[Relato] Memorias de Acero y Olvido

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HeyderLópez13
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[Relato] Memorias de Acero y Olvido

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Mensaje por HeyderLópez13 » 29 Dic 2021, 18:04

Memorias de Acero y Olvido Imagen Banda Sonora: https://youtu.be/UtY9KeiU1AQ A la memoria de la amistad entre Mauricio “Bull Metal” Montoya y Alex Okendo (vocalista líder de Massacre y Morbid Macabre).
Nota: el presente relato no es una reconstrucción histórica de Bull Metal, ni busca ofender a quienes le conocieron o testigos de primera línea de aquellos años en la historia del metal de Medellín-Colombia, es sólo un homenaje en ficción a la humanidad de aquel hombre que se ha convertido ya en un mito en la escena del metal latinoamericano.

Advertencia: el presente relato contiene contenido que puede resultar perturbador para muchos, tales como imágenes explicitas, y contenido blasfemo. El relato no busca ofender a ningún creyente religioso, pero la blasfemia y el anticristianismo forman parte de la esencia del Black Metal y sería difícil contar una historia de éste sin ese componente.


A veces encendía el radio sin sintonizar estación alguna, esperando escuchar su voz de nuevo, tal como la había escuchado en “La Cortina de Hierro”. Pero el ruido blanco terminaba por aturdirme, el Silencio parecía haber borrado las memorias de aquel hombre, su rostro en mi mente era ya como la luna en una portada de un álbum de Black Metal que se ocultaba tras la bruma en un juego de presencias y ausencias. Sólo quedaba el mito, la figura construida por quienes decían haberlo conocido en la escena, el hueso ya tantas veces roído del hombre polémico, del suicida, el rumor sobre su supuesta homosexualidad.

No les culpo, “Bull” ya era una especie de leyenda urbana, un mito, en aquel entonces. Muchos llegábamos a su casa a intercambiar música en casetes y vinilos, llegábamos allí luego de recorrer a pie media ciudad. Entre la cerveza y las ganas de devorar el mundo, de experimentarlo de una forma verdadera, real, cantábamos las letras de Kiss, de Venom, y más tarde las de Slayer, Hellhammer, Black Sabbath y grupos de metal extremo, le gritábamos en la cara al Leviatán.

Era el inicio de los años 90 en Medellín. El país se consumía en la crisis económica y el fenómeno del narcotráfico estaba por crear una ola de violencia urbana y genocidio político como el mundo no había visto antes, niños y jóvenes convertidos en perros al servicio de la violencia política y sicarial, grupos paramilitares de extrema derecha con sus escuadrones de la muerte asesinando a diestra y siniestra sólo por la sospecha de ser comunistas, y milicias guerrilleras secuestrando a personas de barrios pudientes y reclutando forzosamente a niños para mantener su guerra contra el Estado y contra la ciudadanía de paso.

Era increíble que, en medio de tanta muerte, personas como él se dedicasen a hacer música, a apreciar la música, a agitar las baquetas con rabia para golpear los parches de la batería emulando el sonido de las ametralladoras, gritos que eran eco de los gritos de dolor del país. Llevar el cabello largo era ponerse una diana en la espalda.

Y mientras el clasismo arreciaba, mientras unos se enfocaban en construir jerarquías de clase, burocracias absurdas para mantenerse en el poder. Jóvenes de clase alta como él, construían una hermandad, una especie de código de honor subterráneo en el mundo del metal.

No todo fueron amistades, sin embargo. Tras el mítico concierto de la Batalla de las Bandas en la Macarena, la plaza de toros de la ciudad, el odio y resentimiento había crecido entre en lo que en aquel entonces llamábamos “tribus urbanas”, no nos queríamos con los punkeros ni con los rockeros, lo de nosotros era el metal extremo.

Los políticos y el sector privado apoyaron el concierto queriendo, como siempre, instrumentalizar a la juventud con fines proselitistas. No era raro, ya el mismo Ejército de Liberación Nacional, una de las más temibles guerrillas colombianas, había financiado algunos conciertos de ciertos grupos de metal.

A todos se nos había subido a la cabeza, algunos éramos fans de Parabellum, otros de Mierda, otros de Kraken, pero no podíamos convivir juntos. No éramos lo mismo, no hablamos de lo mismo, o al menos eso creíamos. Hoy es gracioso pensar que cuando nos tachamos de burgueses unos a otros, cuando hablábamos del metal como algo del “submundo”, de los barrios populares más violentos de la ciudad, en realidad sólo estábamos reproduciendo esos mitos de clase que eran tan útiles para el poder.

