Ilustración de Ricardo421
EL VIEJO Y EL MAR
Cuando Eve Sinclair comenzó a trabajar en el asilo Mayfair, una residencia de ancianos de Portsmouth, agradeció haber conseguido un trabajo. Recién salida del instituto y sin dinero para continuar su educación, no había muchas salidas laborales para una chica que no tenía todavía muy claro cuál iba a ser el futuro. Tenía cierta vena artística, pero nunca se había considerado demasiado buena como ilustradora. Algunas de sus amigas habían decidido trabajar en el sector de la peluquería, pero a Eve no le atraía demasiado la perspectiva. Quizás la mala relación con su tía peluquera tenía algo que ver, pero en cualquier caso, no se veía cortando, lavando, tiñendo y peinando pelo día tras día.
Sin tener nada claro su porvenir, Eve había encontrado trabajo ese verano en el asilo Mayfair. Un trabajo de…un poco de todo. Ayudaría y aprendería a limpiar, a trabajar en la cocina, y en lo que hiciera falta, mientras encontraba un lugar más adecuado para ella.
Y aquel día se había presentado, no precisamente entusiasmada, pero sí con ganas de comenzar y unos pocos nervios y dudas.
Sus padres le habían dicho que fuera vestida de manera presentable, y allí estaba. Una chica bajita y pálida con largo cabello rizado y castaño, y un pequeño rostro redondo como una luna clara, con enormes ojos verdes, y una sonrisa enigmática. “Sonríe, siempre sonríe, pero sin exagerar.” Vestía unos vaqueros negros y una camiseta naranja. Un poco informal, sin parecer demasiado estirada.
Glory Norman, la directora de la residencia Mayfair, la saludó, con aire tranquilizador. Ella estaba acostumbrada a recibir a los nuevos trabajadores, y percibió en Eve un poco de timidez, que enseguida procuró relajar con un poco de charla y distensión. Aquella muchacha, aunque inexperta, satisfizo sus expectativas. Si se espabilaba un poco puede que incluso terminara trabajando fija, pero Glory sabía que la mayoría de las personas que venían en busca de un trabajo de verano iban y venían todos los años. El tiempo diría cuál era el potencial de Eve.
-Muy bien, srta. Sinclair. Espero que disfrute de su primer día de trabajo.
-Gra…gracias –contestó Eve, tratando de superar la barrera cristalina de su timidez.
***
Pasó la primera hora con la sra. Norman. Era una mujer paciente y amable, que le mostró las instalaciones. El asilo Mayfair era una institución que ya tenía sus años, como sus clientes, pero se mantenía limpia y actualizada, disponiendo de internet, televisión por cable y otras comodidades modernas. El ambiente era luminoso y agradable.
Se sintió algo nerviosa cuando Glory la llevó a la sala de estar principal, donde varios ancianos se dedicaban a pasar el tiempo. Algunos miraban la televisión, otros jugaban a las cartas, y otros tomaban un desayuno tardío. Varios trabajadores del asilo charlaban entre ellos en un rincón de la estancia.
-Ven, Eve –dijo la sra. Norman-, deja que te presente. Ésta es Eve Sinclair, vuestra nueva compañera.
Eve se sonrojó ligeramente y sonrió de manera algo forzada.
***
En los días siguientes, Eve se familiarizó con su trabajo, y descubrió que le gustaba. Al principio, procuraba pasar desapercibida, haciendo su trabajo en silencio. Pero un café con sus compañeros de trabajo y las palabras amables de varios de los clientes del asilo la sacaron poco a poco de su cascarón. La pereza de las mañanas era despejada por la ilusión de comenzar a trabajar, adaptándose poco a poco a la rutina y los horarios del asilo Mayfair.
