6 de Febrero de 1997

El tembloroso dedo pulgar volvió a apretar el botón del intercomunicador.
- Di Passo, a central. Adelante, central...-
Sentado en el asiento del conductor, con la puerta medio abierta y con su arma bien aferrada a la mano, Antonio di Passo volvía a intentar contactar con la comisaria central de Florencia. Algo que llevaba haciendo durante los diez últimos e interminables minutos, sin obtener respuesta.
Al otro lado de la cuneta, apenas a cincuenta metros de dónde había aparcado, podía ver la silueta recortada en la bruma del Fiat Tipo que ocuparía las portadas al día siguiente. El brillo de los halos de luz de los faros de aquel otro vehículo se había convertido para él en el de los ojos de una bestia nocturna al acecho, engullendo con su luz un gran número de hambrientas moscas y mosquitos en encabritado vuelo. - Adelante, central... - Nada.
¿Cuándo sería capaz de contactar con la maldita caballería?, rogaba mientras el reflejo sobre el capó de la cambiante luz de la silenciosa sirena que brillaba sobre el techo de su coche patrulla teñía su rostro de rojo y azul, y rojo y azul, y rojo y azul...pintando de oscuro bitono su cara palidecida y ojerosa. Hacía un par de minutos que le había desconectado el sonido para poder concentrarse, por lo que, pese a todo el ruido que se abría paso lentamente en su cabeza, allí solo había silencio.
Di Passo miró de forma instintiva por el retrovisor, intentando asegurarse de que no había nadie por los alrededores, pero sus nervios estaban tan crispados que casi se sobresaltó al verse reflejado en el pequeño espejo. Aún así, lo hizo y se enfrentó a ese otro «yo» casi descarnado, de gruesas arrugas y renacida congoja. Su rostro seguía petrificado, y su desbocado corazón sobrecogido. El viejo inspector, un hombre cuyo aplomo había sido una de las herramientas que le habían forjado como uno de los más respetados detectives del cuerpo de carabinieri, apenas era capaz de articular más palabras de las que formulaban la urgente llamada - Adelante central... - repitió, rascándose una mal afeitada barba canosa. Quizá fuese por la falta de sueño, pero su propia voz le pareció absurda y distante, como si fuera otra persona - y no él mismo - quien hablaba. Sin embargo, sabía que todo lo que había pasado allí pertenecía a la vigilia, al mundo real, y no lo onírico o fantasmal.
Era el ruido blanco al otro lado de la línea lo que le anclaba a la realidad, de la misma manera que las pequeñas botellas de grappa vacías y desparramadas sobre el suelo de su coche le aferraban a sí mismo. Harto de esperar, inspiró hondo y soltó el aire pesadamente con los labios formando una estrecha apertura; vaciando su diafragma de nervios, impaciencia y temor. Al menos la úlcera había decidido darle una tregua esa noche, pensó. Luego dio un largo trago al frío café irlandés a medio beber que había comprado una hora antes y terminó de armarse de valor. Dejó la radio descolgada, y poco a poco, volvió a salir para reencontrarse con aquella familiar pesadilla.
«Los viejos fantasmas de uno siempre acaban volviendo», sentenció.

Ricardo.
Fiorella le dio un nuevo puntapié a la oxidada lata de coca cola con la que llevaba jugando desde hacia un rato, y el eco del metal rebotando contra el suelo resonó por todo el pasadizo como el golpeteo de un martillo contra un yunque. ¿Qué importaba? Allí abajo nadie iba a reprenderla por una actitud tan pueril y ruidosa. Bajo la superficie, la pequeña cainita solía dar rienda suelta a su preadolescencia eternizada, y además siempre encontraba algo entre la basura que caía de la superficie que le sirviese como juguete. Tras levantar los brazos en gesto triunfal, tal y como le había contado que hacía Marcelo - cuando estaba vivo - salió corriendo tras la lata, dispuesta a rematar de nuevo. Tras ella, a pocos metros, la atenta mirada de Ojo Puto seguía sus movimientos con una sonrisa de condescendiente paternidad.
«El submundo de Florencia se había convertido en su peculiar patio de recreo», pensó Ojo puto, y las dudas y añoranza le recomieron como cada vez que saltaba a las cloacas de la ciudad desde que su hermana de clan había abandonado la manada.
