Década de los 70´S.
Montreal, Canadá.
El Sabbat está en plena guerra contra los Setitas, mas en la Ciudad de los Milagros Negros acontecen otras escenas que, no por parecer menores en ese momento, dejarán de formar parte del futuro devenir cainita de la urbe.
Esta es una de esas escenas, cuyo comienzo acontece en el interior de un bloque de pisos en la intersección de la Rue St. Louis con la 13e Avenue. De fondo pueden oírse las sirenas de los coches patrulla, mientras por las calles, casi desiertas a esas horas de las madrugada, corre un frío intenso y un miedo aún más penetrante. Las noticias de última hora interrumpen los sosos late nights canadienses, y las brillantes caras sonrientes tras la pantalla se maquillan de muecas de dolorosa sorpresa y desconsuelo, derrochando el morbo con el que se gana audiencia. El rumor de que un nuevo "Jack, El Destripador" había aparecido era un titular demasiado bueno como para dejarlo pasar.
Sin duda, alguien le había dado una buena bofetada a Montreal, borrando la capa de maquillaje con la que el ayuntamiento y el cuerpo de policía intentaban ocultar el verdadero rostro de la urbe. Pero en una ciudad comida por la delincuencia y la violencia ¿Acaso no todo el mundo puede ser considerado culpable?

Lo primero que olisqueó no fue el humo del tabaco, como tantas otras veces. Ni el talco de fresa con el que las niñas se aliviaban las rozaduras de los muslos. Ni la lefa reseca adherida a los sofás y la alfombra. Eran rastros que flotaban en el ambiente, sí, claramente perceptibles, por supuesto; pero una vez te acostumbrabas a ellos no tenían más cuerpo que el del ambientador de una clínica dental.
Así que, no, nada de eso. El olor que hizo que al cachorro de Kenneth Stone se le abriesen las aletas de la nariz era mucho más goloso: Olor a sangre. Oscura, viscosa, nutritiva. Deliciosamente amarga a causa de las pipas de droga que ellos mismos hacían circular por Montreal. Las mismas que los jodidos encargados de vender tenían prohibido consumir; pero claro, esa noche parecía que allí cada uno hacía lo que le salía de sus morenos cojones.
En los 70´S, Lachine era una zona sobre la que centelleaba sin cesar un metafórico e invisible cartel de neón: «¿Coños calientes?, Aquí»...«¿Buscas grifa? No lo dudes»... «¿Eres un puto yonqui porque mamaíta no te dio bien de mamar?, Aquí te la chupan por diez pavos, colega».
«Welcome to Paradise, hermano. Welcome to Lachine».
En la zona, por entonces, se podía joder y disfrutar a gusto, pero había que andarse con ojo. Eso lo sabía hasta el último pringado que se arrastraba desde el canal hasta allí. Y era así, porque la polla que mandaba en Lachine era la de «Los Fundadores»; y esa, ¡ah, amigo! si la tocabas hasta ponerla dura se convertía en un jodido martillo hidráulico: te podía entrar por el culo y subir y subir y subir como una estaca hasta la garganta.
El rastro a sangre casi se podía lamer ya desde el rellano. A sangre y a muerte. A sangre de putas muertas, muertas de verdad, y a él le daba mucho por el culo tener que perder la noche en arreglar el estropicio de otro. Más aún cuando había sido el principal valedor de ese otro. Vale, estaba claro que a todo el mundo se le podía ir la mano de vez en cuando, y no hubiese sido la primera vez que alguna de aquellas basura de crías acabase en la UCI del McGill Health Centre, eso entraba en el paquete y era asumible, pero ¿Deshacerlas a hostias? ¿Dejar una ristra de putas muertas sin que Stone o él hubiesen dado la orden? ¿Mear dentro de uno de los dominios de la cofradía?
¿Qué maldito mensaje era ese para el exterior? ¿En qué demonios había pensado, o qué puto chulo de mierda se creía que era?
Así que, allí estaba él para poner las cosas en su sitio. Se podría decir que eran gajes del oficio. Del puesto. También se podría decir eso de «me va a doler más a mi que a tí». O que William Duffy no era de esos tipos que disfrutaba haciéndo lo que hacía, pero quien lo dijese, aún sin saberlo, estaría mintiendo, claro. Estaría ocultando parte de la información. Su apelativo, más que ganado y al mismo tiempo repudiado, dentro de los bajos fondos de la otra cara de Montreal: la más oscura, pérfida y salvaje. La cainita. La del oscuro tañer de los mil campanarios.
Cuarto piso, apartamento 407. Apenas saludó con las cejas al ghoul que le recibió en la puerta. - ¿Dónde está? -.
Tres dedos de tres manos diferentes saltaron como un resorte al fondo del antro, y al unísono señalaron en dirección a una puerta cerrada, cuya hoja alguien había utilizado a modo de lienzo. Eran tres de los capullos que se suponía que tenían las cosas claras, pandilleros de tres al cuarto de los antiguos Claws que aún seguían estando a prueba de cara a formar parte del sabbat; como le había pasado a su "líder". Niñatos que aún se empalmaban cuando sujetaban un arma con un calibre más grande que su edad. De los que pensaban que el respeto se ganaba a base de plomo y ese tipo de gilipolleces que tenían los de su calaña. Ansiosos por entrar en el club de los chicos malos; de los realmente malos. - Chupapollas -. Antes de preguntarles a ellos ya se les había aflojado el pantalón.
Duffy cruzó el pequeño comedor y miró de arriba a abajo la imagen pintada en la madera, detenidamente, fijándose en cada detalle. Quizá pensando en lo que representaba para el último en ser "cófrade fundador". O quizá postergando el momento de enfrentarse a una noche que iba a ser más complicada de lo que había esperado al despertar del letargo. El lasombra sabía perfectamente quién estaba dentro. Y también sabía que quien estaba dentro, en cierta manera, le estaba esperando. En qué estado tras lo que había hecho, no tenía ni la más remota idea. Pero bueno, tampoco importaba, todo el mundo tiene sus propios planes hasta que se le da la primera hostia ¿No?
Un último vistazo a la huesuda figura del grabado antes de frotarse el puente de la nariz con el índice y el pulgar. Más de medio siglo nadando entre la mierda a veces le desganaba a uno. - Me cago en mi calavera - pensó en un retazo de ironía; pero también de falsa y fingida desidía.
Porque por otro lado - ¡Qué coño! - tocó la puerta con los nudillos y entró antes de que le abriesen.