Muchos ancianos tenían muchas historias que contar y ganas de hacer oír “sus batallitas,” como decían sus compañeros. Pero si algo se le daba bien a Eve era precisamente escuchar. Y lo que muchas de las personas del asilo necesitaban era precisamente eso: un poco de atención, alguien que conociera sus anécdotas, sus inquietudes, y un oído amable, especialmente quienes carecían de amigos o parientes que los visitaran con cierta frecuencia. Cuando tenía tiempo, entre una tarea y otra, y en el asilo siempre lo había, Eve se sentaba con alguien y lo miraba con sus ojos verdes, al tiempo que asentía, o reía, o respondía a la conversación. Sin siquiera darse cuenta, poco a poco su timidez innata se fue resquebrajando como el hielo bajo la luz del sol del verano, y poco a poco el trabajo le sirvió para crecer, para madurar, de alguna manera para sentirse más ella misma.
***
Si alguien destacaba entre los clientes del asilo Mayfair, ése era Desmond Crockett. Desde hacía años, el viejo Desmond había sido una presencia continuada en el asilo. Nadie recordaba cuándo había llegado, pero para la administración su dinero era bueno y nadie hacía preguntas incómodas. Podía ser un poco extraño, pero nunca había causado problemas.
Lo más destacado en su rostro eran sus enormes ojos azules. Según el momento del día podían ser azules como un mar tranquilo en un día soleado, pero cuando se irritaba o su ánimo se volvía sombrío, se oscurecían, como las aguas agitadas por una tormenta, y el brillante tono azul parecía adquirir un matiz gris, aunque por suerte, pocos lo habían visto enfadado, cuando se convertía en un hombre determinado y feroz. Y esos ojos parecían mirarte el alma.
Su cuerpo de estatura media era el de un hombre de unos setenta años…o quizás algo más…o algo menos, como si su edad se bamboleara sin decidirse a situarse en un punto fijo. Caminaba algo encorvado, con sus hombros huesudos apuntados hacia delante, y vestía con una colección de prendas informales que cambiaba de forma periódica como si se vistiera con lo que encontraba por ahí. La moda y el estilo eran cosa de otros. Únicamente un viejo gorro de lana negra, que el tiempo había convertido en gris, era la única constante en su vestimenta.
El viejo Desmond había sido marinero. Había cierta mezcolanza de palabras que sólo podía conocer alguien que había visitado varios países, algo de jerga de la gente del mar que soltaba de vez en cuando, y sus alusiones a haber “cabalgado los océanos” cuando era más joven. Canturreaba canciones marineras cuando se dedicaba a sus labores cotidianas, y conocía muchas historias y anécdotas para cada ocasión, para animar corazones o atemorizarlos. Tenía amigos entre los residentes del asilo, pero también gente que fruncía el ceño al verle y procuraba evitarlo, a lo que el respondía con una sonrisa de dientes amarillentos y una breve inclinación de cortesía.
Por lo que se refiere al servicio de la residencia de ancianos, tanto cuidadores, como enfermeros y empleados miraban con simpatía al viejo Desmond, aunque pocos mantenían mucha confianza con él. El viejo marinero era un espíritu libre, que iba y venía cuando quería. A menudo salía por la mañana y regresaba por la noche, antes del cierre, sin rendir cuentas a nadie, oliendo a mar, pescado y tabaco.
***
La primera vez que Eve se encontró en el viejo Desmond el anciano se encontraba de pie junto a la ventana abierta. Lo primero que pensó la muchacha es que estaba fumando a escondidas, como tantos de los ancianos, un vicio difícil de combatir, y ante el que la mayoría de las enfermeras reaccionaban con firmeza y paciencia.
Eve sonrió para sí misma y soltó una pequeña tosecilla traviesa para anunciar su presencia. Muchos ancianos reaccionaban con susto culpable al ser pillados dando rienda suelta al acto clandestino de quemar tabaco, pero no fue así. El viejo Desmond se dio la vuelta con tranquilidad, sonrió y miró a Eve con sus enormes ojos azules, dos lagos en calma en un rostro arrugado y curtido por la edad y los elementos.
-Muy buenos días. ¿Qué se le trae esta mañana, señorita? -Preguntó, arrastrando un poco las erres, con un acento indefinible del norte de Inglaterra, o quizás del sur de Escocia.
Y la sorprendida fue Eve. Había pensado que sorprendería al anciano con un enorme cigarro, pero el viejo Desmond no estaba fumando nada. Y sin embargo, el olor a tabaco estaba ahí, mezclado con la sensación indefinible, salada y fresca...¿del mar?
