EL ÁRBOL DE LA VIDA
Las sombras se extendían a medida que el día terminaba, tiñendo el paisaje de oscuridad. Sin embargo, las nubes grises de tormenta y el viento proporcionaban un toque todavía más amenazador, agitando los árboles, que parecían cernirse amenazadores, tratando de liberarse de las cadenas de sus raíces. El bosque susurraba y se agitaba, mecido por el viento frío, lanzando sombras amenazantes.
Pero para Cotolobío aquel paisaje tenía un significado muy distinto. Después de varios meses de sequía las nubes y el bosque anunciaban la llegada de la ansiada lluvia. Lo sentía en el aire, en la tierra y en las sombras. Al fin y al cabo se había criado allí toda su vida, y conocía el bosque y el valle como la palma de su mano. Por supuesto, su conexión con los sueños de la tierra también tenían algo que ver.
El bosque se detenía bruscamente frente a un camino de tierra, arañado con esfuerzo por los humanos, y más allá se extendían tierras domadas, arañadas con hierro y ruedas, donde sólo crecía lo que los humanos estaban dispuestos a permitir que creciera.
Y entonces sonó aquel rugido retumbante y profundo a lo lejos, seguido de un resplandor que partió el horizonte en dos y le siguió el repiqueteo húmedo y reconfortante de las gotas de lluvia sobre la tierra ansiosa. Cotolobío se estiró hacia el cielo y danzó, meciéndose y siguiendo el ritmo de los árboles agitados por el viento, disfrutando del tacto del agua sobre su piel verdosa. Porque ése era el legado de su pueblo, tan antiguo como las raíces de los árboles, y como ellos se confortaba con aquella caricia vivificante que renovaba la vida.
Continuó su camino, meciéndose bajo la lluvia, pensando en los frutos del otoño que no tardarían en llegar: castañas, avellanas, nueces, higos, membrillos...un rico botín para su paladar.
Sus pensamientos sobre la despensa de la estación se vieron interrumpidos cuando vio en medio de la loma que estaba atravesando a una pequeña figura vestida de verde. Aquellos campos habían sido labrados hacía poco, y en los surcos abiertos habían sido plantados en ordenadas hileras una serie de pequeños árboles, que ahora se erguían desválidos ante la inminente tormenta.
Junto a uno de esos árboles se encontraba un niño, vestido con una cazadora verde, que se encontraba agachado, como si tratara de proteger a aquel retoño que se alzaba pequeño y frágil frente al coloso gris de las nubes de tormenta, recibiendo las primeras gotas de lluvia.
Cotolobío se acercó, picado por la curiosidad, despacio y sin prisa.
-Hola.
El niño dio un respingo. Tendría siete u ocho años, como mucho, con su carita morena y ojos negros llenos de sorpresa y de miedo. Llevaba una gastada boina ajada por el uso y el tiempo, y vestía con camisa de lino, bastos pantalones de pana y zuecos de madera.
Cotolobío estaba preparado para una huida precipitada, pero aquel infante no lo decepcionó. Se le quedó mirando, asustado y sorprendido, viendo como uno de los trasnos de los cuentos que sin duda debían haberle contado sus mayores, se encontraba vivo ante él, un hombrecillo recubierto de musgo verde, vestido con el bosque y con una sonrisa de corteza y zarza.
-Hola -repitió.
-Ho...hola -respondió con dificultad el niño.
Otro trueno resonó a lo lejos y la lluvia comenzó a caer con más fuerza.
-¡Buena agua nos encuentra, zagal! Me preguntaba que facías por aquí con aqueste tiempo. Cotolobío me llaman quienes me conocen por estas eras y creo que deberías volver a casa y aguardar que el sol salga.
Ante aquel saludo y aquella sonrisa el niño no pudo dejar de confiarse a aquel trasno musgoso de los montes. Sabía que la abuela le había dicho que tuviera cuidado, pero la buena disposición y aquella sonrisa le llevaron a confiarse.
Bajo la lluvia hablaron.
***
Hacía tan sólo unas semanas, la familia de Fiz había adquirido aquellos terrenos agrestes y el abuelo Antón había pensado que lo mejor sería cultivar un soto de castaños. Con la ayuda de varios familiares y jornaleros habían limpiado el monte, labrado con un mulo prestado y habían plantado varios retoños de buenos castaños longales, un trabajo laborioso pero a la vez alegre.
Pero para Fiz aquel cultivo había tenido un significado especial. Él mismo había plantado un castaño, bajo la atenta guía de su abuelo, quien lo instruyó en la mejor forma de plantar castaños para que brotaran y dieran fruto.