Sin embargo, no era momento para dejarse llevar por el recuerdo. De hecho, si algo prevalecía en el ánimo de Nardone era la impaciencia. Si había acudido allí esa noche era para encontrarse con otro de los nosferatus de Florencia, y o bien se estaba retrasando demasiado, o algo le estaba impidiendo asistir a la cita. Hasta donde él sabía, Lorenzo Giordiano, cofrade de " L'illuminato", no era un cainita prolijo en socializar más de lo estrictamente necesario, pero tampoco nunca había dado por zanjado un encuentro antes de comenzarlo; menos con un hermano de clan. Y, sin embargo, allí estaba, en el punto de encuentro y con más dudas a cada minuto que pasaba de que Lorenzo fuese a aparecer. «Extraño» - decidió, finalmente - «¿Para qué citarle, entonces?»
Sin tiempo para responder a su propia pregunta, su oído recogió el sonido de un pequeño y lejano chillido. Al principio pensó que podía tratarse de las ratas o algún otro animal agonizando en base a las teorías de Darwin, pero descartó la idea tras unos segundos de atención. Había algo casi humano en aquel eco agudo. Llevado por la curiosidad comenzó a recorrer el pestilente canal subterráneo con sigilo, moviéndose sin levantar ruido alguno hasta que estuvo lo suficientemente cerca para entender que no se trataba de un quejido de dolor físico, sino de un sollozo. El llanto desconsolado de una figura encapuchada, agazapada y escondida en un rincón oscuro; y que, pese a los esfuerzos de Ricardo por ocultar su presencia allí, le observaba con la hostilidad de quien se ve sorprendido. Nardone se detuvo en seco, sintiendo aún sin ver su rostro, como el otro marcaba una invisible linea de advertencia entre ellos. El olor a lágrimas de sangre se filtró por la nariz del Ductus. Pero sobretodo, por encima de la sorpresa o la amenaza, sintió su desconsuelo como algo propio. Una oleada de profunda tristeza inundó al nosferatu, que bajando la cabeza tuvo que contenerse por no dejarse abatir por un incomprensible desconsuelo.
- No vendrá. Y él, tampoco - apenas un entrecortado susurro entre el llanto, y volviendo a levantar la vista Ojo Puto se descubrió solo de nuevo; como una estaca clavada en el suelo de las entrañas de Florencia. Estaba casi seguro de que aquel cainita era el inefable joven malkavian de la ciudad en alguno de sus inexplicables arranques de locura; pero aunque casi agradeció no tener la oportunidad de preguntarle por Giordiano, o peor, por el motivo de sus desvarios - quién podía llegar a aguantar las locuras de un hijo de malkav - el encontronazo le había dejado con poco cuerpo para seguir esperando al nosferatu.
Media hora después ya llevaba recorrida la mitad de la distancia de regreso al refugio de la Manada Sin Nombre por la red de alcantarillado. Cuando al fin volvió a salir a la superficie vio a Lennart y Marcelo en la puerta del refugio hablando acaloradamente. Sus rostros presagiaban tormenta.

El escritorio era una pequeño vertedero de vasos de cartón, post-its engurruñados y ceniza desparramada a aquellas horas de la madrugada. Reflejo de lo que llevaba siendo su vida el último medio año: un completo desastre. Uno entre el que se había empezado a sentir cómoda. Últimamente, pasaba más tiempo en la redacción del que todo el mundo le aconsejaba, pero las destartaladas oficinas de La Gazzeta di Firenze se habían convertido en el único agujero en el que no tenía que dar explicaciones de por qué había roto su matrimonio.
Paulina Pagliacci, tenía medio cuerpo tendido sobre la mesa y la estrecha barbilla apoyada sobre la palma de su mano mientras miraba el monitor de su equipo informático, casi con desinterés. A golpe de «click», los últimos sucesos en la Toscana iban apareciendo en sus pupilas sin que ninguno de ellos le llamase lo suficiente la atención como para no hacerlo desaparecer tras un par de segundos. «click...click...click». Un anodino titular tras otro en un día anodino más de su aburrida - no quería pensar que fracasada - vida como periodista. Frustrada, encendió otro de sus largos Hilton, y tras dar una profunda calada, miró el teléfono a su derecha entre la densa y gris nube de humo que interpuso entre ella misma y lo que no quería, pero debía hacer.
- ¿Qué voy a decirles? - pensó, frotándose el puente de la nariz.