-No...nada -de repente, la vergüenza tiñó de rojo sus mejillas.
Y el viejo Desmond sonrió, afable. Era una sonrisa atemporal y sincera, pero que daba el buen resultado de tranquilizar a quien la veía.
-Bueno, por aquí nunca hay mucho que hacer. ¿Querría acompañarme a un paseo por la playa?
***
El asilo Mayfair había sido construido en una vieja finca que dominaba la costa, y tenía una vista magnífica del mar. Para los ancianos que todavía conservaban salud y espíritu constituía un agradable paseo ir y venir por el camino que llevaba a la playa de Eastney, donde rompían las olas. La mayoría, con la compañía atenta de los enfermeros del asilo, y más ocasionalmente a solas. De todas maneras, salvo que hiciera mal tiempo, era raro el día en que algún paseante no recorría aquella larga franja de guijarros que el mar acariciaba incesantemente, como las teclas de un piano de piedra.
Era un día de viento, pero el viejo Desmond iba bien abrigado con su chaquetón de marinero, y actuaba de improvisado cicerone para Eve Sinclair, que no podía dejar de sentir la fría caricia de la brisa de la mañana.
-Me gusta venir aquí, y charlar con este viejo amigo -y señaló las olas que rompían mansamente en la playa de guijarros-. El mar. Él y yo hemos sido compañeros durante mucho, mucho tiempo, y ahora que estoy retirado, no podemos dejar de charlar. Escuche, escuche.
Y Eve escuchó el sonido de las olas rompiendo en la orilla, el murmullo de la brisa marina, el graznido lejano de las gaviotas en el cielo, y de alguna forma se sintió conmovida. Hacía tiempo que no iba a la playa.
-He viajado por muchos mares -prosiguió el viejo Desmond, declamando como un poeta-, cada uno tiene su color, su voz y su sabor, y todos son uno y el mismo a la vez. Una vez que el mar le llega a uno a los huesos, señorita, es imposible librarse de él.
De alguna forma, Eve lo comprendía. O quizás aquel día se sentía especialmente inspirada, pero aquel paseo por la playa había sido una idea excelente. De repente, la brisa del mar sopló, y sintió un temblor fresco y salado que recorría su cuerpo, y los sonidos a su alrededor se le antojaron una extraña música, como si de alguna forma las palabras del viejo Desmond tuvieran su parte de razón.
***
A partir de aquel día, Eve Sinclair trabajó con más ilusión, poniendo más atención a los detalles. El viejo Desmond tenía un repertorio de anécdotas, canciones y ocurrencias que había recopilado en sus viajes por los siete mares. Y por encima de todo, le enseñó a amar el mar. Aunque hasta entonces no había sido muy amiga del sol y la playa, cuando tenía un rato libre se acercaba a pasear a la playa de Eastney, sola o en buena compañía. Mientras otros llegaban exhaustos del trabajo, Eve atesoraba sus vivencias y anhelaba el día siguiente.
Además de los paseos por la playa, tomó por costumbre darse refrescantes chapuzones, que aliviaban el calor del verano. Sabía nadar, pero aquellos baños la ayudaron a mejorar su salud mediante el ejercicio. El trabajo en el asilo Mayfair se estaba convirtiendo en una experiencia que deseaba que no terminara, y ya no le preocupaba lo que ocurriera cuando terminara el verano y tuviera que plantearse seriamente su futuro laboral.
Y el mar se convirtió en un amigo. Desde el frescor de las olas y el sabor a sal, pasando por las criaturas y la belleza que hasta entonces había ignorado como algo nimio e irrelevante, pero había belleza en los pequeños detalles sencillos, que sólo aguardaba que la descubrieran.
Otros compartieron su nuevo entusiasmo. Hizo amigos en el asilo y en la playa. Aunque seguía paseando sola, a menudo se le unía la gente del lugar que también había descubierto aquel rincón de paz, entre los guijarros, el mar y el cielo.
