[Relato] Novicio
Publicado: 23 Ago 2019, 10:45
Extracto de la historia de Cillian O ´Doherty
Los Cárpatos
20/12/****
A unas horas del amanecer
El viento aullaba entre los riscos como un lobo sediento de sangre, filtrándose por los vetustos desfiladeros que se elevaban ,infinitos, a un y otro lado del camino. El pretérito cauce fluvial hacía centenas que se había secado y ni los más viejos de la comarca podían hablar de él sin recurrir a una memoria que no les pertenecía; pero que se había traspasado de generación en generación con dote de mito. Sin embargo, era imposible encontrar un mapa de la zona suficientemente actualizado como para no necesitar un guía autóctono; y quien podía permitirse uno no tardaba en comprobar que, incluso estos, no se aventuraban a prometer un conocimiento exhaustivo de la región que librase al viajero ocasional de los peligros de la tierra salvaje y hostil en la que vivían. Menos aún en pleno invierno.
Las copiosas nevadas habían arrancado a caer hacía un mes y pocos eran los caminos que habían escapado de ser anegados por su blanco manto. Al anochecer, eran llamados necios aquellos que se atrevían a vagar entre los abetos y las hayas que conformaban la albina y homogénea espesura, bosques donde la policromía reinante que los adornaba el resto del año parecía solo un sueño fugaz. Una espesa niebla, casi sólida al tacto, ascendía desde las aldeas que salpicaban los valles hasta las colinas. Envolviendo como una amorosa mortaja abedules, robles y toda la rica floresta; ahora caduca, yerma y exigua. Un océano insustancial y sin espuma en el que, una vez penetrabas, todo rastro y sonido quedaba reducido a lo etéreo.
El invierno, allí más que en cualquier otro lugar, era un visitante cruel y despiadado del que los aldeanos, niños y mayores, trataban de escapar. Aun con las numerosas provisiones acopiadas durante el resto del año el hambre no tardaría en llegar a los hogares y de las chimeneas dejaría de salir el rico aroma de hierbas y guisos. La nieve y el frio, la inseguridad de dar un paso en falso, hacían que aventurarse a salir de caza mayor fuese poco menos que una idea inconcebible. Los gigantescos osos disfrutaban de su plácido retiro estacional, la mayoría ajenos a la costosa supervivencia del resto de habitantes de aquellos parajes, pero aquellas gentes, aun exentas de ese peligro, sabía bien que ciervos, rebecos y corzos eran presas exclusivas de los grandes carnívoros de las montañas. Estas se habían convertido en coto privado de caza y nadie estaba dispuesto a que su carne formarse parte de la dieta de aquellas enormes fieras peludas. Bajo ese temor, la cara oriental de la cordillera quedaba taxativamente prohibida y los lobos campaban a sus anchas preparados para dar cuenta de quien se atreviese a merodear por su territorio, marcando la línea fronteriza entre el mundo de los hombres y el de las bestias. Como siempre había sido, desde tiempo inmemorial.
Hasta la caza menor era víctima del gélido azote hibernal. Las numerosas ardillas, liebres y turones de los valles parecían reacias a abandonar sus madrigueras. Sus arriesgados escarceos buscando las últimas bayas del año se traducían en escasos y ocasionales correteos subyugados por la voraz hambruna de los linces y gatos montañeses.
Por esa razón, lo que en otros lugares del mundo eran piezas que servían de trofeos para enardecer la vanidad humana, para aquellos aldeanos eran autenticas viandas de reyes; hasta el punto de pelear por ellas cuando heroicamente salían a los claros circundantes de lo que parecían villas despobladas, sin vida.
Eran los Cárpatos, un lugar en el que el invierno era un monstruo incorpóreo indolente a la súplica, la necesidad, la enfermedad y la muerte.
Y, aun con todo, entre los cuentos que habían pasado de generación en generación, una innombrable leyenda acudía en las noches de pesadillas de los lugareños. Algo más aterrador que los implacables inviernos se escondía en aquellas tierras inhóspitas. Más temible que el frío, el hambre o los enormes lobos sanguinarios. Un mal más terrible que la propia muerte. Pues perdido en aquellas montañas se ocultaba el monstruo más temido de aquella pequeña y perdida zona de la vieja Rumania.
