
{ https://www.youtube.com/watch?v=i-3h9TQ312c - Agni Parthene }
Salieron las tres figuras, cuan reyes magos, sin estrella que los guiara, pero con manto de agua que empapaba sus hombros con el llanto de los ángeles. Los cuerpos de los jinetes se mecían al paso hipnotizante de sus monturas que se ajustaban al ritmo del más lento. Aymar abriá el paso con su resplandeciente corcel blanco de cabeza erguida y trote extraño. De alguna forma, como mensajero que era, como usurpador de caminos, se había otorgado el mismo, aquella autoimpuesta jerarquía de encabezar la comitiva, como si cada recodo del camino no fuera novedoso para él.
Le seguía, con su mula de trote cochinero, Jaime que era el más peregrino de todos, y que contaba con la gracia divina de aquel que había sido tocado por el auténtico amor de Dios, y que parecía no querer distraerse con las lindezas del camino. La mala noche que había pasado, ayudaba a ello, pues alguna vez el bamboleo lo hizo cabecear y hasta a punto estuvo de caerse un par de veces de Noir, sino fuera porque el noble animal era duro como un roble en invierno.
Cerraba el séquito, Juan Zuñiga, con aquel caballo robado que le recordaba tanto a lo vivido en el alcázar del agorero De Mendoza y le rememoraba tan funesta noche. Permanecía el muchacho fascinado por aquellos paisajes de la tierra de los navarros, donde a veces el bosque era tan tupido que los árboles entrelazaban sus ramas en abóvedados techos de hojas que incluso amortiguaban la desgraciada lluvia. Pero no se olvidaba eso sí, de palparse de vez en cuando la bolsita con las gemas, no fueran que tomaran calor y hubiera que estar atentos. Siempre y cuando no hubiera sido una fanfarronada del extraño de Sancho Elizalde y Carrascosa.
Pasada alguna hora de el mediodía, la lluvia había dejado paso a un sol, que se coloba justo en sus coronillas. Con sus estómagos rugiendo como los bramidos de un animal, apareció ante ellos, el pueblo de Zubiri, o Seburis, según a quien le preguntaras. Era una villa pequeña pero hermosa, de edificios de piedra y tejados rojos que aparecía casi como un claro en el bosque, y algunos de sus edificios parecían insertarse en algunos troncos de los árboles más gruesos, y otros parecían que sus ramajes daban techos a algunas trojas o establos. Pero sin duda lo más llamativo del lugar, era el llamado Puente de la Rabia. Le había contado un tal Pierod, un peregrino francés que afrontaba su tercer viaje a la tumba del apóstol y con el que habían coincidido en el camino, que Seburis había sido leprosería, y que el dichoso puente tenía un pilar, por el que cientos de pastores pasaban sus animales en derredor, pues decían que era método infalible para que los animales no cogieran la enfermedad con la que habían bautizado la pasarela.
La siguiente parada era la villa de Pamplona, donde seguramente Aymar, tendría que tomar importantes decisiones, pero esa etapa ahora quedaba lejos. Se presentaba ante ellos la nueva villa, y ya no estaba el peregrino francés. Los animales necesitaban abrevar, y tambien lo necesitaban sus jinetes. Los charcos marrones eran invadidos ahora por los brillos solares, y las caras de los pueblerinos miraban a los extranjeros que llegaban a su entrada, como harían y harán con cualquier peregrino que osara cruzar su afamado Puente de la Rabia.