Y apenas dos días después de terminar el trabajo, el abuelo Antón había muerto de repente, sin que nadie supiera el motivo más allá de los años y la voluntad divina.
Para Fiz sacar adelante aquel retoño de castaño se había convertido en un deseo personal. Lo visitó todos los días, contemplando horrorizado cómo otros brotes que parecían más fuertes se secaban. Trajo agua y cuidó personalmente de aquel joven castaño, sin que nadie se preguntara por sus furtivas idas y venidas.
Y ahora se encontraba allí, bajo la lluvia, temiendo que la tormenta acabara con aquel árbol, conversando con un trasno musgoso.
***
Cotolobío escuchó atentamente lo que le decía Fiz, y comprendió lo que significaba para aquel niño aquel árbol, más allá de un recuerdo de un ser querido. Podía comprender esas cosas, al fin y al cabo él y los suyos vivían de recuerdos.
Se estiró bajo la lluvia y un estornudo de Fiz lo llevó a decidirse.
-Non te preocupes, zagal. Yo cuidaré de tu árbol.
-¿De verdad lo harías?
-¡Palabra de musgoso! Pero a cambio...
El niño lo miró espectante.
-...A cambio debes seguir viniendo y cuidar del árbol como dun amigo.
-Lo haré.
-Juremos entonces. Por la tierra nueva de la primavera, el fuego del sol de verano, el agua de la lluvia de otoño y el aire gélido del invierno, del cuidado de este árbol nos haremos dueños.
Cotolobío extendió la mano, que parecía hecha de madera de parra envuelta en musgo y Fiz extendió la suya. Cuando se tocaron, hubo un fogonazo de luz, y así el juramento quedó sellado.
Cuando abrió los ojos, asustado por la repentina luz, Cotolobío había desaparecido. Nunca volvería a verlo.
***
Y Fiz cumplió su juramento. Al día siguiente el joven castaño había sobrevivido a lo peor de la tormenta, y de alguna forma, parecía haber crecido un poco, mostrándose erguido y apuntando hacia el cielo. De alguna manera Fiz también se sentía un poco más grande al haber asumido la responsabilidad de su cuidado.
***
Y así pasó el tiempo. Fiz aprendió muchas cosas necesarias, jugó con otros niños y vivió. Aunque plantó otros árboles y plantas, siempre volvía hasta aquel rincón en el monte para ver aquel árbol que había plantado con su abuelo. Procuraba mantener apartadas a las plagas e incluso puso un espantapájaros para mantener alejados a jabalíes y corzos, que eran un auténtico peligro para los árboles más jóvenes, buscando los brotes tiernos.
Y cuando Fiz se enamoró, llevó a su novia Cristina a aquel lugar secreto y le confió su corazón. Y juntos volverían muchas veces, bajo la sombra de aquel castaño que crecía sobre su felicidad. En otoño recogían las castañas y las ramas que caían con el paso de la edad para hacer fuego para el invierno.
Con el tiempo el matrimonio feliz de Fiz y Cristina recibió la alegría de muchos hijos con los que compartirían momentos felices junto al castaño.
***
Y pasó el tiempo.
Y llegó el día en que Fiz quiso ver a su viejo amigo por última vez. En aquella ocasión sus bisnietos tuvieron que llevar a aquel anciano recio y casi centenario al que apenas quedaban fuerzas. Cuando llegó junto al castaño que había querido y cuidado desde que era un niño, no pudo evitar el llanto. Se abrazó tembloroso a su tronco, aunque a sus brazos arrugados y delgados apenas les quedaban fuerzas. Estuvo así un buen rato hasta despedirse.
-Adiós.
Fiz murió en paz y rodeado de sus seres queridos, en una noche de lluvia de otoño.
***
Y el viejo castaño que había cuidado con tanto esmero fue encontrado caído al día siguiente. Muchos se preguntaron cómo un árbol tan fuerte había podido morir de forma tan imprevista. Algunos lo achacaron a la edad, otros a alguna enfermedad desconocida y quienes habían conocido bien a Fiz, pensaron que el árbol había muerto de pena por la pérdida de su amigo.
La madera del árbol no se perdió. Fue cortada y repartida, y entre las muchas cosas que se hicieron con ella un gaitero hizo una gaita, porque los mejores instrumentos se hacen con madera de castaño viejo, uno que haya resistido la tormenta y que haya sido bien cuidado durante toda su vida. Y el sonido de aquella gaita se escucharía desde entonces en las fiestas de la comarca, trayendo recuerdos y alegría de vivir a todos los que la escuchaban.