El no-muerto.
***
Sobre la desnuda rama de un pino milenario relucía, como mancha de tinta sobre blanco lienzo, el negro plumaje de un enorme cuervo. Solemne e inmóvil, como una grotesca talla de piedra sacada de otra época, su aparente y único síntoma de vida eran unos atentos e inquietos ojos ambarinos que, desde las alturas, auscultaban impacientes el terreno en busca de algún incauto e imprudente animalillo nocturno.
El córvido vigía movió nervioso la cabeza ante el repiqueteo de unos cascos, dedicando su atención al extraño fulgor que parecía acercarse. El carruaje avanzaba veloz entre las dos escarpadas paredes de roca, como una saeta incendiaria disparada a las entrañas de la noche. Batió sus alas graznando un par de veces antes de alzarse en el aire y sobrevolar el carruaje, atraído por los brillantes destellos que provocaba la luz que salía de las lámparas de gas.
El irlandés elevó su mirada hacia el cielo nocturno y pensó en si la agorera ave no les estaría brindando su escolta. Sabía que estaba en tierra de antiguos señores feudales, cuya fama de notable recelo ante los extranjeros e intransigente territorialidad había alcanzado cada rincón del mundo vampírico. También era conocido el estrecho trato que estos tenían con las bestias, al punto de convertirlas en ghouls y utilizarlas a su antojo. Ambas cosas le decían que la idea que había tenido, al observar el vuelo en círculo y escuchar los roncos graznidos del animal, quizá no fuese del todo descabellada.
La berlina se desplazaba con un molesto e incesante traqueteo. El cochero, un hombre rechoncho y de piel tan áspera como las rocas que dejaban atrás, apenas había intercambiado un par de palabras antes de emprender el viaje y, desde que partieron, solo había parado una vez para reajustar las cinchas de los caballos. No parecía un hombre al que le gustase hacer muchas preguntas, o quizá era consciente de los inconvenientes que podría retribuirle inmiscuirse en los asuntos de los pasajeros que requerían de su servicio. Sin embargo, su manejo del carruaje era excelente; a juzgar por la velocidad con la iban ascendiendo el agreste sendero. Para un sabbat como el irlandés, hijo de las noches modernas del siglo XX, viajar por el corazón de la Rumania más primitiva a bordo de un carruaje tirado por caballos era poco más que estar metido en una gran caja con puertas transitando por un camino de cabras. Aun así, sabía que era la única forma de llegar a su destino y que eran muy pocos los que podían conducirle hasta allí, por lo que en ningún momento asomó atisbo alguno de descontento o malestar en su expresión. En realidad, y le gustase o no, había sido preparado para llegar hasta el lugar al que iban desde que nació a la vida; una preparación que también había seguido vigente tras su muerte.
Agudizó sus sentidos intentando adivinar si el viento traía consigo lo que por tercera vez le parecieron aullidos, cada vez más cercanos. No creía que fuese obra de su imaginario, como tampoco creía que fuesen fruto de fantasía los amarillentos pares de ojos que se iban encontrando entre la espesura, aquí y allá, vigilándoles junto a los límites del sendero. Sin duda, los vampiros no eran las únicas criaturas de cuento en aquellos terrenos dejados de la mano de Dios. Y hasta los no-muertos tenían monstruos propios a los que temer.
-”¿Lupinos?” - le preguntó Charlotte, como si pudiese leer sus elucubraciones.
-”¿Eso te intranquiliza?” - respondió él trayendo su atención de nuevo dentro del carruaje. Y, sin esperar respuesta, añadió - “Estoy convencido de que nos llevan vigilando desde antes de la medianoche”.
-”Vaya, sabes como calmar a una dama” - la sabbat se reclinó alejando su cuerpo inerte de los rayos de luna que entraban por la ventana. Ni siquiera hizo ademán de sonreír - “¿Podrías… ?
- “Desde luego” - el irlandés agarró la cortina y tirando de ella hacia adelante dejó casi a oscuras el interior del habitáculo. Hasta ese momento no había recordado la hipersensibilidad de la piel de su acompañante. La luz era una debilidad común a todos los Hijos de Caín pero en ella hacía insoportable hasta el contacto directo de los rayos de una luna tan limpia y fuerte como la que tenían encima.
