VUELVE A CASA
Fuera nunca había hecho tanto frío. Por supuesto, Johnny había ido a muchos sitios en compañía de sus padres o cuando tenía que ir a algún sitio, pero el hecho de haber dejado atrás el hogar parecía que intensificaba la sensación de frialdad, de estar verdaderamente solo, en un lugar donde no debería estar. Y no sólo hacía frío, todo parecía más oscuro, más silencioso, como si de alguna forma el mundo se hubiera dado cuenta de su huida y lo estuviera vigilando en tensión. Como un ratoncito asustado, el niño movía su cabeza rubia de un lado a otro, con sus grandes ojos azules nerviosos, un rostro pálido e infantil vestido con un jersey naranja y unos vaqueros.
Pero no podía dar vuelta atrás. Hacía siete meses había visto a sus padres discutiendo por primera vez delante de él, y fue como si sintiera una punzada en el corazón. A partir de entonces, como si hubieran roto un tabú, sus padres discutían cada vez con más frecuencia, estuviera Johnny o no, delante. A veces sollozaba pidiéndoles que parasen y obedecían, pero más a menudo le decían que se fuera a su cuarto, que tenían que hablar de cosas de mayores y no había nada más que decir. Y Johnny lloraba en su cuarto, escuchando los gritos apagados y a veces golpes contra los muebles y las paredes.
Johnny tenía ocho años y no sabía mucho de cosas de mayores, pero supo que había alguien más, alguien que había alterado la paz de su casa, y sin conocerlo, lo odió y le deseó que le pasara lo peor. Y entonces un día escuchó una palabra que hizo saltar las alarmas.
Divorcio.
A partir de entonces las discusiones habían dejado paso a un silencio tenso. Sus padres se evitaban, y Johnny se esforzó por poner buena cara y tratar de que se conciliaran, pero no pudo ser. Al día siguiente papá recogería sus cosas y quedarían la semana siguiente para firmar los papeles.
El miedo de Johnny se convirtió en angustia y por la noche, con su mochila escolar en la que había metido un bocadillo y unas pocas cosas que atesoraba, decidió marcharse de aquel sitio que le asustaba tanto. Quizás fuera una decisión precipitada, pero desde el punto de vista de un niño de ocho años resultaba la acertada. Quizás sus padres se dieran cuenta entonces de lo asustado que se sentía y no se divorciarían, o encontraría otra casa en la que vivir sin miedo.
Y ahí estaba ahora, recorriendo las calles siempre en línea recta. Las casas del barrio que conocía dieron paso a otras que no había visitado nunca, y se sintió como un explorador que se adentraba en una selva desconocida. Sin embargo, pronto la maravilla dejó paso a la preocupación. Había caras desconocidas, que no había visto nunca, y procuró evitar acercarse a los extraños. Los extraños. Debía tener cuidado con ellos. Era lo que papá y mamá siempre le decían.
Oyó un tintineo metálico y vio un largo abrigo de retales de muchos colores desplazarse en su dirección. Una larga melena de cabello blanco y plateado en las puntas, sujeto bajo un amplio sombrero rojo. De repente unos ojos verdes se clavaron en él con curiosidad, y un rostro sonriente rodeado por un mar de arrugas se dirigió hacia él.
-Hola.
Aquella señora se parecía a la abuela de Johnny, y eso lo tranquilizó, pero seguía siendo una desconocida, así que mantuvo las distancias.
-¿Qué haces por aquí?
Johnny no dijo nada. Aquella voz era amable como la de su abuela, pero no quería responder que se había escapado de casa.
-Ya veo. No tengas miedo. Me llamo Melisa.
-John…Johnny.
-Eso está mejor. ¿Te has perdido?
-No.
De repente se escuchó un silbido que recorrió la calle como una ráfaga de viento. De entre las sombras de la calle apareció un grupo de cuatro adolescentes, casi como lobos al acecho y con sonrisas igual de afiladas. Johnny sintió como si hubiera caído en una trampa, pero la señora del sombrero rojo y el cabello blanco se dio la vuelta tranquilamente. Sin saber cómo, ahora tenía un bastón, que apretaba con firmeza.
-Hola chicos, ¿os habéis perdido?
Unas risas burlonas respondieron a la pregunta. Uno de los adolescentes se adelantó. Era un tipo escuálido y pálido, de cabello pelirrojo oscuro, que vestía con unos vaqueros sucios y una camiseta desgastada. Llevaba un gorro de lana rojo con una chapa con un demonio sonriente.
-No, de hecho vivimos por aquí.
