
-¡No estoy loco! ¡Déjenme! ¡Déjenme!
Los enfermeros del psiquiátrico fueron bastante amables. Le inyectaron al anciano un calmante de urgencia, mientras policías y vecinos miraban nerviosos. Lo tumbaron en la camilla, ajustaron las correas y lo subieron en la ambulancia. Un espectáculo así no era frecuente en la pequeña población de Autumfield, y la caída en la locura de James Marston había atraído la atención y la curiosidad.
Muchos vecinos ya murmuraban desde hacía tiempo que el viejo Marston no estaba bien. Sus gritos a horas intempestivas cuando estaba solo en su casa, maldiciendo Dios sabía qué. Salir furioso de casa dando portazos y tirando cosas por la ventana. Por fin alguien se había atrevido a llamar a los servicios sociales, y tras un par de encontronazos con el anciano se había decidido su ingreso en una institución psiquiátrica.
Por fin la Casa Marston encontraría algo de paz. Más allá de los delirios del viejo Marston, los mayores hablaban de accidentes, suicidios, y de una mala suerte que parecía invadir la propiedad y a sus habitantes. Era mejor dejar ese lugar tranquilo.
Y los vecinos tenían razón. Hacía más de un siglo que Agatha y Alice Marston habían decidido que no compartirían su hogar con nadie, y mucho menos con un viejo maniático que se dedicaba a cambiar los muebles y hacer reformas. Así que habían decidido que aquel vivo no podía quedarse. Durante semanas se habían dedicado a cambiar las cosas de sitio, dar portazos a horas intempestivas, y hablar a través de los objetos. El viejo había reaccionado con miedo y después se había atrincherado en su rabia.
¿Se había vuelto loco? Los vecinos creían que sí, y eso fue suficiente. Ahora Agatha y Alice volvían a tener su hogar para ellas solas, después de que en un ataque de depresión su madre las hubiera estrangulado en el baño. Su madre. Ella sí que era un problema, merodeando por el jardín donde se había suicidado, loca de verdad y con el Olvido siguiendo su rastro. Dentro de su hogar estaban a salvo.