***
Una tarde de domingo, Eve salió del trabajo. Estaba cansada y había sido una jornada especialmente fatigosa, pero no quería terminar el día sin un chapuzón en la playa. Se puso un bañador azul y se apresuró para llegar al agua, donde las primeras franjas anaranjadas señalaban que el día estaba llegando a su fin. Un par de brazadas, no muy lejos, y de vuelta para casa.
No quedaba nadie en la playa, y el mar estaba tranquilo. Eve sintió el frescor del mar de la tarde en los pies, en las piernas, y decidida, combatió el temor al frío, lanzándose a las aguas. Pasado el primer choque de la temperatura, el agua fresca que la rodeaba la llenó de tranquilidad y paz, alejando las preocupaciones y el cansancio. Apartó cualquier pensamiento molesto y cerró los ojos, concentrándose en aquel momento de tranquilidad, atesorándolo para sí misma.
Quizás se dejó llevar de más, o quizás el mar no se encontraba tan en paz como Eve, pero en cualquier caso, en apenas unos minutos, se vio envuelta por una corriente marina, y su natación tranquila se convirtió en una lucha inesperada. Trató de no perder la calma y concentrarse en regresar a la orilla, pero era como si el mar la hubiera apresado y se negara a soltarla. Determinada, nadó hacia la playa, que de repente parecía más lejana de donde la había dejado.
De repente, el mar se alzó, elevándola, formando una ola que la arrastró hacia arriba, azul y oscura, con una cresta de espuma blanca. Al principio Eve se dejó llevar, esperando que la depositara en la playa, pero de repente el miedo hizo presa en ella. La corriente la arrastraba hacia las rocas, que se mostraban amenazadoras en un extremo. Eve luchó, agitó sus piernas, tratando de vencer al miedo, pero la ola la empujaba inmisericorde, dispuesta a embestir aquellas rocas desafiantes y la joven se encontraba entre ambas.
Las rocas estaban recubiertas de lapas, mejillones y algas, y Eve se dirigía hacia ellas sin poder evitarlo. Y fue entonces cuando creyó ver una especie de relámpago oscuro que saltaba de la superficie rocosa y se dirigía hacia ella. Algo la golpeó, algo vivo y pesado, y por un momento pensó en que la había atacado un tiburón. Finalmente, el miedo terminó por vencerla y se desmayó.
***
Eve despertó en una habitación desconocida, pero a la vez familiar. El recinto blanco y esterilizado de un hospital. Sentía la pesadez y el cansancio de un sueño forzado, y se esforzó por alejar las telarañas de la somnolencia, mientras trataba de reenfocar la vista, al mismo tiempo que de forma instintiva trataba de incorporarse.
Una enfermera de guardia se dio cuenta de que la chica había recuperado la consciencia, y de inmediato acudió a ayudarla. Eve se sentía débil, muy débil, y con un mareo que le hacía zumbar la cabeza, pero poco a poco comenzó a recordar sus últimos momento, luchando con el mar agitado antes de perder el conocimiento. De alguna forma el mar había renunciado a su presa, y las olas la habían depositado en la playa…
Una amable médica apareció y la informó de la suerte que había tenido. La habían encontrado desmayada en la orilla, donde rompían las olas. Alguien había avisado al cercano asilo, y poco después los servicios de urgencia habían sido puestos sobre aviso, que la trasladaron al hospital. Allí habían certificado que aparte de algunas magulladuras y un poco de agua de mar en los pulmones, se encontraba prácticamente incólume. Sin duda había tenido mucha suerte.
Eve se sintió desbordada y lloró de alivio y alegría.
***
El asilo Mayfair se encontraba de luto. El fallecimiento de uno de sus usuarios no era algo excepcional, al tratarse de personas de avanzada edad, pero eso no lo hacía menos triste. Y en el caso de Desmond Crockett, que por así decirlo, era toda una institución dentro de la institución, era un evento que había provocado muchas lágrimas, tanto en los usuarios del asilo como de sus cuidadores.
Se fue en silencio y discretamente. Una enfermera lo encontró tumbado sobre la cama de su habitación, vestido como el viejo marinero que era, con una imagen de paz y placidez en su rostro arrugado, como si estuviera dormido. Tenía un moratón en la mejilla, como si hubiera sufrido una caída.