Pasaron varios minutos en silencio, observándose. Charlotte no se había quitado la túnica en ningún momento y seguía llevando la capucha sobre la cabeza, lo que hacía que más de la mitad de su rostro permaneciese oculto. Lo único que podía distinguirse de sus facciones era el blanco perlado de sus dientes sobre un delicado mentón de porcelana y, estaba seguro, también unos pequeños zarcillos de sombra que aparecían y se escondían en meras fracciones de segundo acariciando la parte inferior de sus altivos pómulos ; obra, sin duda, del poder de su sangre. El irlandés la conocía suficientemente bien como para saber que estaba nerviosa.
Mantuvo un respetuoso silencio, dejando que fuese ella quien lo rompiese si le placía. Sabía que era mejor dejarla en paz en ciertos momentos y no estaba dispuesto a focalizar su atención rompiendo el hilo de las elucubraciones de la lasombra, sobretodo en aquel entorno de otro tiempo al que no estaba acostumbrado. Además, él tenía sus propios asuntos en los que pensar.
Una vez llegasen a su destino contaría con poco más de una semana para demostrarle a su mentora que había elegido acertadamente y que no había malgastado el tiempo con sus años de enseñanza. Por otro lado, al irlandés no le apetecía entrar en la lista de “no admitidos” y acarrear con las consecuencias que eso conllevaba.
“Sería mejor que dejases de darle vueltas al asunto, querido” - definitivamente ella también le conocía estrechamente - “Te he dedicado más de dos décadas. ¿O es que acaso dudas de mis capacidades y mi buen juicio?” - sonrió con malicia.
Él conocía bien esa falsa sonrisa a fuerza de haberla visto en acción con aquellos a los que daban caza. Cargada de intenciones, inquisitiva y maliciosa a partes iguales. No era la primera vez que la utilizaba para recordarle cual era la posición de cada uno bajo el disfraz de un pasajero juego dialéctico. Eso siempre le había divertido a la sabbat, aunque en realidad ambos sabían que no necesitaba tales artimañas. Charlotte podría destrozar a cualquiera de los vástagos que conocían no solo con sus habilidades, sino también con un simple dedo; el que podría utilizar para marcar un número concreto en su teléfono móvil.
“Sé que he sido preparado a conciencia. No tengo dudas al respecto”. - Asintió con gravedad, antes de cubrirse él también con la capucha de la túnica y abrir la puerta del carruaje, que acababa de detener la marcha - “Y, además, ser decapitado por ti no es una alternativa que me llame demasiado la atención. Estarás de acuerdo conmigo en que el no tener la cabeza sobre los hombros presenta muchos más “contras” que “pros” - le sonrió, siguiendo el juego con una falsa mueca de resignación.
Verdaderamente esas eran las cartas sobre la mesa. Si el irlandés no pasaba el rito de iniciación sería su propia mentora, Charlotte, quien le cortase la cabeza. Literalmente.
“Vamos, creo que hemos llegado”.
Ambos abandonaron el carruaje y salieron a la fría noche recibidos por una fina cortina de nieve que había comenzado a caer. Más allá, dos figuras que portaban antorchas les aguardaban a la entrada de un puente de tosca piedra dispuestas para franquearles el último trecho del camino; que forzosamente debían hacer a pie. El irlandés vio a lo lejos, cruzando el puente, la magnificencia del lugar en el que se decidiría su suerte. El castillo que le servía a la secta como sede y símbolo de su lucha contra el infernalismo.
“Deja aquí tus dudas y tus miedos, son fardos que de nada te van servir en este lugar”.
Charlotte permitió que, por unos segundos, su pupilo se dejase empapar por las miles de sensaciones y pensamientos que estaba convencida inundaban al irlandés. Después, empezó a caminar en dirección al puente sin mirar atrás.
“Bienvenido al Palacio de la Rectitud”.
***
El vigía graznó por última vez dando una rápida voltereta en el aire mientras el enorme y pesado portón se tragaba a los recién llegados. La fortaleza volvió a quedar sellada e inaccesible. El cuervo ascendió sin parar hasta perderse en lo más alto de las cumbres, dejando tras de sí una pluma negra que, mecida por el viento, caía sobre la noche en un lento e incierto descenso.
