
LA ADMINISTRACIÓN DE TRIPOLITANIA
De las ciudades púnicas se había heredado en Tripolitania la figura de los sufetes, los magistrados más importantes, residiendo dos en cada ciudad. En época imperial los sufetes fueron sustituidos (con la excepción temporal de Lepcis) por duunviros que cumplían las mismas funciones. Los mahazim (en época romana ediles) tenían encomendadas la vigilancia de los mercados y el cobro de multas e impuestos.
Los poderes judicial, administrativo y financiero de la provincia senatorial de Africa se concentraban al principio en manos del procónsul que residía en Cartago, y cuya paga anual era muy codiciada. No obstante durante el reinado de Calígula en el siglo I d.C., se nombró la figura del legado de la Legión III Augusta, suprimiéndose el poder militar del procónsul. La duración del mandato del procónsul por lo general era anual, aunque en ocasiones sobrepasaban los tres años. Los procónsules actuaban en las ciudades tripolitanas con la colaboración de legados y los procónsules se reservaban la decisión final en temas judiciales y penales.
Los consejos y asambleas municipales de las ciudades a menudo otorgaban honores a los procónsules al término de sus mandatos, o presentaban quejas o acusaciones en Roma debido a su mala gestión.
A la cabeza de la administración financiera de África se encontraba el procurator provinciae Africae, un funcionario del orden ecuestre, que se encargaba de la recaudación de impuestos y tributos. También era responsable de la supervisión de las propiedades imperiales. No obstante, a partir del siglo III, para una gestión más eficaz se crearon más puestos de procuradores imperiales. No obstante, hasta la época de la dinastía de los Severos, los emperadores no dispusieron de muchas propiedades en la provincia, y la administración financiera pasó a Lepcis Magna. En Tripolitania también había un procurador especial encargado de la adquisición del aceite.
La elevación de Tripolitania a la categoría de provincia por parte del emperador Diocleciano convirtió a Lepcis en la capital natural de la misma, debido a su desarrollo y crecimiento demográfico, siendo considera la principal ciudad púnica y romana de África después de Cartago.
CULTOS RELIGIOSOS
La libertad de la que disfrutaron las ciudades tripolitanas favoreció que en la zona se conservaran tradiciones y costumbres púnicas. De todas formas en Lepcis (más ligada que Oea y Sabrata a Roma) se muestra una adhesión más temprana y manifiesta a los ideales del Imperio Romano. De hecho en Lepcis se instauró el culto al emperador Augusto antes que en ningún otro lugar de África, hacia el año 8 a.C. Ídibal, hijo de Ari, y Abdelquart, hijo de Annobal, se convirtieron en los primeros flamines o sacerdotes.
Los dioses púnicos Shadrapa y Milk’ashtart, siguieron siendo los dioses de Lepcis Magna, asimilados a Liber Pater (Dionisos) y Hércules. Los cultos a Augusto y Roma (Júpiter-Juno-Minerva) encajaron en la tradición púnica.
En Oea los dioses púnicos recibieron los atributos de Apolo y Atenea, mientras en Sabrata recibían culto Serapis, Isis, Liber Pater y Hércules, siendo Liber Pater el más venerado. Los templos de Sabrata sobrevivieron más que en ningún otro lugar de Tripolitania, hasta el fin del paganismo.
Sin embargo, no tuvieron tanta suerte Tanit y Baal Hammon, dioses tutelares de Cartago, y su culto sólo permaneció hasta el siglo I d.C. Los dioses cartagineses recibían culto en torno a altares de sacrificios o tofetes. Baal Hammon con el paso del tiempo se confundió con el culto de Saturno y el del egipcio Amón.
Sabrata recibió de Alejandría a varios dioses egipcios, especialmente Serapis, Isis y Amón. Posiblemente debido a la importancia del comercio de animales, el culto al dios egpicio Bes, domador de leones, también adquirió cierta relevancia.
Los sacerdotes púnicos o zubeh, se convirtieron en los latinos flamines. El sacerdocio tenía asociado prestigio social, y en las ciudades tripolitanas esos cargos eran ocupados por familias influyentes, como los Tapapios de Lepcis en el siglo I d.C.
Los flámines menores ocupaban la posición más baja, mientras que los flámines perpetuos constituían la posición más elevada del sacerdocio. La posición de flamens perpetuo permitía representar a las ciudades en el consejo provincial de Cartago, así como presidir los consejos municipales. Esta posición también proporcionaba impulso en la carrera política y era el honor máximo al que podía aspirar un ciudadano de a pie en Tripolitania. A partir del siglo III disfrutaron de poderes civiles cada vez mayores, convertidos en sacerdotes que velaban por el mantenimiento de edificios religiosos y civiles, haciéndose cargo de la reparación de los edificios públicos.