Llevaba retrasando la llamada a Roma casi seis meses. Seis largos y pesados meses en los que aún no había encontrado una forma - o una que ellos pudiesen entender - de explicarles qué era lo que había pasado entre Luigi y ella. ¡Por el amor de Dios!, sus padres llevaban juntos más de cincuenta años, cómo les iba a hablar de «aburrimiento», «costumbrismo» o «falta de pasión» menos de una década después de que ella se hubiese casado. La tacharían de niña egoísta y caprichosa, como siempre; y eso en el mejor de los casos. Una cosa era que se hubiese largado de Roma con apenas una maleta arrastras para vivir el sueño de ser reportera, e incluso que se hubiese casado con Luigi solo un par de meses después de haberle conocido, pero que quisiese divorciarse de él por razones como aquellas sería para ellos algo poco menos que inconcebible. «¿Y si llevaban razón?» No, por supuesto que no, pero aquella pregunta y la falsa duda que suponía era lo que había hecho pasar tanto tiempo. Tantas llamadas vacías y sin fuerza para sacarles el tema. Tantos «nos vamos de vacaciones y no tenemos tiempo de pasar por casa». Tantos «estamos tan liados con el trabajo que no podemos ni ponernos al teléfono». Tantas mentiras. Hasta que las llamadas a sus padres empezaron a dilatarse en el tiempo; primero un par de veces al mes, y ahora...bueno, ahora ya no estaba segura de nada, y podía ser que hubiese pasado demasiado tiempo para que pudiese regresar a Roma sin verse sometida a miles de reproches; al abrigo de sus amorosos y patriarcales brazos tradicionalistas.
Sin estar convencida del todo, Paulina alargó la mano y sujetó el auricular suspirando, resignada. Había llegado el momento de enfrentarse y responsabilizarse de sus decisiones. Casi se cayó de la silla cuando el teléfono empezó a timbrar entre sus dedos antes de que pudiese marcar.
Pocos minutos después, la llamada que nunca era capaz de hacer, una vez más volvió a quedar aplazada.

Lennart.
Mientras la noche envolvía de niebla y frío las calles de Florencia, el letargo fue abandonando al sacerdote de la Manada Sin Nombre. Poco a poco, el lasombra iba sintiendo el peso de su propio cuerpo y cómo la vitae empezaba a despertar sus extremidades; animando su cadáver en un entorno que ya le era familiar.
Aún después de tanto tiempo, el cosquilleo de renacer a la tinieblas otra noche más le provocaba un pensamiento extraordinariamente revelador y mordaz: «La muerte nos sonríe a todos, todo lo que un hombre puede hacer es devolverle la sonrisa» - recordó la cita de Marco Aurelio. Hacía décadas que él había devuelto esa sonrisa y se había convertido en un vampiro. Un cainita, un monstruo bebedor de sangre humana: en el rostro de la muerte para otros. Otro más de entre los que conformaban la legión de no muertos que habitaba en Florencia. Aquella ironía obró que su propia y gastada sonrisa tirara de la comisura de sus labios resecos y agrietados.
El guardián se incorporó lentamente y extendió sus sentidos, olfateando por la nave en búsqueda de alguna señal de la presencia de sus cofrades, pero no halló rastro alguno de ellos. Solo percibió el zumbido de las moscas que zumbaban alrededor, el correteo de alguna que otra cucaracha cerca de sus pies y el sempiterno olor a humedad y óxido pegado a las paredes y las vigas del viejo almacén. Por lo demás, el refugio estaba tan silencioso como el interior de una tumba - otra ironía más -. Lennart, estaba solo.
A excepción de los gatos...
No fue algo inmediato, ni demasiado sorprendente, pero tras unos segundos se dio cuenta de que había al menos media docena de ellos repartidos por el refugio. Seguramente se tratase de una camada en busca de alimento o calor, pero había algo extraño en ellos; o más bien en su comportamiento. Los mugrientos felinos parecían estar observando los movimientos del lasombra con más interés del que podía ser habitual. Allá a donde se dirigiese, podía sentir como su carne era atravesada por sus brillantes miradas, y cómo, si se acercaba a alguno de ellos más de la cuenta, éste erizaba el pelaje del lomo amenazando con atacarle si daba un paso más. Lennart enarcó una ceja, sorprendido; aquella actitud no era normal, ya que aunque no había desarrollado el poder de tratar con las alimañas al punto de afinidad con que lo hacían los dos nosferatu de la cofradía, especialmente su desaparecida hermana enmascarada, los animales solían limitarse simplemente a apartarse de él con timidez, pero ni huían corriendo, ni nunca se habían mostrado tan agresivos como para amenazar con morderle.
