En el centro de aquella red de reflejos, una sola silla, una silla vieja de madera, austera y simple. El Profeta pasaba en aquel lugar largas horas, contemplando su inexistencia, su ausencia en aquellos espejos era una bofetada al Ego, una espina de hielo hundida en una falsa sensación de existencia, de presencia, de vida. Tan muerto como su reflejo vacío, tan ausente como una luz negra a través de una gota de lluvia. El Abismo tiraba de él, le llamaba, era un canto suave, un susurro triste, una risa lejana.
En aquellos momentos de mayor desazón, El Profeta se sentía capaz de hacer cualquier cosa, de hundirse en las profundidades de su negrura y ascender a través de la maldad nihilista de la nada más absoluta. Si nada es real, si nada importa, si no existo, tampoco existen los límites, ni la muerte, ni el pecado.