-Vaaaleee…
-Y creo que sois vosotros los que estáis perdidos, escoria.
-Oh, yo siempre estoy donde quiero estar, jovencito deslenguado y lleno de rabia.
Siguiendo al que parecía su líder, los cuatro adolescentes avanzaron. Sus sonrisas blancas y afiladas asustaban a Johnny, que dio un paso temeroso hacia atrás.
El jefe de los adolescentes se encaró con la anciana harapienta, que de repente parecía mucho más pequeña bajo su sombrero rojo. Con una sonrisa cruel extendió la mano, con uñas largas y sucias.
-Bonito sombrero, creo que me lo voy a quedar.
Hubo un remolino de cabellos blancos y de repente el bastón de la anciana giró en un movimiento rápido como un relámpago, golpeando la rodilla del chico desde atrás, y derribándolo en un aullido de dolor. Los demás adolescentes se detuvieron, asombrados, mientras su líder se agarra la rodilla en el suelo.
-¡Agarradla, idiotas!
Sin embargo, la anciana, a pesar de su edad y pequeño tamaño se movía en un remolino, ondeando su abrigo de retales de colores como si se tratara de una capa. Empuñando su bastón como una lanza golpeó a otro de los adolescentes, un chico moreno y barrigudo, en la entrepierna y también lo derribó. Otro con cara de comadreja sacó una navaja.
Y Johnny tuvo suficiente y echó a correr sin mirar atrás. Por un momento le había parecido que aquellos chicos malos tenían dientes afilados y rostros inhumanos, aquello no podía ser verdad…
***
No paró hasta que se quedó sin aliento. Había ido de un callejón a otro, internándose en aquel barrio desconocido sin saber a dónde se dirigía, y como resultado, se encontraba todavía más perdido que antes. Se encontró en una calle oscura, en la parte de atrás de un restaurante, del que emanaba una corriente cálida con una mezcla de olores que se mezclaba con la fetidez de los contenedores de basura, llenos a rebosar, y con varias bolsas de plástico negro desparramadas por el suelo. Varios gatos huyeron maullando en protesta, viendo interrumpida su comida ante la llegada de Johnny. El niño se detuvo, asustado y jadeando.
De nuevo no sabía dónde se encontraba, y la noche ya había caído. A lo lejos se escuchaba el sonido de un coche al pasar, y el bullicio lejano de la ciudad. La luz de las farolas lo llamaba, impulsándole a alejarse de la oscuridad, algo se movía allí, entre las sombras…
De repente la luz del fondo del callejón desapareció, bloqueada por una figura achaparrada y mugrienta que se interpuso ante Johnny. Por un momento el niño pensó que Melisa le había seguido, pero pronto se desengañó. Se trataba de un hombre más alto que la anciana de cabello blanco, de rostro fibroso y arrugado y ojos pequeños y oscuros como perlas de azabache. Vestía con una sudadera de color gris sucio y gastado y mostraba una sonrisa cruel en los labios.
-Vaya, vaya, vaya, mira qué tenemos por aquí…
Johnny retrocedió, pensando en salir corriendo de nuevo, pero una de las manazas fibrosas de aquel hombre se disparó como una serpiente y enseguida lo atenazó por el cuello, sin permitirle siquiera la posibilidad de gritar.
-Oooh, pobre cosita. Te has metido en el agujero equivocado, chico. Mala suerte para ti, y buena suerte para mí…
En ese momento, una fuerte brisa sopló en la entrada del callejón y aquel matón se dio la vuelta. Melisa se encontraba allí, aferrando su bastón con mano firme, y con su abrigo de retales multicolores revoloteando a su alrededor, envuelta en el aura de las luces de la ciudad.
-¡Suéltalo, tarado!
Un instante y un brillo metálico y el captor de Johnny había puesto al niño delante de él con una navaja al cuello.
-Vaya, vaya, vaya, mira qué tenemos por aquí…Melisa Mantoiris metiéndose donde no la llaman. Otra vez.
-Quita las manos del chico, tarado. No te pertenece ni éste es lugar para tu sucio negocio. Vuelve a las sombras de las que saliste.
-No tienes derecho a interrumpirme. ¿Acaso te atreves a privar a la Corte Sombría de su presa?
Melisa dio un paso al frente. Johnny sintió una punzada y contuvo un sollozo. Aquel cuchillo era frío como el hielo.
-Piensa por un momento, tarado. Ese niño ya pertenece a otros. Y yo te conozco. ¿Cuál crees que sería el destino de alguien que se atreve a llevarse a un príncipe de los Sidhe? Puedes salirte con la tuya, pero no encontrarás descanso durante el resto de tu existencia. Te harán maldecir cada segundo.