El presentimiento de que algo andaba mal fue abriéndose paso en la mente del turinés, que animado por el rumor de un extraño chillido cruzó el almacén a paso vivo y salió al exterior. Una vez fuera, se quedó pasmado ante la visión de las decenas de ratas que corrían calle abajo, huyendo y entrando en tropel por los sumideros de las aceras como un torrente tangible de pánico.
Lennart era un cainita difícil de sorprender, racional y pragmático, pero empezó a preocuparse cuando, sin previo aviso, los aullidos de los enormes perros de presa que guardaban algunas de las naves del polígono irrumpieron en mitad de la noche como si algún tipo de alarma hubiese saltado. La respuesta a esa llamada llegó a su espalda cuando los gatos empezaron a maullar con estridencia, y como dirigidos por una batuta invisible, al unísono. El lasombra no pudo evitar girarse con una cautela que no sabía de dónde había nacido. Allí estaban, tras él, perfectamente colocados en hilera, con el rabo tieso y los colmillos expuestos.
La crispada bestia de Lennart se sacudió a la puerta del refugio comunal, como si alguien estuviese arañando con tiza una enorme pizarra dentro de él.
Tras un par de minutos - que bien podían haber pasado por horas para él - todo volvió a la normalidad. Los aullidos cesaron de pronto; los gatos se dispersaron por todas partes; y en la calle, vacía de ratas, la carrera de otro animal nocturno que se acercaba empezó a reconfortarle.
Hasta que Marcelo llegó a su lado y, con la cara desencajada, le contó todo.

Marcelo.
Marcelo dejó caer al suelo el cuerpo que sostenía entre los brazos y se limpió la sangre que le cubría la boca con el dorso de la mano. - Joder, vas hasta el culo de anfetas - le dijo al chico inconsciente que yacía a sus pies. Al brujah antitribu no le agradaba demasiado el sabor del plasma contaminado, pero a aquellas horas era difícil encontrar una bolsa de sangre que estuviese limpia. Gozza escupió un espumarajo a un lado, se encogió de hombros y se puso en cuclillas sobre él. Era un chaval de unos veinticinco años, moreno y - por qué negarlo - bastante atractivo; ahora que se fijaba detenidamente en él. La tentación de borrar la marca de sus colmillos del cuello del chico le hizo sonreír. Hacía tiempo que esa costumbre de los «camaratas» por mantener la mascarada había dejado de tocarle los huevos, así que, lo que hizo fue quitarle la cartera para pagarse un taxi hasta el club. Al abrirla, cotilleó entre las tarjetas, deteniéndose en una de ellas en particular. Al menos era socio de la Fiorentina.
«Algo es algo, capullo», pensó, antes de darle un par de palmaditas en la cara, como agradecimiento por el servicio prestado; de tiffosi a tiffosi. Tras eso, le recostó sentado contra la pared del callejón y le sacó la polla, que aún estaba medio erecta por el beso. Extrajo del pantalón el resguardo de la entrada del partido de esa noche y la colocó en una de las manos del chaval, colocándole la otra alrededor del capullo enrojecido. «Así, joder,que todo el mundo vea cómo se celebra un cuatro a cero». Conforme con su obra, se levantó y salió del callejón dejando al chico como un muñeco porno a medio inflar.
Media hora después bajaba de un taxi y enfilaba el camino hacia el lugar que le procuraba verdadera diversión. Ni siquiera había llegado y ya había media docena de luchadores esperando en la entrada, con los puños a punto y la carne preparada para ser decorada de moratones. Alguno de entre aquellos desgraciados aún no lo sabía, pero iba a pasar una mala, muy mala, noche bajo los cuidados del brujah.
- Caballeros...- saludó, con una afiladísima sonrisa cruzándole la cara. Mientras sacaba las llaves que abrían las puertas de aquel templo de sudor, sangre y huesos rotos los demás se hicieron a un lado. El jefe había llegado, y parecía que estaba contento.