EL CRISTIANISMO
La provincia de África fue uno de los primeros centros de expansión del cristianismo en el Imperio Romano. La nueva religión fue aceptada especialmente entre la población púnico-romana, en gran parte marginada por las élites. A mediados del siglo II las comunidades cristianas de África ya eran numerosas y dinámicas. Aunque eran minoría, desde los primeros tiempos los cristianos africanos adoptaron una actitud beligerante en la expansión de su fe, entrando en conflicto con el poder imperial.
Tertuliano, un sacerdote de Cartago de finales del siglo II, cercano a la élite municipal, lucha por el reconocimiento oficial del cristianismo en el Imperio, marcando con su intransigencia el cristianismo africano, rechazando la convivencia con el paganismo. Su rechazo de las ceremonias oficiales y del servicio militar, especialmente durante períodos en los que el reclutamiento era una necesidad, provocaba severas sanciones que incluían la pena de muerte. Pronto comenzaron a aparecer numerosos mártires, en un contexto de resistencia y recuerdo. Ante las derrotas y calamidades que afectaban al Imperio Romano, la “impiedad” de los cristianos fue consideraba motivo de culpabilidad.
La persecución del emperador Decio (249-251) fue la primera gran persecución contra los cristianos de África. Una nueva persecución se produjo en el año 257 bajo el reinado de Valeriano, exiliando a todos los obispos y clérigos que se negaban a participar en los sacrificios del estado. Hubo varias ejecuciones, entre ellas la del Obispo Cipriano de Cartago y la persecución continuó hasta el año
260. El emperador Diocleciano reinició las persecuciones en África en los años 303-304, aunque resultaron menos intensas que en otras épocas.
Con la tolerancia y aceptación del cristianismo por parte del emperador Constantino en el año 313 la Iglesia de África se encontraba dividida por controversias y herejías: católicos y donatistas se enfrentaban no sólo dialécticamente, sino también con violencia. Un edicto de Constantino del año 318 confiscó las iglesias de los donatistas, entregándolas a los católicos, pero su influencia seguía siendo poderosa, hasta el punto que los obispos donatistas celebraron un concilio en Cartago en el año 327. Los intentos de conciliación fracasaron. En el año 399 se proclamó oficialmente el cierre de los templos paganos que quedaban en las provincias africanas, pero los enfrentamientos entre católicos y donatistas continuaban siendo un problema. Durante este período destaca la figura de Agustín de Hipona, que desde la diócesis de Cartago realizó una intensa labor pastoral y literaria escribiendo contra paganos y herejes. Durante el siglo IV la creencia en el donatismo y otras herejías como el pelagianismo fue sancionado con la muerte, pero la llegada de los vándalos, que creían en la herejía arriana, añadió una nueva facción, que se impuso sobre los cristianos africanos.
Estructuralmente, los cristianos africanos reconocían la autoridad de los Arzobispos de Cartago.
Las ciudades de Tripolitania: Lepcis, Oea y Sabrata, contaban cada una con su propio Obispo.
EL DONATISMO
Durante las persecuciones del siglo III varios cristianos renunciaron a su fe o entregaron sus escrituras sagradas, por lo que fueron llamados “traditores.” Surgió entonces una corriente rigorista que afirmaba que la Iglesia debía ser de santos, no de pecadores, y rechazaban la validez de los sacramentos
ofrecidos por los traditores. En el año 311 el Obispo Cecilio de Cartago fue nombrado por Felix, un traditor, por lo que sus opositores nombraron Obispo a Mayorino, que fue sucedido por Donato. Dos años después el Papa Miltíades condenaba a los donatistas, pero éstos todavía disponían de gran poder e influencia en África, negándose a aceptar a sacerdotes y obispos traditores. En el siglo V Agustín de Hipona se opuso al donatismo, afirmando que la santidad del sacramento era válida al margen de quien lo administrara.
Los enfrentamientos entre donatistas y católicos provocaron disturbios en el norte de África, que se exacerbaron cuando el emperador Constantino dio su apoyo a los católicos. Los intentos diplomáticos de buscar una conciliación fracasaron. Los gobernadores de África confiscaron las propiedades de los donatistas e incluso condenaron a quienes participaban en los disturbios. Sin embargo, la persecución de los donatistas resultó tan encarnizada que algunos obispos católicos elevaron sus protestas. Las iglesias donatistas sobrevivieron en gran parte en las zonas rurales, fuera de las grandes ciudades, y sobrevivieron a la caída del Imperio Romano.