*
*
Los Cárpatos
20/12/****
A unas horas del amanecer
El viento aullaba entre los riscos como un lobo sediento de sangre, filtrándose por los vetustos desfiladeros que se elevaban ,infinitos, a un y otro lado del camino. El pretérito cauce fluvial hacía centenas que se había secado y ni los más viejos de la comarca podían hablar de él sin recurrir a una memoria que no les pertenecía; pero que se había traspasado de generación en generación con dote de mito. Sin embargo, era imposible encontrar un mapa de la zona suficientemente actualizado como para no necesitar un guía autóctono; y quien podía permitirse uno no tardaba en comprobar que, incluso estos, no se aventuraban a prometer un conocimiento exhaustivo de la región que librase al viajero ocasional de los peligros de la tierra salvaje y hostil en la que vivían. Menos aún en pleno invierno.
Las copiosas nevadas habían arrancado a caer hacía un mes y pocos eran los caminos que habían escapado de ser anegados por su blanco manto. Al anochecer, eran llamados necios aquellos que se atrevían a vagar entre los abetos y las hayas que conformaban la albina y homogénea espesura, bosques donde la policromía reinante que los adornaba el resto del año parecía solo un sueño fugaz. Una espesa niebla, casi sólida al tacto, ascendía desde las aldeas que salpicaban los valles hasta las colinas. Envolviendo como una amorosa mortaja abedules, robles y toda la rica floresta; ahora caduca, yerma y exigua. Un océano insustancial y sin espuma en el que, una vez penetrabas, todo rastro y sonido quedaba reducido a lo etéreo.
El invierno, allí más que en cualquier otro lugar, era un visitante cruel y despiadado del que los aldeanos, niños y mayores, trataban de escapar. Aun con las numerosas provisiones acopiadas durante el resto del año el hambre no tardaría en llegar a los hogares y de las chimeneas dejaría de salir el rico aroma de hierbas y guisos. La nieve y el frio, la inseguridad de dar un paso en falso, hacían que aventurarse a salir de caza mayor fuese poco menos que una idea inconcebible. Los gigantescos osos disfrutaban de su plácido retiro estacional, la mayoría ajenos a la costosa supervivencia del resto de habitantes de aquellos parajes, pero aquellas gentes, aun exentas de ese peligro, sabía bien que ciervos, rebecos y corzos eran presas exclusivas de los grandes carnívoros de las montañas. Estas se habían convertido en coto privado de caza y nadie estaba dispuesto a que su carne formarse parte de la dieta de aquellas enormes fieras peludas. Bajo ese temor, la cara oriental de la cordillera quedaba taxativamente prohibida y los lobos campaban a sus anchas preparados para dar cuenta de quien se atreviese a merodear por su territorio, marcando la línea fronteriza entre el mundo de los hombres y el de las bestias. Como siempre había sido, desde tiempo inmemorial.
Hasta la caza menor era víctima del gélido azote hibernal. Las numerosas ardillas, liebres y turones de los valles parecían reacias a abandonar sus madrigueras. Sus arriesgados escarceos buscando las últimas bayas del año se traducían en escasos y ocasionales correteos subyugados por la voraz hambruna de los linces y gatos montañeses.
Por esa razón, lo que en otros lugares del mundo eran piezas que servían de trofeos para enardecer la vanidad humana, para aquellos aldeanos eran autenticas viandas de reyes; hasta el punto de pelear por ellas cuando heroicamente salían a los claros circundantes de lo que parecían villas despobladas, sin vida.
Eran los Cárpatos, un lugar en el que el invierno era un monstruo incorpóreo indolente a la súplica, la necesidad, la enfermedad y la muerte.
Y, aun con todo, entre los cuentos que habían pasado de generación en generación, una innombrable leyenda acudía en las noches de pesadillas de los lugareños. Algo más aterrador que los implacables inviernos se escondía en aquellas tierras inhóspitas. Más temible que el frío, el hambre o los enormes lobos sanguinarios. Un mal más terrible que la propia muerte. Pues perdido en aquellas montañas se ocultaba el monstruo más temido de aquella pequeña y perdida zona de la vieja Rumania.
El no-muerto.
