada de un coche en la calle desierta. Se acercó a la ventana y comprobó que se paraba frente al refugio, aunque ni apagó las luces ni nadie parecía dispuesto a salir de él. Tras un minutos se dio la vuelta y, pensando que seguramente se tratase de quien esperaba, se dispuso para salir de su cuarto y recibirla.
Antes de hacerlo y aún con las vívidas imágenes que acaba de ver, miró el calendario deportivo sobre el reposabrazos del sillón y sonrió con crueldad. El próximo encuentro no pensaba perdérselo. Ni de coña. E iba a ser de los gordos, nada menos que las semifinales de Champions. Y los londinenses, esos gordos cabrones de piel rosada, si que sabían encajar golpe tras golpe, tras golpe...
***
«Toc-toc-toc...»
Señorita...- ¿Seguro que es aquí?- preguntó el viejo taxista, tras golpear suavemente el cristal que separaba y ponía una barrera entre los dos asientos delanteros y los de la parte de atrás.
La zona en la que residía el olvidado almacén no parecía un buen lugar para una niña como aquella; aunque si algo había aprendido Antonio en los últimos años, había sido que la juventud ya no era como antes. Estaban todos locos, por el amor de Dios. Qué había llevado a la muchacha a un lugar así a aquellas horas era algo que escapaba a su comprensión. Al principio pensó que estaba drogada, ahora casi lo daba por hecho. Quizá era aquel el nuevo agujero negro al que la gente iba a «pillar», que era el término correcto con el que su hijo Carlo le decía que se llamaba a...bueno, a eso.
Gracias al cielo que la chica no llevaba equipaje, algo que en cierta manera le tranquilizaba un poco. Si no tenía que salir del taxi, mejor que mejor. «Ya no estoy para estas cosas», pensó, el viejo Antonio, esperando que los pocos meses que le quedaban antes de jubilarse pasasen con rapidez. Sin duda se había ganado un buen retiro tras una dura vida de trabajo. Las horas acumuladas dentro del coche le habían privado en gran medida de estar presente en el crecimiento de sus hijos y cuando dejase el volante, por fin sin apuros económicos, no iba a perderse el de Luca y Andrea, sus adorables nietos.
¿Señorita? - insisitió, preguntándose si la muchacha siquiera podía escucharle.
***
En la parte de atrás del taxi, la pasajera se limitaba a mirar por la ventanilla la decrépita fabrica que un día perteneció a «Pazzi e Figli». Había pasado una semana fuera de Florencia y, ciertamente, no sabía qué esperar. Durante ese tiempo, según lo que su Ductus le había ido contando por teléfono con todo lujo de detalles, la ciudad se había puesto medio patas arriba. Una emboscada infructuosa, en la que sus cofrades habían estado metidos, había acabado con la huída de unos camarilla infiltrados y con el lugar reducido a escombros. El resultado había derivado en la puesta en entredicho de las capacidades de su manada entre algunos de los Sabbats de Florencia y, lo que más le preocupaba, en la ardua tarea de vigilar y poner a prueba al traidor camarilla que había procurado el encuentro. Este, por lo que había escuchado, en un ansía voraz por escapar del yugo de su sire y de la Torre a la que ella misma peteneció en algún momento, estaba totalmente convencido de que su lugar estaba con ellos, con la Espada de Caín; significase eso lo que significase para él.
Alguien que parecía lo suficientemente inteligente o con valor para algunos de los poderes fácticos de la ciudad , sin que ellos supiesen por qué,como para que los primeros hubiesen decidido no hacerle pasar mil y un infiernos antes de estacarlo bajo el sol. Así pues, para una manada que pretendía establecerse como Cofradía ¿Qué significaba aquello? ¿Un castigo? ¿Una prueba? ¿Se los tomaban a broma? Solo un necio se atrevería a sacar una conclusión válida en ese momento; y mucho menos a exponerla.
La chica, con la mente perdida en su propio mundo interior, seguía observando la fábrica en silencio cuando la pequeña luz del dintel de la puerta de entrada se iluminó. Después,la persiana metálica empezó a ascender dejando entre penumbras una silueta que por lo enderezado, corpulento y esbelto de su contorno despejaba cualquier duda que pudiese tener. Ni era su Ductus, ni era Fiorella.
