“Nothing can happen more beautiful than death.” -Walt Whitman

El cielo de La Nouvelle Orleans parecía dar un respiro tras la tromba de agua que había caido. Las nubes como viejas y liquidadas plañideras dejaban su llanto atrás, y abrían el firmamento a las cientos de brillantes estrellas, que buscaban su reflejo en los desperdigados charcos de la ciudad. Las gotas caían desde todo el mobiliario urbano como una melodía desencadenada de un carrillón, casi en perfecta concordancia con las luces parpadeantes de los semáforos.
Noche y mal tiempo, o lo que era lo mismo, calles vacías. Al menos esa era la sensación a medida que el grupo se alejaba del Barrio Francés, dejando atrás el Mardi Gras más triste que la ciudad recordaba. Un silencio, apenas roto por la campana avisadora del tranvía dejando su sabor añejo y vintage de su paso.
El depósito de cadáveres al que les había remitido Didiane, se encontraba cerca del Ayuntamiento, en la trasera de la comisaria de la Avenida de Loyola. Lejos de lo que pudiera parecer, era un edificio de fachada sobría pero no sombría. Tenía dos alturas, sobre una pared de granito y dos enormes ventanales en el piso superior, que dejaban ver grandes fluorescentes que colgaban del techo. Al menos en una de las presumibles grandes estancias. La otra, permanecía apagada.
La entrada era una doble puerta plateada y acristalada, desde la que se podía observar al untado funcionario bajo la luz de un flexo y con el periódico desplegado. Únicamente aquella visibilidad le impedía soltarse el cinturón para dejar libre su oronda barriga y poner los pies sobre la mesa. Tenía el típico uniforme de policía. Camisa azul celeste con corbata azul marina, sin apretar, a juego con unos pantalones que intuíais pero no veíais. La gorra que acababa de finiquitar su uniforme permanecía sobre el mostrador, junto a un ficus que parecía suspirar por el agua que había caido en al calle. Su cara parecía comprimida en un espacio, su rostro, donde los elementos podrían estar más repartidos; y para colmo de males, añadía a aquella angostura, un frondoso bigote rubio, que como ramas nevadas, sus puntas aparecían manchadas del azúcar glas de un donut, que esperaba su pronta liquidación junto a una humeante, y seguramente reconfortante, taza de café.
No supistéis como era su voz, y adivinasteis su nombre, apellido para ser exactos, por la placa que colgaba de su bolsillo izquierdo del pecho y rezaba "Lafrentz". Enseguida os reconoció y os hizo un gesto para que entráseis, no sin antes girarse hacia el circuito cerrado de televisión y apagar sin ningún pudor todos y cada uno de los monitores, lo que parecía daros a enteder que de alguna forma, inutilizaba de alguna manera las cámaras. Además, ni siquiera hizo ademán de haceros entrega de la carpeta con el registro de visitas, donde inentiligibles letras de médicos rellenaban una a una, casi la totalidad de las celdas. Abrió una banda y os señalaba con la mano el pasillo, dandoos acceso a una especie de selecto y siniestro club.
Las escaleras era frías, con una baranda metálica que parecía dar calambre. Permanecía casi en sombras, como el pasillo, con una luz mortecina, que iluminaba menos que las remoras que llegaban de los fluorescentes del piso superior. El silencio, era, obviamente, sepulcral.
El piso superior, mantenía la misma dinámica, pero dos enormes puertas separaban otros dos no menos enormes habitaculos. Uno de ellos permanecía abierto y con la luz blanca encendida, lo que no hacía dificil adivinar los pasos a seguir. Era extremadamente curioso, como los grandes ventanales, permanecían visibles, pudiendo añadir el cruel morbo de verse observado por vecinos del memorial de enfrente. Los estores, permanecían plegados, pero parecía más una simple curiosidad, un desdén del turno de mañana, que algo hecho a propósito.
Sobre una mesa camilla permanecía Edgar. Habían tenido la delicadeza o la mala idea, según se mirara, de separar la cabeza de ciervo de su propia cabeza, dejando multitud de burdas y grotescas puntadas de un hilo gordo y negro alrededor de su cráneo. La testa del cérvido permanecía coronando la camilla, como una especie de extraño vigilante, de ojos negros y pérdidos y majestuosos y amenazantes cuernos.
Beaumont estaba desnudo, con su tez aún más blanquecina por el baño de luz del fluorescente. Un primer examen ocular os enseñó lo más básico, haciendo gala de todo el aplomo que podíais e intentando dejar los sentimientos detrás para analizarlo de una manera lo más científica y fría posible. Faltaban sus ojos, eso era lo más evidente, y con la sangre seca de las cuencas vacías, se mezclaba un polvo grisáceo; ceniza a todas luces. En su nariz, por contra, el polvo era de color blanco, lo que de primeras os llevaba a la cocaína, pero de segundas, veíais que era de un gramaje superior a la droga que se esnifa. En sus oídos, tapones de cera roja se amoldaban a todo su pabellón auricular, y sus labios, más bien los alrrededores de su boca, aparecían pintados de un rojo que se había convertido ya en granate, lo que parecía casi evidentemente, sangre. Para completar aquella dantesca y dolorosa escena, sus manos que permanecían con las palmas hacía arriba, advertían de la falta de todas y cada una de sus huellas dactilares.