Uno de los hombres se adelantó, llamando su atención, y Gozza reconoció en el tipo a uno de los ghouls de la Spiral; un tal Ticco, que cumplía a la perfección el papel estereotípico de matón siciliano bien vestido por su patrón. Ticco era un enorme armario ropero de más de dos metros, cabeza rapada y elegante traje oscuro; tan enorme que parecía estar encajado en la misma calle con calzador. Sin mediar más palabra, el gigantesco ghoul le ofreció un sobre en el que había escrita una única palabra, un viejo nombre conocido: «Lupus».
Gozza asintió y el ghoul, con la tarea cumplida de haberle entregado el sobre en persona, se marchó entre las miradas acojonadas del resto. Marcelo no llegó a entrar en el club esa noche, y aunque sabía que él no tenía nada que ver en absoluto, a la sorpresa y desconcierto iniciales por lo que leyó en el interior de la carta le siguió una sensación de miedo que hacía tiempo no le asaltaba: había quien podía señalarle, aunque solo fuese indirectamente, a él. Si aquello era cierto, ¿Qué pretendía la gangrel? ¿Ponerle nervioso? ¿Asustarle? ¿O tal vez le estaba intentando avisar para que se preparase?
No tenía forma de saberlo, pero antes de darse cuenta ya estaba corriendo como alma que lleva el diablo en dirección al refugio. Al llegar se encontró con uno de sus cofrades en la puerta, completamente a solas. Lennart parecía contrariado por algo, incluso un poco asustado, podría decir, pero fuese lo que fuese lo que ensombrecía el rostro de su sacerdote, tendría que esperar. El brujah lo soltó sin rodeos, dejando que la noticia cayese como un témpano de hielo en mitad de la noche.
- D´Abraccio ha muerto. Han asesinado al Obispo.

(Un Día después)
Portada de «La Gazzeta di Firenze»
¿Il Mostro ataca de nuevo?
Redactora: Paulina Pagliacci.
Florencia, 7 de Febrero de 1997.
En la noche de ayer, 6 de Febrero, el Cuerpo de Carabinieri de Florencia encontró los cuerpos sin vida de S.R y F.L, de 25 y 32 años respectivamente, en uno de los parques de la ciudad. Según ha podido saber esta redacción, los dos jóvenes fueron asesinados dentro de su vehículo a primera hora de la madrugada en lo que parece el «modus operandi» del llamado «Il Mostro», el asesino en serie que acabó con la vida de decenas de parejas entre finales de los años 70 y mediados de los 80. Durante este tiempo la población se vio envuelta en uno de los grandes misterios de la crónica negra del país, por lo que las autoridades han decidido llevar la investigación «bajo la más absoluta y necesaria prudencia».
«No podemos permitir que un suceso aislado en el trascurso de los últimos casi quince años dispare la alarma social, por semejante que sea», ha dicho el portavoz de la policía esta mañana en comparecencia de prensa, antes de añadir en su breve comunicado que «La investigación se ha iniciado siguiendo los protocolos habituales y le aseguramos a la población que no repararemos en recursos y esfuerzos hasta que el culpable de esta desgracia sea llevado ante la justicia».
Esta llamada a la prudencia y a la confianza en las fuerzas de seguridad ha levantado todo tipo de reacciones entre los florentinos, sobretodo en aquellos que no olvidan que «Il Mostro» nunca fue atrapado, como es el caso de J.C., familiar de una de las víctimas del asesino en 1978 «Nunca dieron con él, y si de verdad ha vuelto tampoco lo harán ahora».
Testimonios como este han vuelto a poner de actualidad un nombre ligado íntimamente al del antiguo asesino, el del detective Antonio di Passo. Como muchos de nuestros lectores recordarán, Di Passo fue quien estuvo al mando de la investigación de los salvajes crímenes pertrechados por Il Mostro, y quien señaló la posibilidad de una serie de sectas satánicas interesadas en realizar rituales oscuros.
Hasta el momento, la gendarmería no ha hecho públicos más datos sobre el suceso. La alcaldía de la ciudad ha comparecido también esta mañana en rueda de prensa, y en la misma línea que la policía ha hecho un llamamiento a la prudencia, «Déjenlos trabajar y mantengan la calma, todos seremos informados cuando la investigación vaya avanzando. Aún no sabemos nada», ha dicho su portavoz en un intento porque el pánico no tome voz en las calles. A lo que ha añadido sus condolencias a los familiares de las dos jóvenes víctimas «Nuestro dolor y nuestros corazones están con todos ellos».