El hombre gruñó, evidentemente incómodo por la acertada sugerencia que Melisa acababa de hacerlo.
-Tú y los tuyos siempre estáis entrometiéndoos en los asuntos de los demás. Te odio.
-Y lo seguiremos haciendo con todos los Tarados, mientras existan.
Desde su posición Johnny se encontró con los ojos verdes de la anciana, una mirada que le tranquilizó, que le dijo que no debía tener miedo. “Hay fuerza en ti, pequeño príncipe, úsala.” Y el niño se encontró recordando y su mente se llenó de sueños de elevadas torres doradas…
Un aura cálida de luz estalló alrededor de Johnny, y su captor aulló de dolor, soltando la navaja, y cayendo hacia atrás, con su abrigo humeante. El niño abrió los ojos, sorprendido, y corrió hacia los brazos protectores de la anciana, sintiéndose a salvo.
-¡Maldita seas, vieja Mantoiris! ¡Malditos seáis tú y los tuyos!
-Deberías estar agradecido, ladrón de niños y sueños. Aunque no lo creas, acabas de librar de un problema de los grandes. Ahora vete a rumiar tus maldiciones vacías a otra parte, y recuerda que te estaremos vigilando.
El hombre de la sudadera gris pareció hacerse más pequeño, y se escurrió entre las sombras del callejón, que se cerraron a su paso, como si jamás hubiera estado allí. Los sonidos y luces de la calle regresaron.
-¿Qué…quién era?
-Un ladrón. Un tarado. Un reflejo oscuro de lo que somos, que trata de llenar su vacío con la ilusión de otros, porque a la miseria le encanta la compañía.
Johnny se sentía protegido en el abrazo de la anciana y no quería soltarse, pero Melisa Mantoiris tenía otros planes. Se separó de él con delicadeza y le revolvió el pelo.
-Volvamos al principio, pequeño príncipe. ¿Te has perdido?
-…Sí.
-Pues entonces te llevaré a casa.
-Yo...me fui de allí.
-Tienes suerte de tener un sitio al que llamar hogar. No la desperdicies, aunque la tristeza y el vacío caigan del cielo.
-Mis padres se quieren divorciar –sollozó Johnny.
-A veces es mejor estar separados para no pelearse y ser mejores personas. A veces los puentes rotos se alzan de nuevo y se vuelve a coincidir en el camino. Y a veces no. Si tus padres ya no se quieren eso no significa que no te quieran a ti. No es el momento de huir, pequeño príncipe. Un nuevo camino se abre y no debes abandonarlo antes de comenzar.
Y de repente Johnny se dio cuenta de que había comenzado a caminar y que todo lo que veía era como un sueño. A su lado caminaba Melisa, una anciana de cabello plateado y con una sonrisa como la de su abuela. Sus palabras le devolvieron fuerza y le dieron coraje. Y mientras hablaban las calles pasaron a su alrededor y terminaron llegando a la casa de Johnny. Había un coche de policía aparcado en la acera con las luces encendidas. Sus padres estaban abrazados en el porche mientras un oficial tomaba nota. En ese momento, Johnny se asustó y se dio la vuelta, pero se encontraba solo otra vez.
-Ahora vuelve a casa, pequeño príncipe –escuchó una voz que parecía salir de todas partes.
Johnny hizo el mayor de los esfuerzos que había hecho en su vida. Inspiró aire, tomó impulso y corrió hacia su casa llamando a sus padres con los brazos abiertos y pidiendo perdón por haberse escapado. Sus lágrimas volaban en el aire de la noche como gotas de plata y no se detuvo hasta que se encontró dentro del abrazo cálido y familiar de sus padres. Ya no le importaba el miedo.
Y desde las sombras de la calle, Melisa Mantoiris sonrió satisfecha y se dio la vuelta y siguió paseando bajo las luces de la ciudad, sin dirigirse a ninguna parte en concreto. Aquel pequeño príncipe sin duda había aprendido una valiosa lección de coraje y a tomar sin miedo las riendas de su vida. Quizás con el tiempo llegaría a ser un gran gobernante de las hadas, pero todavía le quedaba mucho camino que recorrer y muchas cosas que aprender. Eso sería otra historia, una que quizás llegaría a escuchar, o en la que participar, si tenía suerte.
Con sorpresa, Melisa se encontró recordando a una niña pequeña que hacía mucho tiempo había escapado de casa llena de miedo. Sus ojos se humedecieron, pero eso no le impediría seguir su camino. Adelante, siempre adelante.