***
Sobre la desnuda rama de un pino milenario relucía, como mancha de tinta sobre blanco lienzo, el negro plumaje de un enorme cuervo. Solemne e inmóvil, como una grotesca talla de piedra sacada de otra época, su aparente y único síntoma de vida eran unos atentos e inquietos ojos ambarinos que, desde las alturas, auscultaban impacientes el terreno en busca de algún incauto e imprudente animalillo nocturno.
El córvido vigía movió nervioso la cabeza ante el repiqueteo de unos cascos, dedicando su atención al extraño fulgor que parecía acercarse. El carruaje avanzaba veloz entre las dos escarpadas paredes de roca, como una saeta incendiaria disparada a las entrañas de la noche. Batió sus alas graznando un par de veces antes de alzarse en el aire y sobrevolar el carruaje, atraído por los brillantes destellos que provocaba la luz que salía de las lámparas de gas.
El irlandés elevó su mirada hacia el cielo nocturno y pensó en si la agorera ave no les estaría brindando su escolta. Sabía que estaba en tierra de antiguos señores feudales, cuya fama de notable recelo ante los extranjeros e intransigente territorialidad había alcanzado cada rincón del mundo vampírico. También era conocido el estrecho trato que estos tenían con las bestias, al punto de convertirlas en ghouls y utilizarlas a su antojo. Ambas cosas le decían que la idea que había tenido, al observar el vuelo en círculo y escuchar los roncos graznidos del animal, quizá no fuese del todo descabellada.
La berlina se desplazaba con un molesto e incesante traqueteo. El cochero, un hombre rechoncho y de piel tan áspera como las rocas que dejaban atrás, apenas había intercambiado un par de palabras antes de emprender el viaje y, desde que partieron, solo había parado una vez para reajustar las cinchas de los caballos. No parecía un hombre al que le gustase hacer muchas preguntas, o quizá era consciente de los inconvenientes que podría retribuirle inmiscuirse en los asuntos de los pasajeros que requerían de su servicio. Sin embargo, su manejo del carruaje era excelente; a juzgar por la velocidad con la iban ascendiendo el agreste sendero. Para un sabbat como el irlandés, hijo de las noches modernas del siglo XX, viajar por el corazón de la Rumania más primitiva a bordo de un carruaje tirado por caballos era poco más que estar metido en una gran caja con puertas transitando por un camino de cabras. Aun así, sabía que era la única forma de llegar a su destino y que eran muy pocos los que podían conducirle hasta allí, por lo que en ningún momento asomó atisbo alguno de descontento o malestar en su expresión. En realidad, y le gustase o no, había sido preparado para llegar hasta el lugar al que iban desde que nació a la vida; una preparación que también había seguido vigente tras su muerte.
Agudizó sus sentidos intentando adivinar si el viento traía consigo lo que por tercera vez le parecieron aullidos, cada vez más cercanos. No creía que fuese obra de su imaginario, como tampoco creía que fuesen fruto de fantasía los amarillentos pares de ojos que se iban encontrando entre la espesura, aquí y allá, vigilándoles junto a los límites del sendero. Sin duda, los vampiros no eran las únicas criaturas de cuento en aquellos terrenos dejados de la mano de Dios. Y hasta los no-muertos tenían monstruos propios a los que temer.
-”¿Lupinos?” - le preguntó Charlotte, como si pudiese leer sus elucubraciones.
-”¿Eso te intranquiliza?” - respondió él trayendo su atención de nuevo dentro del carruaje. Y, sin esperar respuesta, añadió - “Estoy convencido de que nos llevan vigilando desde antes de la medianoche”.
-”Vaya, sabes como calmar a una dama” - la sabbat se reclinó alejando su cuerpo inerte de los rayos de luna que entraban por la ventana. Ni siquiera hizo ademán de sonreír - “¿Podrías… ?
- “Desde luego” - el irlandés agarró la cortina y tirando de ella hacia adelante dejó casi a oscuras el interior del habitáculo. Hasta ese momento no había recordado la hipersensibilidad de la piel de su acompañante. La luz era una debilidad común a todos los Hijos de Caín pero en ella hacía insoportable hasta el contacto directo de los rayos de una luna tan limpia y fuerte como la que tenían encima.