EL COMERCIO DE FIERAS
La demanda de animales para los espectáculos del Imperio Romano provocó la extinción de los elefantes en el Norte de África en el siglo IV, así como la desaparición de los leones de lugares donde algunos autores decían que eran tan numerosos como para asediar las aldeas. Los espectáculos romanos modificaron en gran medida la fauna del continente africano. Las cacerías, aunque no proporcionaran animales vivos, se convirtieron progresivamente en una tradición de las élites romanas.
Sin embargo, cuando se trataba de proporcionar animales para las necesidades de los espectáculos entraba en juego un oficio peligroso dotado de un arsenal de trampas diversas. Leones y panteras eran capturados en hoyos disimulados. En ocasiones se vertía vino en los abrevaderos para “amansar” a las fieras. La captura de cachorros también era frecuente y peligrosa.
Pero además de las capturas episódicas en ocasiones se realizaban expediciones organizadas con la ayuda de la población local. Los animales eran acosados y dirigidos hacia cercados de ramas reforzadas con redes; el fuego se utilizaba para evitar que las fieras retrocedieran o saltaran con demasiada violencia contra la cerca. Más tarde las diferentes especies de avestruces, antílopes y fieras eran seleccionadas y repartidas en jaulas de madera reforzadas con metal, que eran cargadas en carretas de bueyes hasta un puerto. Si bien el embarque de algunas especies no suponía un problema, era mucho más complicado subir elefantes ante el miedo al agua profunda, y a menudo tenían que ser arrastrados con cuerdas.
Los magistrados romanos de la época de la República romana que ofrecían una “caza” en el anfiteatro recurrían a los buenos oficios de los gobernadores de África o Asia, que a su vez recurrían a mercaderes o indígenas expertos en la captura de animales, siendo la principal preocupación de los gobernadores hacer llegar la valiosa carga hasta Roma.
Durante el Imperio Romano la captura y el transporte de animales dejaron de estar exclusivamente en manos privadas. Las legiones acantonadas suministraban mano de obra barata, con unidades exentas del servicio ordinario. Las ciudades de las provincias debían ocuparse del albergue y mantenimiento de los animales transportados a lo largo de su recorrido, para evitar que perecieran debido a un viaje sin descanso. Esta especie de impuesto a veces se convertía en una carga desproporcionada para los recursos de los municipios, que en ocasiones acudían a los emperadores para evitar abusos.
En Roma se crearon las casas de fieras, indispensables para los espectáculos de los emperadores, pues no bastaba que los cargamentos llegaran a tiempo, sino que no se vieran diezmados, pues era habitual que los animales capturados no soportaran bien los trayectos, por no hablar de los cambios de clima y los peligros de enfermedades. Los elefantes eran trasladados a Roma por vía fluvial a unos parques especiales situados en Árdea, mientras que la casa de fieras de Laurentum acogía una fauna muy numerosa y diversa. Se estima que en tiempos del emperador Augusto se presentaron en quince años unos
3.500 animales, entre ellos 400 tigres, 260 leones, 600 panteras y todo tipo de especies: focas, osos, águilas, etc. Naturalmente su mantenimiento y doma eran muy costosos y requerían toda una administración, por lo que los emperadores a menudo ofrecían sus animales como regalo a particulares.
África fue un territorio favorecido para el comercio de fieras, reservándose leones y elefantes en exclusiva para el emperador. Pero además en los juegos africanos las “venatio”, combates entre venatores
y fieras se habían convertido en ritos. Las ejecuciones por medio de fieras también formaban parte de los rituales locales en honor del dios Saturno, heredero del púnico Baal Hammon. Como los sacrificios humanos habían sido prohibidos por Roma, la condena a las fieras permitía ofrecer al dios la sangre que reclamaba; bastaba con disfrazar a los condenados de sacerdotes de Saturno y consagrarlos al dios antes de arrojarlos a las fieras. De esta manera lo que era un intermedio lúdico en Roma, en Cartago se convertía en una ceremonia púnica. En los spoliarum de los anfiteatros africanos se han encontrado maldiciones que pedían la desgracia para los cazadores. Por otra parte los combates con fieras no eran anónimos pues los animales llevaban nombres como Leander, Crudelis u Homicida. Este espectáculo alcanzó su auge a mediados del siglo III.
En África había necesidad de animales y medios para satisfacerla. Los anfiteatros dieron vida a un comercio próspero en manos de sociedades como los Pensatii, Synematii, Tauriscii y principalmente los Teleginii. Estas sociedades, relacionadas con criadores y domadores de caballos, poseían colecciones de fieras que obtenían mediante el intercambio con las tribus nómadas por productos manufacturados o abalorios. Los organizadores de los juegos no sólo adquirían animales, sino que también alquilaban los “cazadores” expertos que necesitaban.