Florencia.
20 de Mayo de 1990.

Un centenar de voces se desgañitaban pidiendo sangre sin tapujos entre aquellas cuatro paredes mugrientas. Sudor, tabaco, saliva, cerveza… la mezcolanza de fluidos y olores conseguía recrear lejanamente las sensaciones vitales de juventud que Marcelo añoraba en lo más profundo de su ser. Las últimas trazas de humanidad que se mantenían intactas bajo aquella carcasa sin vida que conformaba su cuerpo y el descontrolado tornado de emociones y pensamientos que componían ahora su mente condenada.
El sonoro bullicio de los vestuarios, la cruda dureza de los campos de juego, la desbordante irrealidad de las salidas nocturnas a todo tren, cuando creía que iba a ser una estrella. Mujeres, alcohol, dinero… aquellas eran sus grandes metas. Tan ínfimas ahora, tan banales e ilusorias. Lo único que le quedaba de todo aquello, lo único que podía aún sentir que le trajera de vuelta su añorado pasado, era el dolor. El dolor del esfuerzo cuando tras una hora corriendo, le quemaba el pecho de tanto respirar, aunque ahora ya no respiraba. El dolor de las ampollas, rozaduras, agarrones y codazos tras un partido, que ya nunca más dejarían marca. El dolor del fracaso, de la frustración de perderlo todo por una maldita lesión que le privaría de su fulgurante futuro, una vida que ya no existía. El dolor que ahora, aunque efímero y soportable, traía de vuelta su cordura para sujetarla con fuerza, a una existencia sin más propósito que el de su mismo sufrimiento. El dolor enseñaba, sin duda, dotaba de sentido, era un poderoso aliado y amigo y era… muy adictivo.
Tanto, que Gozza había conseguido reunir a una no tan despreciable cantidad de feligreses en torno su iglesia del dolor. Su templo de la violencia sin censura, de la pelea por la mera sensación primaria del combate con las manos desnudas. Prostitutas, camarer@s, choferes, barrender@s, repartidores, taxistas, vendedores, gente de baja escala social, hastiada del trabajo que no le reportaba más que lo justo para vivir día a día, sin vacaciones, sin grandes regalos, sin ningún lujo que poder permitirse. Personas que, hartas del letargo del televisor, de la publicidad engañosa y de las promesas de felicidad no cumplidas por parte de sus gobernantes y aplastadas por la presión social de un entorno que además les marcaba lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que podían o no podían hacer o pensar, se lanzaban sin pensarlo a su propia autodestrucción física, en pos de una vivencia real que pudiera dar sentido también a sus vidas.
Al principio fueron solo unos pocos, de hecho, todo comenzó con una pelea callejera a la que el brujah se unió buscando emociones fuertes una noche cualquiera de caza. Pero en aquella ocasión, le resultó tan gratificante, que decidió no matar a ninguno, consiguiendo además, no revelar su propia naturaleza. Aquellos fueron los primeros, y ahora eran sus favoritos, sus ‘encargados’ por así decirlo. Mas ya había decenas más. Y lo que al principio se libraba en algún perdido callejón, se celebraba, cada semana, en un sótano amplio pero austero y poco iluminado, de un local en las afueras de Florencia.
Las reglas eran simples, se peleaba a pecho descubierto, o con una camiseta en caso de las mujeres, con los puños vendados y sin armas. Se luchaba hasta el ko y no se permitía el abandono. Pese a que el principal premio era experimentar la furia nihilista y el instinto de supervivencia, las apuestas, eran un gran aliciente para algunos, y estaban a la orden del día. Marcelo ya no encontraba placer en la obtención de beneficios, pero se hizo con el control de las ganancias, se dijo, para pagar las facturas y controlar los posibles problemas con las autoridades mortales. Aquello sabía que podía traerle problemas en el futuro, pero nunca imaginó que fuera tan pronto.
Llevaba tres meses en su nueva manada. Había conseguido que al menos le respetaran y confiasen lo suficiente en él como para que lo dejaran ausentarse una vez por semana en solitario para ‘desconectar’ pero imaginaba, que en algún momento, alguno de sus nuevos hermanos terminaría descubriendo su pasatiempo y cayendo por allí. Lo que no había previsto es que quién se presentara aquella noche en su club, fuera otro cainita Florentino al que nadie había invitado. Y nada menos que una mujer, de fiera mirada altiva y desafiante.
En cuanto la vio, vestida con aquellos vaqueros rotos, la camiseta de tirantes y la chupa de cuero, pasando entre los demás presentes como si fueran ovejas, reconoció rápidamente su condición. Aunque no recordaba que se la hubieran presentado, sus ademanes y actitud, le hicieron darse cuenta de que se trataba de un Sabbat. Sus ojos eran inconfundiblemente ferales, lo que habría provocado más de una expresión de asombro si alguien entre la multitud se hubiese fijado en ella bajo la gorra, como lo estaba haciendo ahora Gozza. Andaba despacio, tranquila, directa hacia donde él estaba, apenas fijándose en lo que allí sucedía. Aunque cuando llegó a su altura, antes de decir nada y sin sacar las manos de los bolsillos de la cazadora, se situó a su lado mirando en dirección a la arena.
-Menuda Juerga tienes aquí montada, ¿Eh amigo? – Su actitud era de una calma desconcertante. No parecía haber ninguna emoción en aquella voz, áspera y susurrante, aunque se podía apreciar un deje de desprecio y superioridad en el tono. – He oído por ahí que eres el nuevo juguete de Ojo Puto. – Le miró de reojo cuando añadió: - ¿Sabe él que te mezclas con la chusma y juegas al 'Monopoli'?
-Entiéndeme, el tema de las peleas… bien – dijo, haciendo un ademán con la mano hacia los contendientes – puedes jugar con la comida como te plazca, reconozco que es divertido. Cuando era una niña, recuerdo que jugaba a quitarles las antenas a las hormigas para verlas pelear hasta la muerte. - La sonrisa sádica de aquella desconocida, le hubiera provocado un escalofrío a Marcelo de haber sido eso posible - Pero en cuanto al negocio del dinero… hay ciertas reglas en esta ciudad ¿Acaso no las conoces?
Un fuerte golpe de revés hizo sonar un chasquido y la sangre saltó hacia la gente agolpada cerca de la pelea, provocando un grito de satisfacción entre la concurrencia. El colgado del tatuaje con una pluma, se desplomó sin sentido por fin y empezaron a moverse los billetes.