
{ https://www.youtube.com/watch?v=uFWVqKjJBas - Verbum patris hodie by Le Ciel et la terre }
Pamplona los había cambiado a todos. Para bien o para mal, la capital del Reino de Navarra había mellado los peregrinos corazones del inventor y el cátaro, y dado alas al de la grog sumida en el desprecio servicial. Y en medio de todo ello, la pérdida irremediable del montaraz dispuesto a abrir caminos a trote y desenvainar la espada cuando peligro hubiere. Pamplona, aquella cuyos muros ahora quedaban a la espalda era ahora una sombra maléfica que, cual ente viviente, se afanaba con sus garras de campanarios, y con su mandíbula de Atalaya a la silueta diluida de la luna.
Porque ya era noche cuando salieron de la ciudad, llevados por Juana que se movía con la gracieja exploradora de quien reconocia cada piedra de aquella su ciudad, y en algun momento, mientras se apoyaba en la húmeda piedra en cada esquina, vigilante de que no hubiera moros en la costa, se preguntó si volvería allí. Si Aymar se convertiría en un simple recuerdo grabado a fuego en su corazón, como cuando marcaban a los caballos en los establos de la Atalaya. Pues cuando cerraba los ojos, sentía que el dolor en su pecho era físico.
No quisieron avanzar demasiado en aquella negrura, pues más de uno y dos tropiezos dieron en aquella oscuridad mal sana, pues la llamada Catalina, aparecía timorata entre las nubes que encapotaban el cielo, y apenas ofrecía dos o tres rayos que permitian ver una llanura inmensa y los destellos de un curso de agua, al cual se dirigieron. El río Sadar, allí, en su ribera, pasarían la primera noche a la intemperie de aquel final de invierno y comienzo de primavera.
Gares, o Puente de la Reina, como se habían propuesto rebautizar los castellanos la villa, por la recién estrenada construcción de un puente en honor a la reina y que haría la delicia de los peregrinos, parecía ser la próxima etapa en el camino. O al menos eso decía el batiburrillo de conocimientos, itinerarios y dimes y diretes de las tabernas en las que habían puesto el oído. Allí se dirigirían, pero tendría que ser al alba, cuando el sol alumbrara su senda, y no pusiera en peligro sus tobillos o los encuentros furtivos con bestias en la noche.
Juana recogió hierba de los alrededores, y alimentó a los famélicos animales con aquellas manos que eran gloria con ellos, mientras que su homónimo masculino, se afanaba por encender una fogata con su presta yesca y su eficaz pedernal, y cuando prendió el hongo de la llama, no pudo evitar sentir el acongojo de la pena, pues llegaron a su cabeza las palabras de Jerónimo: "- ignis, quo clarior fulsit, citius exstinguitur" que pronunciaba cada vez que repetía aquella operación en tantas y tantas noches que vivieron juntos por las extensas llanuras de Iberia.
Jaime había descendido la corta distancia hasta las frías casi gélidas aguas del río para refrescarse un poco el rostro y dar un poco de aseo a su maltratado cuerpo, que si bien no era sino una cáscara para su alma, bien sabía que una presencia decente y limpia, era fundamental para que le abrieran aquellas puertas que la presencia de Juana podría cerrarles, pues no era de buen gusto dormir al raso en las madrugadas. Aunque él era consciente de que las comodidades eran obra del demonio, también sabía que el frío era capaz de matar, y lo comido por lo servido, se veía en la obligación de velar por la salud de sus compañeros del camino.
El caso es que se presentó frente al agua, donde los rayos de la luna centelleaban brevemente entre las ondulaciones provocadas por la corriente, y cuando introdujo sus manos en el frío líquido, rompiendo el patrón generado por la traída del agua, aparecieron frente a su reflejo las enllamadas siluetas de los rostros de sus hermanos. No solo estaba Liotard, preso de la flamígera agonía, si no que tambien estaba el hermano François, con aquella profunda barba que le cargaba el pecho, enseñando el cielo del paladar entre gritos aterradores mientras era pasto de las llamas. O Pierre, el hermano Pedro, cuyos ojos se derretían como huevos de codorniz frente a la azulada llama de la pira. O el mismísimo hermano Claude, el más veterano de todos ellos, que apenas lloraba sangre que se resecaba en sus mejillas como dos surcos escarlata mientras el ollín carcomía su rostro. Jaime se vio sobrepasado por la escena, y durante unos segundos sintió que sus manos ardían como si en el mismo fuego estuvieran. - Hermanos míos - pensó - ¿cuan será en vano vuestro sacrificio?.