#2
Mensaje
por Sebastian_Leroux » 16 Oct 2017, 15:15
II.
El doctor Urmeneta llegó a primera hora de la tarde al instituto anatómico forense, exactamente tal y como venía haciendo desde hacía ya casi dos décadas; provisto un café de un tamaño proporcional a su ego, el hombrecillo emprendió un recorrido familiar por pasillos impolutos de tonalidades verdosas y fuertes olores químicos, mientras iba sorbiendo el líquido oscuro, salpicando ocasionalmente su poblado bigote pelirrojo debido al traqueteo de la marcha.
Demasiado pronto para su gusto el doctor llegó a la puerta de su despacho, que procedió a abrir con tres vueltas y media de llave, para cerrarla después al instante en que la hubo traspasado. A Urmeneta le encantaba su despacho, que consideraba una extensión de su propia y exitosa carrera, con su colección de libros, tanto manuales de uso como textos clásicos de anatomía, alguno de ellos ediciones añejas de cierto valor, así como las paredes forradas de títulos, diplomas, premios y láminas médicas. Respiró con gusto el aroma del no del todo bien ventilado cuarto, pues incluso eso le agradaba de aquel espacio, y dejó el vaso de cartón con el llamativo logo verde en la esquina de su escritorio con delicadeza de cirujano para así poder intercambiar, con ambas manos libres, la chaquetilla de lana granate que vestía por una impoluta bata blanca que colgaba de una percha en la pared. Momento ese en el que se le terminó la felicidad del día al buen doctor.
- Doctor Urmeneta unos nudillos golpearon la puerta y la abrieron a continuación, sin esperar respuesta. La cara de una de los bejamines de su equipo, apenas una estudiante de medicina sin título aún, Anna Agustí, asomó por la entrada, siento molestarle, pero necesitaría que me firmara un par de autopsias que han entrado esta mañana; los Mossos han llamado ya un par de veces, y Gómez y Vincens aún están de vacaciones.
Puñetera Agustí. Resoplando y haciendo los mejores esfuerzos para obviar el parloteo de su subordinada, Urmeneta se dirigió hacia la sala depósito, con intención de despachar cuanto antes los molestos trámites y a la pesada de Anna. En su destino, una sala blanca e impoluta con nichos refrigerados de puertas metálicas en la pared, y varios puestos de disección en su sección central, le esperaban tres cuerpos. El primero acababa de llegar, y estaba a la espera aún de autopsia. El segundo había ingresado durante la noche, y parecía ser un hombre mayor del que se dudaba entre suicidio y homicidio. Agustí había hecho las pruebas pertinentes, y a la espera de su resolución, todo parecía en orden, por lo que Urmeneta firmó ese informe.
El tercero caso en cambio no iba a ser tan sencillo de despachar, e hizo que Urmeneta comprendiera la prisa de la Jefatura de los Mossos. El cuerpo correspondía a un hombre joven de raza negra; yacía en la camilla de autopsias, con una incisión profunda y continua desde la base del cuello hasta el abdomen, producto de la exploración forense, y que la propia Agustí había suturado torpemente al acabar con su exploración. Urmeneta se enfrascó en la lectura del detallado informe de su subalterna, mientras miraba el cuerpo de reojo.
El varón no tendría muchos más de 30 años, y parecía no sufrir ningún problema médico grave, más allá de una cicatriz ya bastante vieja y de tamaño medio sobre su mejilla derecha; ese y el que le había llevado a la morgue, por supuesto: una oclusión intestinal aguda, combinada con la perforación del conducto digestivo por al menos tres tramos. El motivo de dicha perforación había quedado claro también en la autopsia que había ejecutado la joven (casi) médico: una de las quince bolitas que transportaba en su interior el hombre se había roto, y los resto del envoltorio fracturado habían actuado como el filo de un bisturí, abriéndole al pobre diablo las entrañas desde dentro en esas tres zonas. Además, el contenido de la cápsula abierta, cocaína con casi total seguridad, había quedado libre y al ser absorbida por el organismo había intoxicado gravemente al sujeto. Los informes de toxicología y del laboratorio de delitos contra la salud pública, a donde se habían remitido, respectivamente, muestras de sangre más las catorce esferas restantes, aclararían la naturaleza de la sustancia. Curiosamente ni la droga ni la infección abdominal masiva producto de la rotura intestinal había matado al pobre diablo, que había muerto ahogado, como corroboraban sus pulmones encharcados. Unos turistas, paseando por el puerto viejo a primera hora de la mañana, se habían encontrado el cadáver, flotando boca abajo.
Urmeneta releyó el informe y reconoció superficialmente el cadáver: lividez de piel y mucosas, rigor mortis, examen ocular... Había algunos detalles que no le cuadraban. El nivel de infección que describía Agustí señalaba que la lesión intestinal era de al menos un par de días. Combinado con la sobredosis de cocaína, era realmente extraño que la pobre mula (pues se trataba sin duda de eso, un correo empleado por los narcotraficantes para introducir droga en el país) hubiera sobrevivido hasta esta misma mañana. Realmente extraño. Casi milagroso. O todo lo contrario que milagroso. El doctor se rascó la cabeza, dudando si reexaminar el cuerpo en ese mismo momento, bajo la ansiosa mirada de su pupila. Finalmente, recordó el café que había dejado abandonado en la mesa de su despachó, y volviendo a mirar al cadáver por última vez, decidió posponer el examen.
- En un rato volveré a abrir a este sujeto, Agustí. Que nadie manipule el cadáver en mi ausencia fueron las escuetas instrucciones del doctor.
De nuevo en la acogedora soledad de su despacho, y leyendo por tercera vez el informe mientras terminaba su café, Urmeneta decidió al fin hacer la llamada. Descolgó el teléfono, pulsó una de las teclas de marcación rápida, y cuando la familiar grabación le pidió que tecleara la extensión, fue cuando escuchó las zancadas de botas y el jaleo. Con el auricular aún en la mano y un grito de reprimenda naciendo en su garganta, el doctor Urmeneta abrió la puerta de su despacho, para ver a no menos de una veintena de policías, algunos de ellos con armas automáticas largas y chalecos antibalas, marchando a buen paso por el pasillo de su instituto.
Puñetera Agustí.