Oiga - repitió el hombre mirando hacia detrás - mire, lo siento mucho, pero, por favor, le agradecería que se bajase ya del coche. No hace falta que me pague la carrera - Antonio, quizá por la experiencia del que se las ha visto de todos los colores en la profesión, o quizá porque su sentido común había desarrollado un sexto sentido que a veces le gritaba «esto no me gusta», empezó a apretar el volante con nerviosismo justo en el momento que la chica reaccionó.
«Toc-toc-toc...»
Antes de que Antonio pudiese darse cuenta, el otro tipo, el que permanecía en la entrada de la fábrica era quien ahora tocaba con sus nudillos el cristal. Esta vez, el de la ventanilla del piloto.
Cómo había llegado tan rápido hasta allí y qué pretendía, era para el viejo taxista un completo misterio.
Escena para Marcelo y Alessa.
¡Jódete capullo! - bramó el hincha de la Fiorentina, lanzando un espumarajo de sangre en plena cara a aquel imbécil antes de pegarle un puñetazo que le hizo caer al suelo - ¡Venga! ¡¿Alguien más?! ¡¿Quién es el siguiente?!
Los alrededores del estadio eran un hervidero de testosterona y una pelea más no iba a llamar la atención de los carabinieri, más preocupados por no meterse en líos que por evitar que alguno de aquellos niñatos llegase con un par de dientes menos a casa. Como los que acababa de perder aquel hincha de la Roma entre las cámaras de los periodistas. La tangana no tardó en montarse. Insultos, empujones y patadas entre humo de bengalas y trozos de cristal. Banderas bailando en el aire con la coreografía del merecido triunfo.
Un par de putas mantenían las distancias, tasando como carnaza al grupo. Sabían que las mieles de la victoria son más dulces después de un 2-0, unos litros de cerveza y unos gramos de speed. Y por supuesto, de una buena pelea. De esas en las que si no vas a trabajar con un ojo hinchado al día siguiente nadie va a creerse que estuviste allí.
Para las putas acercarse al estadio las noches de partido era una buena inversión. Una no dejaba de bajarse y subirse las bragas. Hasta acabar escocida y puede que con algún moratón en el cuerpo. Gajes del oficio en tiempos duros. Merecía la pena. A más de la mitad de aquellos machos alfa ni se les ponía dura por el alcohol. La mitad de la otra mitad se les quedaban dormidos encima. Así que, se solía sacar más pasta metiendo la mano en sus carteras que en sus braguetas. Solo había que esperar el momento.
Un poco más allá, tras el sobrepasado cordón policial, el autobús de la Roma intentaba abandonar el estadio escoltado por las sirenas de los furgones antidisturbios. Entre pedradas y lanzamiento de botellas. De decenas de patadas, cortes de manga y golpes de amenaza. Los orgullosos tifosi florentinos bramando «¡Aquí mandamos nosotros!».
Todo bajo su atenta mirada.
***
Pulsó el stand by y la pantalla quedó en negro mostrando el reflejo de su propio cuerpo medio tirado en el sillón y con los pies encima de una vieja caja de FedEx. Llevaba cambiando de canal en canal media hora de forma innecesaria, pues ya se sabía de memoria cada escena de lo que había estado viendo. Ese febril y brutal frenesí tomando las calles, cuando los colores de un escudo, el suyo, se ondean al aire con pasión. Había estado en noches como aquella cientos de veces siendo él mismo quien mandaba a casa, en el mejor de los casos, a cualquier idiota que tuviese los huevos de desafiarle con la mirada. Hasta que su lado más salvaje casi encontraba más aliciente en lo que pasaba una vez sonaba el pitido final del partido que en el partido en sí. Y esa justamente, la del club, era la idea que le llevaba rondando por la cabeza desde hacía meses, porque sabía que no era el único que lo sentía así. Que no estaba solo.
«Putos romanos de mierda, de la que os habéis librado hoy», Marcelo se levantó y tiró el mando sobre el sillón al escuchar la llegada de un coche en la calle desierta. Se acercó a la ventana y comprobó que se paraba frente al refugio, aunque ni apagó las luces ni nadie parecía dispuesto a salir de él. Tras un minutos se dio la vuelta y, pensando que seguramente se tratase de quien esperaba, se dispuso para salir de su cuarto y recibirla.
Antes de hacerlo y aún con las vívidas imágenes que acaba de ver, miró el calendario deportivo sobre el reposabrazos del sillón y sonrió con crueldad. El próximo encuentro no pensaba perdérselo. Ni de coña. E iba a ser de los gordos, nada menos que las semifinales de Champions. Y los londinenses, esos gordos cabrones de piel rosada, si que sabían encajar golpe tras golpe, tras golpe...