Se siguió el protocolo habitual, informando a las autoridades médicas para que procedieran al levantamiento del cadáver y las honras fúnebres debidas. De todas maneras, el viejo Desmond había sido previsor a la hora de organizar su sepelio, y la sra. Norman trató de contactar con amigos y parientes del difunto. Y aunque no consiguió encontrar a nadie, para su sorpresa, una larga hilera de variopintos hombres y mujeres de diversas edades, vestidos de negro y gris, pasaron por el velatorio para presentar sus respetos y dar el último adiós. Había tristeza en el ambiente, pero de alguna forma también había una sensación indefinible de esperanza y consuelo.
Entre todas aquellas personas se encontraba Eve. Se sentía triste por la muerte del viejo Desmond, y de alguna manera se sentía sola entre aquella muchedumbre de desconocidos, que no obstante, charlaban entre ellos de forma cortés y honesta, despidiendo a su amigo. Hubo discursos de duelo y recuerdo, e incluso algunos brindis discretos.
No le quedaba mucho por hacer, y estaba a punto de marcharse a casa, cuando sintió que le tocaban el hombro, con un gesto suave como patas de araña. Eve se dio la vuelta y se encontró con una dama alta y delgada, vestido con un vestido elegante y negro, quizás excesivamente barroco para su gusto, pero que no desentonaba en aquel ambiente de luto. Una mujer joven y pálida con rasgos consumidos se inclinó suavemente y le habló con una voz susurrante:
-La Srta. Eve Sinclair, supongo.
-Sí…
-Encantada de conocerla. Mi nombre es Danielle Davis. Era una amiga de Desmond, y en cierto sentido, su albacea.
-Encantada -Eve se quedó mirando los ojos negros de Danielle, llenos de inteligencia y curiosidad.
-Desmond me habló de usted y me pidió que le diera algo en caso de su fallecimiento. Un legado.
-¿Legado? -Eve se encontraba sorprendida. No pensaba que el viejo Desmond la tuviera en tanta estima como para nombrarla su heredera.
-Sí. Legado. Quizás lo que más valoraba.
El vestido de Danielle se removió, con una suavidad sedosa y en un momento la mujer le ofreció con sus manos blancas de largos dedos un estuche rectangular de madera rojiza y gastada del tamaño de un violín.
-Ahora es suyo. Ha tenido mucha suerte, Srta. Sinclair. Mucha, mucha suerte.
***
Al llegar a casa tras el funeral, Eve preparó un café y se sentó llena de expectación y curiosidad con el estuche de madera rojiza ante sí. ¿Qué le había dejado el viejo Desmond? ¿Tan importante la había considerado en su vida como para dejarle una herencia?
Buscó una cerradura, pero en cuanto puso sus manos en el estuche, y como si obedeciera a su deseo, la tapa se abrió, con suavidad, revelando en su interior…
...¿Una piel gris moteada de manchas oscuras? Eve se sintió extrañada, y tocó la piel, pero al sacarla del estuche...¿Estaba cambiando? Lo que tenía en las manos era un vestido de baño de color gris con topos negros. Había algo raro.
Y debajo del vestido había un libro, o mejor dicho, una serie de papeles amarillentos y escritos con una letra apretada y elegante, envueltos en unas gastadas tapas de cuero oscuro e impermeabilizado. A primera vista parecía el diario del viejo Desmond, pero a medida que Eve lo ojeaba descubrió que se trataba de mucho, mucho más. Era una especie de manual que explicaba muchas cosas, cosas que le habrían parecido imposibles en otro momento, pero a medida que leía se hicieron cada vez más verosímiles. Leyó hasta que el sol se puso, y cuando finalmente concluyó la lectura habían salido las estrellas.
Y Eve lo comprendió todo.
***
El verano terminó y Eve Sinclair había decidido seguir su camino. Con su nuevo conocimiento y el legado que había recibido aprendería muchas cosas. Todavía no tenía la certeza de qué aprendería o de qué le depararía el futuro, pero una cosa estaba segura:
El mar la acompañaría a donde fuera.