La realidad era otra, jóvenes de colegios privados y jóvenes de barrios populares a quienes nos unía el amor por la música, y que vivíamos la realidad de la violencia de una forma u otra, a través del miedo y la paranoia, o de ser testigos presenciales del horror. Sentíamos rabia, odio. Era como si todo el afán de transgredir el orden, la Jerarquía de un mundo infernal donde nacíamos para la muerte, para ser la carne de cañón de mañana, se materializase en ruido, en Ultra Metal.

Si todavía existiesen las fotografías de aquel entonces, que su familia quemó luego de su suicidio, podríamos reconstruir una historia, una narrativa de una identidad propia, una memoria de acero. la historia de los fanzines de metal colombiano, Las cartas de Bull Metal a los integrantes de Mayhem, el bootleg de "Dawn of the black hearts" y su brutal y mórbida portada, y cómo circuló ilegalmente en Latinoamérica gracias a él. Sus contactos con muchas disqueras europeas en el momento en que el metal estaba naciendo, si se tuviese memoria en la historia del metal latinoamericano, habría un capítulo largo solamente dedicado a lo que él hizo por la escena del metal colombiano y latinoamericano.
Imagen Pero el temor al tabú, a lo que no se dice, a sus supuestos vínculos con el satanismo y el asesinato de dos curas en la ciudad, hizo que su familia y amigos destruyesen material documental, las fotos, los registros. Sólo quedan las anécdotas, el susurro en medio de la noche silenciosa.

La oscuridad le consumió, a aquel hombre que en la amistad personal e íntima era sólo ternura, nobleza y generosidad. Decían que la policía ya sabía sobre él, otros que los paramilitares lo querían muerto.

Y entre las rencillas entre las bandas en las que había participado, no era raro que algunos se mirasen con desconfianza unos a otros, como si las diferencias musicales pudiesen escalar en violencia y persecución.

Otros decían que Bull estaba tratando de dejar su pasado atrás, por todos los problemas que le había traído. Que su colección de discos estaba circulando ahora entre coleccionistas y revendedores, y quería deshacerse de todo eso, ocultarse, para evitar ser perseguido, ser asesinado.
Quizá era más fácil abandonar el mundo que traer todo eso a la casa, que la amenaza de la integridad familiar. Es difícil saberlo, ya no queda sino el misterio, el mito de lo que ocurrió alrededor.

Es la negación, había una voz oscura allí, una voz que la sociedad no quería escuchar. Entre el ocultismo, entre los ritos oscuros, entre la negación de Cristo y la blasfemia, se construía un mundo que amenazaba con devorar la ilusión de orden y de control que todos esos payasos al servicio del narcoterrorismo intentaban crear. Una burla cínica contra aquella fantasía confortable de sociedad callada y tímida que se negaba a ver cómo su alma se desgarraba.

En un mundo de No-Futuro, en un infierno construido por conservadores idolatras de una Virgen de los Sicarios bañada en sangre, donde se respetaba más la estatua de una figura sagrada que la propia vida. En una ciudad donde los propios ejércitos marxistas asesinaban a candidatos políticos de partidos de izquierda, como la Unión Patriótica, mientras la clase media callaba ¿Cómo no abrazar a Satanás? ¿Cómo no despreciar todo esto?

Sé que Bull no es ya el hombre amable y generoso que alguna vez fue, que su alma vaga perdida en la Legión Silenciosa. Que su espectro se dedica hoy a perseguir y a perturbar a aquellos que alguna vez le persiguieron y acecharon.

Cuando doblaron por él las campanas, doblaron también por mí. Por esta Medellín, y aquello que nos negamos a ver, que nos negamos a mirar al rostro, aquello de lo aún hoy tememos hablar. Y, cuando me consume la rabia, fantaseo con matar curas, despellejar a los pederastas del Arzobispado de Medellín, quemar iglesias, escupir sobre la Virgen, torturar guerrilleros y paramilitares, abusar carnalmente a políticos y sus hijos, y entregarme a la iconoclastia. Hacer llover sobre ellos terror, Olvido, entregarles el abismo que tanto anhelaron, devolverles el infierno que nos hicieron vivir.

Y entonces, en medio de toda esa rabia, escucho otra vez su rabiosa voz, la de mi hermano oscuro, aquella que se insinuaba en la Cortina de Hierro, aquella de Typhoon, aquella que terminó coreando junto a los Lobos En Contra de Cristo en ritos siniestros, anhelando el fin. Allí, entre el ruido de fantasmales guitarras y de los desgarradores gritos, veo a todos aquellos rostros familiares, aquellos Espectros que fueron creados por el odio, la rabia y el miedo de esta ciudad; cuerpos caídos en el asfalto, en el vidrio roto, el fango y la mierda, y sé que somos Legión.

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