***
«Toc-toc-toc...»
Señorita...- ¿Seguro que es aquí?- preguntó el viejo taxista, tras golpear suavemente el cristal que separaba y ponía una barrera entre los dos asientos delanteros y los de la parte de atrás.
La zona en la que residía el olvidado almacén no parecía un buen lugar para una niña como aquella; aunque si algo había aprendido Antonio en los últimos años, había sido que la juventud ya no era como antes. Estaban todos locos, por el amor de Dios. Qué había llevado a la muchacha a un lugar así a aquellas horas era algo que escapaba a su comprensión. Al principio pensó que estaba drogada, ahora casi lo daba por hecho. Quizá era aquel el nuevo agujero negro al que la gente iba a «pillar», que era el término correcto con el que su hijo Carlo le decía que se llamaba a...bueno, a eso.
Gracias al cielo que la chica no llevaba equipaje, algo que en cierta manera le tranquilizaba un poco. Si no tenía que salir del taxi, mejor que mejor. «Ya no estoy para estas cosas», pensó, el viejo Antonio, esperando que los pocos meses que le quedaban antes de jubilarse pasasen con rapidez. Sin duda se había ganado un buen retiro tras una dura vida de trabajo. Las horas acumuladas dentro del coche le habían privado en gran medida de estar presente en el crecimiento de sus hijos y cuando dejase el volante, por fin sin apuros económicos, no iba a perderse el de Luca y Andrea, sus adorables nietos.
¿Señorita? - insisitió, preguntándose si la muchacha siquiera podía escucharle.
***
En la parte de atrás del taxi, la pasajera se limitaba a mirar por la ventanilla la decrépita fabrica que un día perteneció a «Pazzi e Figli». Había pasado una semana fuera de Florencia y, ciertamente, no sabía qué esperar. Durante ese tiempo, según lo que su Ductus le había ido contando por teléfono con todo lujo de detalles, la ciudad se había puesto medio patas arriba. Una emboscada infructuosa, en la que sus cofrades habían estado metidos, había acabado con la huída de unos camarilla infiltrados y con el lugar reducido a escombros. El resultado había derivado en la puesta en entredicho de las capacidades de su manada entre algunos de los Sabbats de Florencia y, lo que más le preocupaba, en la ardua tarea de vigilar y poner a prueba al traidor camarilla que había procurado el encuentro. Este, por lo que había escuchado, en un ansía voraz por escapar del yugo de su sire y de la Torre a la que ella misma peteneció en algún momento, estaba totalmente convencido de que su lugar estaba con ellos, con la Espada de Caín; significase eso lo que significase para él.
Alguien que parecía lo suficientemente inteligente o con valor para algunos de los poderes fácticos de la ciudad , sin que ellos supiesen por qué,como para que los primeros hubiesen decidido no hacerle pasar mil y un infiernos antes de estacarlo bajo el sol. Así pues, para una manada que pretendía establecerse como Cofradía ¿Qué significaba aquello? ¿Un castigo? ¿Una prueba? ¿Se los tomaban a broma? Solo un necio se atrevería a sacar una conclusión válida en ese momento; y mucho menos a exponerla.
La chica, con la mente perdida en su propio mundo interior, seguía observando la fábrica en silencio cuando la pequeña luz del dintel de la puerta de entrada se iluminó. Después,la persiana metálica empezó a ascender dejando entre penumbras una silueta que por lo enderezado, corpulento y esbelto de su contorno despejaba cualquier duda que pudiese tener. Ni era su Ductus, ni era Fiorella.
Oiga - repitió el hombre mirando hacia detrás - mire, lo siento mucho, pero, por favor, le agradecería que se bajase ya del coche. No hace falta que me pague la carrera - Antonio, quizá por la experiencia del que se las ha visto de todos los colores en la profesión, o quizá porque su sentido común había desarrollado un sexto sentido que a veces le gritaba «esto no me gusta», empezó a apretar el volante con nerviosismo justo en el momento que la chica reaccionó.
«Toc-toc-toc...»
Antes de que Antonio pudiese darse cuenta, el otro tipo, el que permanecía en la entrada de la fábrica era quien ahora tocaba con sus nudillos el cristal. Esta vez, el de la ventanilla del piloto.
Cómo había llegado tan rápido hasta allí y qué pretendía, era para el viejo taxista un completo misterio.