Pasaron varios minutos en silencio, observándose. Charlotte no se había quitado la túnica en ningún momento y seguía llevando la capucha sobre la cabeza, lo que hacía que más de la mitad de su rostro permaneciese oculto. Lo único que podía distinguirse de sus facciones era el blanco perlado de sus dientes sobre un delicado mentón de porcelana y, estaba seguro, también unos pequeños zarcillos de sombra que aparecían y se escondían en meras fracciones de segundo acariciando la parte inferior de sus altivos pómulos ; obra, sin duda, del poder de su sangre. El irlandés la conocía suficientemente bien como para saber que estaba nerviosa.
Mantuvo un respetuoso silencio, dejando que fuese ella quien lo rompiese si le placía. Sabía que era mejor dejarla en paz en ciertos momentos y no estaba dispuesto a focalizar su atención rompiendo el hilo de las elucubraciones de la lasombra, sobretodo en aquel entorno de otro tiempo al que no estaba acostumbrado. Además, él tenía sus propios asuntos en los que pensar.
Una vez llegasen a su destino contaría con poco más de una semana para demostrarle a su mentora que había elegido acertadamente y que no había malgastado el tiempo con sus años de enseñanza. Por otro lado, al irlandés no le apetecía entrar en la lista de “no admitidos” y acarrear con las consecuencias que eso conllevaba.
“Sería mejor que dejases de darle vueltas al asunto, querido” - definitivamente ella también le conocía estrechamente - “Te he dedicado más de dos décadas. ¿O es que acaso dudas de mis capacidades y mi buen juicio?” - sonrió con malicia.
Él conocía bien esa falsa sonrisa a fuerza de haberla visto en acción con aquellos a los que daban caza. Cargada de intenciones, inquisitiva y maliciosa a partes iguales. No era la primera vez que la utilizaba para recordarle cual era la posición de cada uno bajo el disfraz de un pasajero juego dialéctico. Eso siempre le había divertido a la sabbat, aunque en realidad ambos sabían que no necesitaba tales artimañas. Charlotte podría destrozar a cualquiera de los vástagos que conocían no solo con sus habilidades, sino también con un simple dedo; el que podría utilizar para marcar un número concreto en su teléfono móvil.
“Sé que he sido preparado a conciencia. No tengo dudas al respecto”. - Asintió con gravedad, antes de cubrirse él también con la capucha de la túnica y abrir la puerta del carruaje, que acababa de detener la marcha - “Y, además, ser decapitado por ti no es una alternativa que me llame demasiado la atención. Estarás de acuerdo conmigo en que el no tener la cabeza sobre los hombros presenta muchos más “contras” que “pros” - le sonrió, siguiendo el juego con una falsa mueca de resignación.
Verdaderamente esas eran las cartas sobre la mesa. Si el irlandés no pasaba el rito de iniciación sería su propia mentora, Charlotte, quien le cortase la cabeza. Literalmente.
“Vamos, creo que hemos llegado”.
Ambos abandonaron el carruaje y salieron a la fría noche recibidos por una fina cortina de nieve que había comenzado a caer. Más allá, dos figuras que portaban antorchas les aguardaban a la entrada de un puente de tosca piedra dispuestas para franquearles el último trecho del camino; que forzosamente debían hacer a pie. El irlandés vio a lo lejos, cruzando el puente, la magnificencia del lugar en el que se decidiría su suerte. El castillo que le servía a la secta como sede y símbolo de su lucha contra el infernalismo.
“Deja aquí tus dudas y tus miedos, son fardos que de nada te van servir en este lugar”.
Charlotte permitió que, por unos segundos, su pupilo se dejase empapar por las miles de sensaciones y pensamientos que estaba convencida inundaban al irlandés. Después, empezó a caminar en dirección al puente sin mirar atrás.
“Bienvenido al Palacio de la Rectitud”.
***
El vigía graznó por última vez dando una rápida voltereta en el aire mientras el enorme y pesado portón se tragaba a los recién llegados. La fortaleza volvió a quedar sellada e inaccesible. El cuervo ascendió sin parar hasta perderse en lo más alto de las cumbres, dejando tras de sí una pluma negra que, mecida por el viento, caía sobre la noche en un lento e incierto descenso.
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